“No sabía que a tu hermano le gustase tanto el boxeo” me dijo R. en la playa. Tampoco sabía muy bien qué decirle, tenía razón. El tipo estaba pletórico viendo cómo dos grandullones se cagaban a palos en un cuadrilátero en París. Sólo he visto a mi hermano pegado al televisor viendo boxeo dos veces, y la causa siempre ha tenido nombre y apellidos: Emmanuel Reyes Pla.
Para quien no sepa de boxeo, es posible que encuentre este deporte agresivo y siniestro. Como una tragedia griega o cualquier lucha sin reglas entre bárbaros cuando, realmente, es todo lo contrario. El boxeo olímpico respira tradición y limpieza. Clase y velocidad. Contacto y elegancia. El noble arte huele a épica desde lejos.
Concretamente en esta modalidad, los Juegos Olímpicos han dejado grandes campeones como Cassius Clay en Roma en 1960 o Sugar Ray Leonard en Montreal en 1976, ambos con historias personales y carreras profesionales que les han llevado al Olimpo y a la memoria del aficionado.
Con “El profeta” pasa lo mismo. Un tipo que huyó de Cuba y que vino a España a ganarse la vida a base de palos. Uno de esos gladiadores que, en vez de cargar toda su rabia contra los demás y ser un tipo serio y oscuro, boxea como los ángeles con una sonrisa en la cara.
Uno ve a Reyes Pla moverse en un cuadrilátero y podría llegar a plantearse si es más un bailarín profesional que un boxeador. Con 92 kilos, Emmanuel se mueve como una pluma, esquiva con las manos bajas y contragolpea como los mejores.
En Tokio se quedó a las puertas de conseguir medalla, en París, asegura que le arrancará la cabeza a quien se ponga delante de su objetivo.
Cada uno tiene su deporte olímpico favorito, su atleta preferido. En casa somos soldados de Emmanuel Reyes Pla. Con la derecha que tiene como para no serlo, la verdad.