Yo no soy nadie, pero soy alguien, claro. No sé si me explico. Como tú, como el vecino de al lado, como la cartera que reparte paquetes, el camarero que me está poniendo el café y mi profesor en el gimnasio. No somos nadie pero somos. No nos paran por la calle a no ser que sean amigos y disfrutamos de un privilegio fantástico y magnético: podemos hacer bastante lo que queramos. No saldremos en las portadas mañana si nos pasamos de vino en un bar o si nos resbalamos en aquellos escalones. No se enterará ningún familiar de nuestra última cita fallida (o no) y no pasa nada si un día tenemos peor cara y bajamos en chándal a hacer la compra a plena luz del día.
El anonimato es divertido y está lleno de posibilidades. No importarle nada a los centenares de personas de nuestro alrededor es definitivamente tranquilizador. Nadie opina sobre si deberías estar saliendo hasta tarde un jueves o te fotografía al salir del cine. Tu vida es tuya y te pertenece el derecho a hacer el ridículo.
Pero cuando entro a bucear en la pantalla de mi teléfono algo empieza a cambiar como cambian los colores del cielo en un atardecer tardío después de una tormenta. Siempre sutil pero siempre vibrante. Ocurre algo. Es decir, en internet no soy nadie, sigo sin ser nadie, pero me expongo a una audiencia global a la que le doy, desde el momento en que aprieto el botón de publicar, el poder de opinar sobre mí, una total desconocida.
Uso internet para comunicarme y expreso mi personalidad con las aristas y recovecos que deseo mostrar, ni más, ni menos. Llego dónde puedo, cuido lo que digo y cuento cosas. Mis perfiles en redes son mis gafas de ver el mundo y mi manera de contárselo al mismo mundo que veo. Son mi filtro, mi edición de lo que vivo, lo que decido compartir. A veces son lugares en los que como, música que escucho o ratos que paso y que fotografío porque me parecen bonitos, porque dicen algo, porque quiero contar que forman parte de mí. Son también pensamientos cruzados. Soy periodista y escritora y gracias a ellos he conseguido que me lea gente con la que nunca me he encontrado en ningún lugar.
Quién soy y quién no soy en internet es en parte mi decisión y en parte la decisión de otros. El algoritmo mueve los hilos pero es ese otro anónimo el que juzga, abraza o expulsa. Cuando algunos tuits míos empezaron a llegar a más gente, llegaron también los insultos y algunas puertas se abrieron. Siempre hay barro y hay luz conviviendo en la misma habitación.
Los idiotas de Internet son también los idiotas de la vida real, así que sencillamente una tiene que seguir su carrera de obstáculos sin tenerlos en cuenta. Si no me importó aquel del bar menos me va a importar un desconocido que mira un escaparate y escupe en voz alta lo primero que le viene a la cabeza. Internet me abre puertas, me conecta y me ha traído oportunidades que jamás podría haber proyectado sin la posibilidad de contar mi manera de vivir a través de una pantalla. Consciente de que me puede hundir y me puede catapultar se multiplica el efecto de la calle porque me puede ver, repito, alguien con quién no me he cruzado.
Para los que no somos nadie Internet nos da un poder: que nos vean las personas adecuadas, como si se nos abriese el acceso a fiestas a las que nunca se nos invitaría. Porque algo sí sé y es que, en general, lo que vas logrando en la vida se consigue gracias a personas confiando, un poco a tientas, en otras personas.
En un mundo de haters me quedo con la amabilidad, esa es mi revolución íntima. Sobre ser (o no ser) en Internet me quedo siendo y abro puertas. A quién no le guste que cierre al salir. Quién se quede: será divertido.