Tantos planes

Me quito los auriculares que estaba usando para escribir esto y empiezo a entenderlo.

Esta tarde no tengo absolutamente nada que hacer. Estoy sentada en la terraza de la casa familiar, donde paso todos los veranos desde que me fui. Y no tengo nada previsto para las siguientes horas. Observo el cielo azulísimo (es Valencia, no hay más azul que este) y una ligera brisa mueve las plantas que tengo justo enfrente. No tengo nada que hacer. Estaba debatiéndome entre mirar el techo, así acostada boca arriba, y ponerme a pensar sobre algo que tenga ganas de imaginar (para qué recordar hoy si puedo imaginar), salir a caminar por los campos de arroz o seguir leyendo a Sábato.

Mientras yo navego entre la nada de esta tarde de verano, mi correo navega entre billetes de avión comprados para las próximas semanas, la invitación de una boda al otro lado del mundo a la que acudiré en medio año y un par de conciertos comprados con demasiada antelación. He hipotecado mi agenda y me gusta tanto como lo odio. Intento escapar de mi obsesión por ir sabiendo mientras no acabo de descubrir el truco.

Si busco en mis conversaciones: «¿qué plan tienes?» Resulta ser una de las frases más repetidas, y ganó ya hace mucho tiempo al «buenas noches». Todavía no sé como hacerlo. Miro el correo otra vez, una adicción de la que podría escribir una crónica, y en el fondo acabo entendiendo cuánto sirve ir marcando hitos, deseos que se cumplirán, lugares a los que iré, música que escucharé. Es como ir siendo feliz en anticipo.

Pero entonces me miro de reojo y me empujo: ¿dónde queda el espacio para la magia de lo que no conozco? ¿Dónde me queda esta tarde vacía?

Me quito los auriculares que estaba usando para escribir esto y empiezo a entenderlo. Llenar cada día de planes es como ir andando siempre con música en los oídos: es precioso e inspirador, energizante, pero también es una manera de llenar vacíos a los que quizás no quieras asomarte. Saber cómo se siente una tarde sin tener que hacer nada, inventándote tu vida por unas horas, mirando el techo, jugando a imaginarte otro mundo, no pensar tanto en el tercer sábado de septiembre y abrazar el azul eléctrico que ahora te impide abrir los ojos del todo. Eso es otra historia.

No saber si habrá mañana y practicarlo como una religión, estar más solo a veces, organizar un encuentro para la siguiente media hora, ni antes ni después, bajar en coche por la ruta lenta e ir parando según el apetito del corazón, escuchar el romper del mar, dejar de crear listas por un instante o quedarte unos días más. Aburrirte. Dar espacio a lo lento, a la pausa. Quedarte unos días más. Dejar de hacer tantos planes.

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Costumbres

Tantos planes

Me quito los auriculares que estaba usando para escribir esto y empiezo a entenderlo.

Esta tarde no tengo absolutamente nada que hacer. Estoy sentada en la terraza de la casa familiar, donde paso todos los veranos desde que me fui. Y no tengo nada previsto para las siguientes horas. Observo el cielo azulísimo (es Valencia, no hay más azul que este) y una ligera brisa mueve las plantas que tengo justo enfrente. No tengo nada que hacer. Estaba debatiéndome entre mirar el techo, así acostada boca arriba, y ponerme a pensar sobre algo que tenga ganas de imaginar (para qué recordar hoy si puedo imaginar), salir a caminar por los campos de arroz o seguir leyendo a Sábato.

Mientras yo navego entre la nada de esta tarde de verano, mi correo navega entre billetes de avión comprados para las próximas semanas, la invitación de una boda al otro lado del mundo a la que acudiré en medio año y un par de conciertos comprados con demasiada antelación. He hipotecado mi agenda y me gusta tanto como lo odio. Intento escapar de mi obsesión por ir sabiendo mientras no acabo de descubrir el truco.

Si busco en mis conversaciones: «¿qué plan tienes?» Resulta ser una de las frases más repetidas, y ganó ya hace mucho tiempo al «buenas noches». Todavía no sé como hacerlo. Miro el correo otra vez, una adicción de la que podría escribir una crónica, y en el fondo acabo entendiendo cuánto sirve ir marcando hitos, deseos que se cumplirán, lugares a los que iré, música que escucharé. Es como ir siendo feliz en anticipo.

Pero entonces me miro de reojo y me empujo: ¿dónde queda el espacio para la magia de lo que no conozco? ¿Dónde me queda esta tarde vacía?

Me quito los auriculares que estaba usando para escribir esto y empiezo a entenderlo. Llenar cada día de planes es como ir andando siempre con música en los oídos: es precioso e inspirador, energizante, pero también es una manera de llenar vacíos a los que quizás no quieras asomarte. Saber cómo se siente una tarde sin tener que hacer nada, inventándote tu vida por unas horas, mirando el techo, jugando a imaginarte otro mundo, no pensar tanto en el tercer sábado de septiembre y abrazar el azul eléctrico que ahora te impide abrir los ojos del todo. Eso es otra historia.

No saber si habrá mañana y practicarlo como una religión, estar más solo a veces, organizar un encuentro para la siguiente media hora, ni antes ni después, bajar en coche por la ruta lenta e ir parando según el apetito del corazón, escuchar el romper del mar, dejar de crear listas por un instante o quedarte unos días más. Aburrirte. Dar espacio a lo lento, a la pausa. Quedarte unos días más. Dejar de hacer tantos planes.

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