¿Y a quién habría de ocurrírsele ir al supermercado de El Corte Inglés la tarde del 23 de diciembre, víspera de Nochebuena? Porque yo tengo justificación, desde luego, ¿pero toda aquella gente? ¿Nunca han oído eso de que no hay que dejar las cosas para el último momento?
Yo, ya digo, no tuve más remedio. Acababa de recibir una cesta de Navidad del trabajo como Dios manda; esto es, con una pata de jamón ibérico que no merezco, pero bien que la trinco. Y como ni yo ni mis allegados estamos acostumbrados a este tipo de dispendios y carecemos de un cortador de jamón en condiciones, además de que nadie en la familia es lo suficientemente ducho con el cuchillo, en la oficina me recomendaron llevar el jamón a El Corte Inglés, de donde procedía la cesta, para que un profesional de los pies a la cabeza se sirviese del marrano a su antojo devolviéndomelo envasado al vacío pasadas las semanas.
Y con esa ambición partí de mi casa el pasado 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, rumbo a El Corte Inglés de Goya, el de la plaza de Felipe II. Al poco de salir comprobé que es considerablemente difícil, por más arreglado que vaya uno, que es como se ha de ir cuando se va a El Corte Inglés, mantener la elegancia abrazado a una pata de jamón. No calculaba yo que el pernil fuese a pesar unos doce kilos, y que los diez minutitos que separan mi domicilio de la plaza fuesen a resultar veinte con semejante lastre.
Durante el trayecto pude comprobar que la forma más cómoda aunque quizá también la más ridícula para transportar una pata de jamón es la de la guitarra. Es decir, agarrando la pezuña como si fuese el mástil, mientras que la otra mano sujeta la punta de la extremidad, logrando así un reparto del peso perfecto. Y cuando me cansaba de la postura, pasaba a cogerlo con los dos brazos de su parte más ancha, con la pata apoyada en mi hombro, que más que un jamón parecía que estaba llevando un bebé, y mientras me miraba en el reflejo de los escaparates y no podía dejar de pensar en el padrazo que seré algún día.
Cansado y atufándome el abrigo a gorrino, decidí reponer el resuello nada más entrar a los grandes almacenes con uno de mis pasatiempos favoritos. La planta cero, la que se encuentra a ras de suelo, es la destinada al universo olfativo de las fragancias de moda. Y yo, que ya de natural necesito poca tentación para entregarme a los estímulos sensoriales, y entre que necesitaba quitarme de la pituitaria el aroma a Jabugo y que soy un vanidoso, lo ví clarísimo. Y así pasé media hora de lo más lírica, con la bolsa del jamón entre las piernas y las manos ocupadas desenroscando tapas de botes y frascos, tratando de encontrar nuevas superficies de mi piel vírgenes donde atomizar las Acquas di Gios, Issey Miyakes y Tom Fords.
Vamos, que hubo un momento en el que estuve a punto de echarle colonia a la guitarra -al jamón, quiero decir- con el que ya me había dado tiempo a empatizar de tanto trasiego juntos. También valoré ponerle un nombre sugerente, como hacen esos artistas trasnochados y ridículos que bautizan sus instrumentos y luego van por los platós de televisión diciendo que su guitarra se llama Curvas o Cuerdas o Margot.
El caso es que tardé un buen rato en acordarme que estábamos a jamones, no a perfumes, que mi misión allí era mucho más explícita y que nada se me había perdido en la sección de belleza. Y fue así cómo descubrí un universo todavía más onírico. El del supermercado de El Corte Inglés, situado en este caso en la planta menos uno. Yo no sé que debió vivir Stendhal cuando viajó a Florencia para darle nombre al síndrome, pero desde luego no debió de ser muy diferente a lo que allí experimenté.
Qué productos, qué elegancia, qué bien organizado todo, qué pelazos, qué todo. Hasta me pareció ver a Juliannne Moore pidiendo número en la pescadería. No me fijé bien del todo porque enseguida una azafata amabilísima me ofreció un poco de salmón de degustación que tenían allí para paladares despitados como el mío. Riquísimo. Como el queso de dos metros más allá. Aunque no tanto como el estofado especial de unos pasillos a la izquierda. Te ven el miedo en la cara estos de El Corte Inglés. Son como los chavalitos que trabajan por la calle de voluntarios de ONGs, que si vas con prisa y decidido no te dicen nada, pero ay de ti como vayas con dudas. Y así pasó, que antes de llegar a la charcutería ya me había dado tiempo a degustar seis o siete productos navideños.
Me salió el 543 en la máquina que reparte los papelitos e impone orden y concierto, que si no fuese por ellas esto sería un caos. Se me cayó el alma a los pies cuando me fijé en el 467 de la pantalla. Su puta madre, aquello no avanzaba, técnicamente podíamos empezar a hablar de secuestro.
Poco tardé en descubrir la condición estratégica de la posición en la que me hallaba, pues la charcutería hacía esquina con una especie de almacén desde el que salían cada poco bandejas con nuevos productos a probar. Me sentía un poco como cuando en el cóctel de una boda te pones justo al lado de donde sacan el catering y siempre pillas los pinchos más calentitos. Y venga a salir bandejas, y venga a comer unas cosas riquísimas.
Claro, hasta que tocase el 543 quedaba no menos de una hora, calculaba a ojo de buen cubero, así que mi intolerancia al aburrimiento y a la espera me llevaron a un comportamiento inevitable. Con tantos números antes que el mío yo me iba autoconvenciendo. Bueno, vamos a darnos otra vueltecita, a por otra ronda, con su salmón y sus quesos y su cecina. Y con cada nuevo paseo descubría un nuevo rincón, un nuevo pasillo con un nuevo producto a degustar, con lo cual salí de allí merendado, cenado y casi casi desayunado.
Topé con una chica —la chica del caviar ya para siempre— que me explicó las cuatro o cinco variedades que había, que si esturión por un lado, que si mujol por el otro, y yo poniendo mi mejor cara de cuéntame más. Si yo en mi puta vida he comido caviar. Desde luego no sé cómo puede haber gente que no le guste la Navidad, si esto es divertidisimo.
En puridad reconoceré que acabé cogiéndole el gustillo a lo que minutos antes habría de considerar poco menos que un rapto. Era como si aquel supermercado de El Corte Inglés me hubiese atrapado y yo solo buscase excusas para quedarme ahí dentro, suspendido en un limbo donde el paso del tiempo, el cronológico y el atmosférico, no existiese.
Ayudaba también que la muchacha del caviar me sonreía cada vez que paraba a por mi ración de cada cuarto de hora, yo creo que descubrió que no tenía ni idea de caviares, y que cada vez que pasaba me hacía torpemente el digno, y eso le hace gracia. También puede ser que le gustase un poco. Y no me lo explico, porque a mi presencia le acompañaba un olor inenarrable fruto de la mezcla de variadas colonias, jamón, quesos, salmón, roscón, huevo hilado y alguna cosa más que no recuerdo. Vamos, que di las gracias a Dios de que entre tanta orgía de producto navideño no ofreciesen también vino, porque si eso llega a pasar yo no sé cómo hubiese hecho para volver a casa.
Pues así estuve un rato. Ya que no salgo en nochevieja, putivuelta en El Corte Inglés. Para lo que hemos quedado. No sé qué extraño simbolismo escondían aquellos pasillos, pero yo no podía dejar de verlo todo como una acertada metáfora de mi vida sentimental. Porque si a la del caviar le podía hacer más o menos gracia, a la del del salmón la tenía decepcionadisima, viéndome que solo me acercaba a ella por el interés del momento y luego no quería nada serio. Claro que peor era la del estofado, que me recibía cada vez con una peor cara de asco, despreciando sin disimulo lo que en su mente representaba aquel perfecto cabrón y espabilao.
Por fin me tocó el turno. Cargado con el jamón bendito y con los bolsillos del pantalón llenos de palillos, de cucharillas de plástico, de tiritas perfumadas de Acqua di Parma y de su puta madre, en la pantalla se iluminó el 543 de mi vida y de mi corazón. Le expliqué al charcutero mi situación, que de tan sorprendente que debió parecerle la delegó en un superior, y fue éste quien, después de pasar unas dos horas de la tarde del 23 de diciembre, víspera de Nochebuena, en El Corte Inglés, me informó de que el encargo no era posible ese día, y que lo sentía muchísimo, pero que debía pasarme a partir de la próxima semana para que me tomaran nota. Me hizo el hombre más feliz del mundo.