Siempre estaba inquieto, nunca nervioso

Decía Dodie Bellamy, en uno de los textos recogidos en When the sick rule the world, que la apertura feminista en la escritura de los 70 dio a veces lugar a textos de escaso interés, en muchas ocasiones autoindulgentes. Bellamy no hablaba desde el desprecio y haciendo una enmienda a la totalidad, pues fue este mismo contexto el que le vio crecer como escritora, y gran parte de su carrera como editora y prescriptora cultural ha consistido en reivindicar sin parar el valor de los textos de muchas de sus compañeras (Kathy Acker y Eileen Myles al frente de este pelotón). Bellamy habla aquí, entonces, desde la postura de la lectora, y es que ciertamente es difícil adivinar si tras una vida desafiante se encuentra alguien que tiene algo que decir con y sobre las palabras. Cuando se da esta dulce combinación, se sabe que se está ante un producto difícil de sostener; y este es el caso de Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro, la recopilación de textos de Cookie Mueller hasta ahora inédita en español, y recién publicada por los tres editores. 

Organizado temporal y geográficamente, Caminar por aguas cristalinas acompaña a Cookie a través de los años y de la geografía norteamericana. El torrente de energía que brota de este libro no depende exclusivamente de las aventuras y desventuras que en él se recopilan (Mueller logra esquivar por unos pocos minutos irse de roadtrip con la troupe de Charles Manson, y una noche, mientras trabaja como bailarina gogó, maravilla al asesino “el Carnicero de Brooklyn”, que quiere tener un momento de privacidad con ella), sino que resulta de una escritura que, de manera consciente, lucha por defender la dignidad de ciertas palabras y hechos para constituir un texto que sea interesante leer para otro extraño.  Aunque ahora pueda parecer evidente, tuvo que ser difícil convencer a los demás de que no tenías que inventar una ficción ajena a tu experiencia para poder ser considerada escritora. Y Cookie quería ser escritora, rapiñaba minutos a las horas para conseguir ratitos para escribir: tomarse en serio la voluntad de Mueller pasa por asumir que el valor de este libro no es exclusivamente testimonial, una colección de memorias rocambolescas. Este libro es la plasmación de una singular relación con la escritura.

Tal vez no fui capaz de despegarme de él durante 48 horas porque, estando cerca de Cookie, esperaba convertirme un poco en ella: una persona que recorre tres kilómetros andando, se sube a la parte trasera del furgón de unos extraños, se pincha heroína, luego huye de la policía, habla con desconocidos en un bar y después se queda dormida en un granero, todo en seis horas, no puede sino ser la envidia de quien tarda cincuenta minutos en convencerse por las mañanas de que tiene que arrastrarse fuera de la cama. Yo quiero estar llena de esta potencia vital, de esta fascinación por todo. Pero, siendo un poco compasiva conmigo misma, puedo reconocer que Cookie no era testigo de una individualidad divina, sino de un esfuerzo colectivo por generar nuevas posibilidades de vida. La fuerza para poder hacer todo lo que Cookie hacía tenía mucho que ver con despertarte y poder preguntarte, “a ver, ¿qué nos apetece hacer ahora?”. Ella y las otras once personas con las que convivía a finales de los años 60 habían disuelto toda noción de “necesidad” u “obligación” ; casi tanto que ya no sentían ni la necesidad de comer, y se alimentaban a base de opioides y unas pocas patatas. Sus días eran informes en el mejor de los sentidos: al amanecer no había nada por delante, sino un gran vacío de deseo y libertad. Pero esta posibilidad de atar lugares y tiempos como uno quisiese era posible gracias a unas condiciones habitacionales muy peculiares (el artista encargado de los platós de todas las películas de John Waters pagaba 100 dólares de alquiler al mes) y a un acompañamiento y una consciencia colectiva de que se estaba intentando construir algo nuevo (los grupos de hippies que hacían turnos para patrullar las calles por si alguno de los suyos necesitaba algo, o los compañeros de piso que se encargaban de ratear comida para todos, eran parte de esta red comunitaria).

Pero Mueller hace algo más difícil que demostrar la posibilidad de resistir, de vivir al margen. Logra ser preclara dentro del caos, ordenada y absolutamente convincente, y no solo te dice que la resistencia fue posible, sino que te persuade de que es para ti. Y esto lo logra sabiendo diferenciar muy bien que la vida que quiere para ella, y potencialmente para todos, tiene todo que ver con la diversión, y nada que ver con la autodestrucción. Hace unos años intenté leer Just Kids de Patti Smith, donde Smith narra las malas vidas que ella y Robert Mapplethorpe llevaban también en los 60 y 70 en Estados Unidos; como Mueller y sus amigos, esta pareja intentaba convencer al mundo de que habían nacido para ser artistas. No logré acabar el libro. Si la escritura de Mueller te presta su energía, la de Smith compara sus esfuerzos con los tuyos.  En los recuerdos recopilados en Just Kids Smith y Mapplethorpe trabajaban como camareros mil horas, apenas les llegaba para pagar el alquiler, y por las noches escribían, pintaban y componían música, mientras se morían de hambre y de sueño. Yo me llevaba las uñas al cuello mientras leía esto, y me reprochaba a mí misma no ser capaz de esforzarme tanto; si no vivía la mitad de mal que estos dos, por qué no priorizaba la creación, por qué no me iba la vida en ello de la manera en la que le iba a Mapplethorpe, que enfermaba encima de sus dibujos. Tuve que dejar de leer porque yo misma empezaba a desear la enfermedad mientras me llegaban las palabras de estos cuerpos desnutridos, hiperproductivos, desfallecidos, que hasta cierto punto se adoraban por desvanecerse. El esfuerzo y el sufrimiento parecían hacerlos más angelicales, inalcanzables. Una de las grandes diferencias entre Just Kids y Caminar por aguas cristalinas es que Cookie está rodeada de extraños, de compinches y de amantes, mientras que Smith y Mapplethorpe están solos en su empresa hercúlea. Y esto tiene que ver con una segunda diferencia: y es que, si bien los hippies y otros desempleados adictos a los opioides se sabían brillantemente distintos, su papel era cercano al de unos predicadores, mensajeros que encarnaban una nueva forma de vida, y que la transmitirían con el roce, mientras que Smith y Mapplethorpe pensaban en sí mismos como individuos elegidos, elegidos por los dioses para comunicar su diferencia a través de su arte, que para ellos era lo más sagrado. Si Mapplethorpe no dormía para llegar a tocar su interior, Cookie y sus amigos no dormían para llegar a tocar otra forma de estar vivos juntos. 

Uno de los textos de Caminar por aguas cristalinas recuerda que un día Mueller y su gran amigo Divine (súper estrella de las películas de John Waters) estaban circulando en un coche, chocaron con algo y el vehículo empezó a dar vueltas sobre su propio eje hasta aterrizar del revés sobre la gravilla. Ninguna de las dos salió herida, así que con esfuerzo Divine sonrió, se deslizó fuera del coche, lo levantó en peso hasta darle la vuelta, y siguió conduciendo. Tras relatar esto, Mueller dice que Divine no le tenía miedo a nada, y que por ello siempre se sentía segura en su compañía. Parece contradictorio, estar con alguien a quien nadie puede asustar, a quien la precaución del temor no le mantiene a salvo, y a la vez sentirse absolutamente segura; sin embargo, precisamente en esa afirmación se esconderá el corazón moral de estos grupos de amigos. La diversión y el placer serán lo primordial para ellos, y por eso será también cierto que la vida biológica desnuda no les parezca lo que debe preservarse, sino la vida como el potencial que emerge del cuerpo biológicamente vivo, y solo esta vida será la que posibilite hacer cosas de las que se derive placer. Esto quiere decir, por ejemplo, que Mueller entendía el consumo de drogas como una actividad valiosa en tanto que lúdica, y no tenía ningún problema en decir que tal vez podían ser más “estúpidos” aquellos que acababan por hacerse adictos a la heroína (aunque sabía que nadie estaba a salvo si consumía), pues toda la diversión había acabado para ellos; pero desde luego estos adictos eran más sabios que aquellos que nunca se habían asomado al consumo de sustancias estupefacientes. A veces, aunque no era lo ideal ni lo que se buscaba, la diversión podía estar reñida con la supervivencia, pero ¡peor para ella! De esta forma Mueller se diferencia diametralmente de toda sensibilidad conservadora que priorice seguir con vida a todo lo demás, aunque eso suponga inyectar miedo en todos los cuerpos y alejarlos los unos de los otros. Los otros no pueden ser un riesgo, sostiene Cookie, el exterior no puede ser una amenaza: y si lo acaba siendo, será un error de cálculo, una desafortunada coincidencia. Mueller y todos los que le acompañan quieren demostrar que el miedo no es siempre un producto de, sino lo que antecede al desastre: el temor tiene más posibilidades de reproducir aquello que da miedo que el atrevimiento.  

Mueller será brillante (en el sentido intelectual, pero también en el físico, resplandece) precisamente porque se sabe fuente de poder y de posibilidades: tiene poder ante los días, goza de la posibilidad de hablar, de moverse, de tocar, de encontrar soluciones. Incluso tendrá poder ante las violaciones: es demoledor cómo Mueller jamás titubea al nombrar las agresiones que sufre, y compagina la conciencia lúcida de estar en riesgo de violación, el miedo y el asco, con la agilidad y la picardía que le permitan salir de la situación. Cookie no quiere (y es importante este no desear, pues su capacidad para comprender las reticencias de los demás se sostendrá en sus propias reservas) tenerle miedo ni al mundo ni a los demás, aunque eso no signifique que no sepa cuándo rechazar a un conductor con malas pintas mientras hace autostop con sus amigas. Las palabras y los gestos de Mueller no pretenderán ser ni generar un programa, sino abrir espacios, meter las manos en los puntos de fuga de la vida y destriparlos. Igual que sus textos, la vida junto a Mueller tuvo que resultar un empuje de energía estridente, pero no amenazador. Este balance que mantiene en su escritura y en su vida es impecable e inaudito, y tal vez puede contenerse en una frase con la que ella describía a John Waters, pero que sospecho que hasta cierto punto extrae de su interior: “siempre estaba inquieto, nunca nervioso.”

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