Decía Nacho Vigalondo que a la hora de escribir el guion de una película siempre hay dos personajes recurrentes: el que te gustaría ser y el que realmente eres. En un fragmento de "Uno de los nuestros", un asquerosamente guapo Ray Liotta accede a la mejor mesa del Copacabana, el restaurante de moda en Nueva York, tras colarse de no menos de 40 personas entrando por la cocina con la misma gracia con la que San Pedro debe pasearse por el cielo, siempre con un chascarrillo preparado, siempre con la broma perfecta en el momento indicado, regando de propinas los bolsillos de cocineros y demás personal hostelero con cara de mi abuela Carmina diciendo “no se lo cuentes a tus padres”. Ni habían pedido el vino y Lorraine Bracco, su acompañante, ya estaba pensando en el color de las paredes del dormitorio y eligiendo los nombres de los hijos que habría de tener con ese señor tan simpático y bien peinadito. Y poco habría de importarle lo que inevitablemente hubiese detrás de ese derroche de virilidad, respeto ajeno y elegancia, que no era otra cosa sino un mafioso con cadáveres en el maletero y unas amistades de las que ninguna mente decente se plantearía siquiera que pudiesen existir. Claro que a Lorraine eso qué más le daría a esas alturas, en ese momento mágico de las primeras veces, en la hipérbole de las expectativas, si ya estaba condenada de por vida, si, para su desgracia, no habría ni cárcel ni putas ni adicción a la cocaína que hubiese de separarle de su hombre, si ella estaría siempre para su chulazo. Y es ahí, en su debilidad como ser entregado incondicionalmente a otro, donde radica la idea que hay detrás de la redacción de este texto. Estar enamorado de una persona guapa lo justifica casi todo.
Entre la colección de cinco o seis anécdotas que contamos los amigotes en las sobremesas con mayor frecuencia de la deseada, una de las más celebradas es la protagonizada por un conocido que no nos explicamos cómo es que todavía no lo ha dejado con su novia, si esta le ha sido infiel varias veces y en varios idiomas. Que qué falta de amor propio, dice uno, que qué debilidad, añade otro, que menuda fresca ella y menudo imbécil el paisano, concluye un tercero. Y mi primer impulso es darles la razón, claro, pero lo pienso bien mientras saboreo lo que queda de café y retrocedo sobre mis silenciosas conclusiones. ¿Pero cómo vamos a opinar de estos enredos en tálamo ajeno desde una lógica imperante, como el que opina de los cambios de Ancelotti? La siempre necesaria razón aquí no ha de tener cabida, porque ello supondría subestimar el absurdo poder del deseo, que todo lo puede, que nada lo frena.
Efectivamente, ni a este conocido ni a la buena de Lorraine Bracco ni a ningún pobre hombre enamorado se le pueden juzgar los actos, las decisiones o las renuncias, por muy disparatadas que éstas puedan llegar a resultar desde una aséptica distancia. Pero no, mis amigos y yo no acertamos con el matiz preciso en nuestro diagnóstico de cigarro y pacharán. Porque no es el amor el que lo justifica todo, sino el deseo. Y no conviene confundir lo primero con lo segundo. No al menos si queremos seguir sin cadáveres en el maletero.