Suspiro de un imberbe 

"Yo era carne de psiquiatra”, dice una señora en medio de la calle. Pero ¿no lo fue finalmente?, ¿cómo escapa uno de eso?, me pregunto

1. El obrero que reforma el local debajo de mi casa martillea las paredes con ímpetu de pájaro carpintero. Siento en los pies la vibración del suelo y mi mente se va por un instante a los terremotos de Ciudad de México que hacían vibrar levemente la tierra —la lámpara del techo se movía de un lado a otro como un péndulo— durante las noches de otoño. Nunca me levantaba a tiempo. Minutos antes de aquellos terremotos sonaba la alarma. Los altavoces instalados en las esquinas de cada manzana emitían un sonido atronador capaz de matar de un infarto al Snorlax de Pokémon. Yo no conseguía despertarme. Escuchaba el estruendo, pero mi mente integraba ese ruido en el sueño que estuviera teniendo en ese momento. Mi compañero de piso, ya vestido y nervioso, tenía que abrir la puerta de mi habitación y encender la luz para que yo me despertara. “Daniel, ha sonado la alarma”, me decía. “Ahora voy”, contestaba yo, un poco aturdido. Me ponía un pantalón de deporte que utilizaba de pijama, las zapatillas de hacer deporte —me ataba los cordones— y una camiseta. Siempre era el último en salir del edificio. En la zona de la calle que correspondía a los de nuestro edificio me encontraba con mi compañero de piso y la familia que nos había alquilado el piso. El padre, sonriente, me daba un apretón de manos de esos que da la gente que ha tenido una vida dura, intensa. Estaban a la altura de la seguridad en sí mismo con la que se movía. Mi compañero de piso se acercaba a él y le decía: “He tenido que despertarle”. Yo sonreía y al día siguiente me preguntaba, un poco confundido: “¿Por qué mierdas no me levanto cuando suena la alarma?”. Me aterroriza la muerte, pero creo que como nunca he estado lo suficientemente cerca de ella, mi cuerpo no la recuerda. En México, la gente que más se asustaba con el estruendo de las alarmas eran los más mayores, los que vivieron el terremoto de 1985 y algunos de los que vivieron el de 2017. Ambos devastaron la ciudad. 

2. El tipo del taladro sigue reventando las paredes. Pum, pum, pum. Han llenado dos contenedores de obras en lo que va de semana. Los colocan enfrente de casa. Están repletos de ventanas, ladrillos rotos, tierra, bolsas de basura y latas de cerveza. 

3. El otro día (hace más de un mes) saqué un libro de la biblioteca. Es del escritor egipcio Naguib Mahfuz. Yo tampoco lo conocía. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1988. Leo el libro en diagonal. Me llamó la atención en su momento, pero la historia tiene demasiados diálogos. Hay arranques de genialidad como este: 

“En cierta ocasión, se le acercó Reduán cuando estaba sumido en aquella contemplación y, mirándole desdeñoso, le dijo: 

—¡Cuánto tiempo pierdes trabajando!”

No lo entiendo muy bien, pero me gusta. 

En El cielo de Madrid, de Julio Llamazares, el protagonista cuenta: “La dureza de Madrid, unida a las decepciones que la vida nos tenía reservadas, le fueron enturbiando la mirada (a ella) poco a poco, como la lluvia triste de Oviedo, hasta que se convirtieron en aquel mar de tristeza que eran sus ojos cuando nos separamos”. Me dan pena, lástima, y me hicieron pensar. Nunca me había planteado que yo y la gente que me rodea no sea capaz de conseguir lo que quiere. ¿Y si esta euforia colectiva tiene caducidad? No sabría qué hacer. ¿Y si nuestros sueños se desvanecen en la niebla de las obligaciones autofabricadas y el falso deseo de tener cosas que solo necesitamos porque las tienen los demás? A lo mejor es lo que nos espera a todos: la decadencia, la inmundicia vital, el hastío de las deudas y las bodas de otros, y en algún momento, las nuestras. Ese libro, que también saqué de la biblioteca, me tienta —está genialmente escrito—, pero no me lo voy a leer. A mí que me maten si me pasa eso. 

4. “Yo era carne de psiquiatra”, dice una señora en medio de la calle. Pero ¿no lo fue finalmente?, ¿cómo escapa uno de eso?, me pregunto. Porque quiero saberlo. Ayer a las once de la noche caminaba por Lavapiés con una amiga. Giré la esquina y allí, un poco más adelante, estaba un tipo con las manos cerradas y juntas delante de la cara. Parecía rezar una plegaria. Tenía los ojos cerrados. En un susurro le dije a mi amiga: “Mira, mira a ese tipo”, y señalé con el dedo. El hombre se dio cuenta, abrió los ojos y se acercó a nosotros. Era inofensivo —llevaba gafas gordas modernas color carne/anaranjado, pelo rizado recogido en un moño y abrigo de colores—. Nos contó que estaba rezando por una señora que acaba de pasar y a la que había visto muy perjudicada. No la saludó para no perturbarla. Es una señora que duerme en la calle en esa zona del barrio. Él la conoce, ha interactuado con ella en alguna ocasión. “Es una buena señora, tiene buen corazón, pero hemos intentado ayudarla y no hay manera”, dice el hombre moderno con ínfulas de salvador judeocristiano, “no se puede forzar a la gente a cambiar su vida”. 

5. Ibiza. Hay gente que está volando a Ibiza un martes a las 16.00. Esa gente tiene los sombreros puestos aunque en Madrid no haya salido el sol. Van en camiseta corta aunque hace frío. Y están morenos. Me ofende que estén morenos. Les veo y les odio porque yo estoy en la puerta de embarque justo al lado, yendo a una Viena cubierta de nubes por trabajo. Tampoco está mal. Pero hay gente que está yendo a Ibiza, ese lugar imposible (porque no he ido nunca) que en mi imaginación contiene todo lo que necesito ahora mismo: sol, playa y rocas. Y un mojito. Gozaría tanto si pudiera ir. ¡No pido más! Hay gente muy fea en los aeropuertos. Dios mío. Alguien llega tarde a la puerta de Ibiza. El autobús que les iba a llevar hasta el avión ha salido. “Señor”, grita el hombre desesperado. Tiene acento alemán, una melena blanca y una mujer que no dice nada a su lado. El tipo discute: “Pero nadie nos había avisado. Necesito que saques mi maleta de ahí”. El encargado, completamente apático, le dice que no se puede. “No, no podemos, ya ha salido el autobús”. El hombre se echa las manos a la cabeza, mira a su mujer, mira al encargado y se rinde. Se van de la puerta de embarque protestando. No puedo decir que haya disfrutado con esto porque seguro que el tipo encuentra alguna manera de llegar a Ibiza esta noche y bañarse en la playa antes de que se ponga el sol. “Bueno, me he reído hoy, así que creo que ya puedo morirme”, dice a sus amigas una chica justo antes de que despegue el avión a Viena. 

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Suspiro de un imberbe 

"Yo era carne de psiquiatra”, dice una señora en medio de la calle. Pero ¿no lo fue finalmente?, ¿cómo escapa uno de eso?, me pregunto

1. El obrero que reforma el local debajo de mi casa martillea las paredes con ímpetu de pájaro carpintero. Siento en los pies la vibración del suelo y mi mente se va por un instante a los terremotos de Ciudad de México que hacían vibrar levemente la tierra —la lámpara del techo se movía de un lado a otro como un péndulo— durante las noches de otoño. Nunca me levantaba a tiempo. Minutos antes de aquellos terremotos sonaba la alarma. Los altavoces instalados en las esquinas de cada manzana emitían un sonido atronador capaz de matar de un infarto al Snorlax de Pokémon. Yo no conseguía despertarme. Escuchaba el estruendo, pero mi mente integraba ese ruido en el sueño que estuviera teniendo en ese momento. Mi compañero de piso, ya vestido y nervioso, tenía que abrir la puerta de mi habitación y encender la luz para que yo me despertara. “Daniel, ha sonado la alarma”, me decía. “Ahora voy”, contestaba yo, un poco aturdido. Me ponía un pantalón de deporte que utilizaba de pijama, las zapatillas de hacer deporte —me ataba los cordones— y una camiseta. Siempre era el último en salir del edificio. En la zona de la calle que correspondía a los de nuestro edificio me encontraba con mi compañero de piso y la familia que nos había alquilado el piso. El padre, sonriente, me daba un apretón de manos de esos que da la gente que ha tenido una vida dura, intensa. Estaban a la altura de la seguridad en sí mismo con la que se movía. Mi compañero de piso se acercaba a él y le decía: “He tenido que despertarle”. Yo sonreía y al día siguiente me preguntaba, un poco confundido: “¿Por qué mierdas no me levanto cuando suena la alarma?”. Me aterroriza la muerte, pero creo que como nunca he estado lo suficientemente cerca de ella, mi cuerpo no la recuerda. En México, la gente que más se asustaba con el estruendo de las alarmas eran los más mayores, los que vivieron el terremoto de 1985 y algunos de los que vivieron el de 2017. Ambos devastaron la ciudad. 

2. El tipo del taladro sigue reventando las paredes. Pum, pum, pum. Han llenado dos contenedores de obras en lo que va de semana. Los colocan enfrente de casa. Están repletos de ventanas, ladrillos rotos, tierra, bolsas de basura y latas de cerveza. 

3. El otro día (hace más de un mes) saqué un libro de la biblioteca. Es del escritor egipcio Naguib Mahfuz. Yo tampoco lo conocía. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1988. Leo el libro en diagonal. Me llamó la atención en su momento, pero la historia tiene demasiados diálogos. Hay arranques de genialidad como este: 

“En cierta ocasión, se le acercó Reduán cuando estaba sumido en aquella contemplación y, mirándole desdeñoso, le dijo: 

—¡Cuánto tiempo pierdes trabajando!”

No lo entiendo muy bien, pero me gusta. 

En El cielo de Madrid, de Julio Llamazares, el protagonista cuenta: “La dureza de Madrid, unida a las decepciones que la vida nos tenía reservadas, le fueron enturbiando la mirada (a ella) poco a poco, como la lluvia triste de Oviedo, hasta que se convirtieron en aquel mar de tristeza que eran sus ojos cuando nos separamos”. Me dan pena, lástima, y me hicieron pensar. Nunca me había planteado que yo y la gente que me rodea no sea capaz de conseguir lo que quiere. ¿Y si esta euforia colectiva tiene caducidad? No sabría qué hacer. ¿Y si nuestros sueños se desvanecen en la niebla de las obligaciones autofabricadas y el falso deseo de tener cosas que solo necesitamos porque las tienen los demás? A lo mejor es lo que nos espera a todos: la decadencia, la inmundicia vital, el hastío de las deudas y las bodas de otros, y en algún momento, las nuestras. Ese libro, que también saqué de la biblioteca, me tienta —está genialmente escrito—, pero no me lo voy a leer. A mí que me maten si me pasa eso. 

4. “Yo era carne de psiquiatra”, dice una señora en medio de la calle. Pero ¿no lo fue finalmente?, ¿cómo escapa uno de eso?, me pregunto. Porque quiero saberlo. Ayer a las once de la noche caminaba por Lavapiés con una amiga. Giré la esquina y allí, un poco más adelante, estaba un tipo con las manos cerradas y juntas delante de la cara. Parecía rezar una plegaria. Tenía los ojos cerrados. En un susurro le dije a mi amiga: “Mira, mira a ese tipo”, y señalé con el dedo. El hombre se dio cuenta, abrió los ojos y se acercó a nosotros. Era inofensivo —llevaba gafas gordas modernas color carne/anaranjado, pelo rizado recogido en un moño y abrigo de colores—. Nos contó que estaba rezando por una señora que acaba de pasar y a la que había visto muy perjudicada. No la saludó para no perturbarla. Es una señora que duerme en la calle en esa zona del barrio. Él la conoce, ha interactuado con ella en alguna ocasión. “Es una buena señora, tiene buen corazón, pero hemos intentado ayudarla y no hay manera”, dice el hombre moderno con ínfulas de salvador judeocristiano, “no se puede forzar a la gente a cambiar su vida”. 

5. Ibiza. Hay gente que está volando a Ibiza un martes a las 16.00. Esa gente tiene los sombreros puestos aunque en Madrid no haya salido el sol. Van en camiseta corta aunque hace frío. Y están morenos. Me ofende que estén morenos. Les veo y les odio porque yo estoy en la puerta de embarque justo al lado, yendo a una Viena cubierta de nubes por trabajo. Tampoco está mal. Pero hay gente que está yendo a Ibiza, ese lugar imposible (porque no he ido nunca) que en mi imaginación contiene todo lo que necesito ahora mismo: sol, playa y rocas. Y un mojito. Gozaría tanto si pudiera ir. ¡No pido más! Hay gente muy fea en los aeropuertos. Dios mío. Alguien llega tarde a la puerta de Ibiza. El autobús que les iba a llevar hasta el avión ha salido. “Señor”, grita el hombre desesperado. Tiene acento alemán, una melena blanca y una mujer que no dice nada a su lado. El tipo discute: “Pero nadie nos había avisado. Necesito que saques mi maleta de ahí”. El encargado, completamente apático, le dice que no se puede. “No, no podemos, ya ha salido el autobús”. El hombre se echa las manos a la cabeza, mira a su mujer, mira al encargado y se rinde. Se van de la puerta de embarque protestando. No puedo decir que haya disfrutado con esto porque seguro que el tipo encuentra alguna manera de llegar a Ibiza esta noche y bañarse en la playa antes de que se ponga el sol. “Bueno, me he reído hoy, así que creo que ya puedo morirme”, dice a sus amigas una chica justo antes de que despegue el avión a Viena. 

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