Sobre el que entrevistó a Sofía Vergara: exploración de un pleito personal y político

Lo siento, pero han pasado varios días desde la entrevista y ya no me importa este tema. La irritación inicial que había en mi cuerpo se ha esfumado. Estoy en un tren de camino a Valladolid contemplando el desplazamiento horizontal de las gotas de lluvia y no consigo centrarme. Hace unos días me apetecía parar y escribir sobre este energúmeno para intentar comprender las causas profundas de mi enfado, porque presiento que va más allá de las terribles entrevistas que hace a sus invitados. Pero esta semana no he tenido tiempo, y ahora la frustración que me genera este presentador de televisión se ha quedado enquistada en mis entrañas y adherida a los poros de mi piel. No quiero que se quede ahí para siempre. 

—¿Cuántas nominaciones a los Globos de Oro tienes tú?— pregunta Vergara, contestando a una salida prepotente de su interlocutor. 

—Ya, pero es que esos son premios menores— contesta él. 

Lo que ha pasado con Sofía Vergara es una gota de agua en un mar de insensateces, comentarios que ya no hace ni el cuñado más ultra de la familia y decisiones editoriales que deberían haber llevado a la ruina a ese hombre enjuto. Sin embargo, le han aupado a la cumbre en términos de audiencia. Tanto es así que hasta el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición tuvieron que acudir a su programa para llegar a su distinguido público compuesto de millones de personas. Estoy hablando de un señor de 58 años, no muy alto, con el pelo algo canoso, la mirada viciada después de años delante de los focos y músculos que todavía se le marcan cuando se quita la chaqueta de traje con la que presenta uno de los programas más exitosos de la televisión española. 

—Haz preguntas más precisas, si no quieres que te conteste tantas cosas— dice la actriz, que a estas alturas de la entrevista ya mira más al público que al señor. Casi no se nota que está harta del entrevistador, que se cree gracioso y no se da cuenta de que está repitiendo la misma broma estridente que ya le han hecho mil veces antes. 

Vulgar, contesta mi padre cuando le pregunto qué le parece el programa. No lo ha visto desde hace años. Vamos en el coche de camino a casa y le cuento que no consigo escribir sobre el tema, que había prometido esta columna y no consigo encontrar la forma de escribirla. Se me escapa de las manos. A él no le gusta el programa, así que no lo ve. Sigue con su vida como si en la sociedad no existiera un espacio televisivo lleno de preguntas estúpidas y comentarios pseudopolíticos realizados por personas que no se avergüenzan de admitir que no tienen ni idea de lo que están hablando. 

—Me han puesto en la documentación que tú eres rubia natural— dice él. 

—El pelo es mío, pero ahí tenía veinte años y ahora tengo 51— contesta ella muy efusiva, tratando de esconder entre risas su opinión acerca del tipo que tiene delante. 

Creo que eso es lo que me molesta más de todo. Está desubicado, dice mi padre. Y yo me quedo pensando: ¿quién está desubicado, él o yo? Porque una vez estuve en su programa y el desubicado era yo, el único que casi tiene un ataque de ansiedad de tanto aplaudir cuando el encargado del público nos decía que había que aplaudir y de reírme cuando el señor decía que había que reírse como si fuéramos locos esquizofrénicos, soy yo. El resto parecía disfrutar de las bromas sin gracia, los bailes de geriátrico y la mesa política que debería dar urticaria a cualquiera con una mínima intolerancia a la estupidez. El desubicado soy yo, y lo que más me molesta de este tipo es que alguien tan orgulloso de sí mismo tenga una posición tan relevante en esta sociedad. Siento una mezcla de envidia, miedo y pena de que gente como él sea la que alimenta con sus formas y su ego las mentes de una gran parte de este país que se cae a pedazos. 

Mi padre intenta disimular, pero se delata a sí mismo. No estoy diciendo nada nuevo, me dice sin decirme nada. Él sigue conduciendo de camino a casa y yo me quedo mirando el horizonte borroso, pensando si esta batalla interna merece la pena. No la merece, ya sé que no la merece. ¿Pero cómo hago para que deje de importarme? Ni idea. Así a lo tonto, al final he conseguido escribir. 

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