Esta chica está falta de amor.
“Todos quietos que aquí estoy yo”.
Y me miran con admiración:
“¡Qué torero, qué gran corazón!”
(Quemasangre, Los Lagos de Hinault)
Hay una escena de En Tierra Hostil (The Hurt Locker, Kathryn Bigelow, 2008) en la que su protagonista, un artificiero no se sabe muy bien si algo kamikaze, persona con necesidad de generar adrenalina de forma constante so pena de aburrirse (o morir, a lo Jason Statham en la demencial película Crank) o lo que sea que fuere que le causa un evidente desapego por la tranquilidad cuando no por su propia integridad física, se ve despojado del que es el hábitat en el que mejor se desenvuelve para ser arrojado de forma inmisericorde a las garras de un territorio tan banal, común y plomizo como pueda ser un supermercado. El espectador asiste conmocionado a ver a un Jeremy Renner que se desenvolvía hasta entonces a la perfección desactivando bombas -y pecheando con su cuadrilla de soldados en los tiempos muertos entre nuevos artefactos que detonar de forma segura- sufriendo una especie de stress post traumático generado, irónicamente, por la ausencia de estímulos en naturaleza mortal resultantes de elegir entre Ketchup Heinz o Salsa Chovi, brete en las antípodas de lo que es tener que elegir entre cables a cortar. A nadie se le escapaba viendo En Tierra Hostil que hay algo que no funciona muy allá en la cabeza de ese personaje para, además de sentirse cómodo sólo cuando la muerte le sopla la nuca, a veces, no siéndole suficiente las bombas armadas por terceros, entrar él a añadirle una pizca adicional de peligro e incrementar las posibilidades de morir yendo sin traje de seguridad, sin las ayudas técnicas recomendadas en el gremio de artificieros o lo que fuese que improvisase sobre la marcha en aras de complicarse la vida y las posibilidades de volver a su casa cómodamente sentado en un avión y no tumbado en una caja de madera.

En el pre-estreno de Tardes De Soledad he visto muchas películas* en una. La sensación que prima en la película que concierne a quien más tiempo ocupa en pantalla (con permiso del toro, el gran protagonista de calle), el torero Andrés Roca Rey, es la de haber visto algo muy parecido a En Tierra Hostil si nos atenemos a la necesidad de enfrentarse a la muerte a todas horas que tienen el torero y el artificiero. Ambos son personajes que, sacados del que es su entorno favorito, se desenvuelven de manera lacónica cuando no ausente o rayana en lo border line: tan torpe es Jeremy Renner en el trato con el resto de su escuadrón de combate como el torero en la camioneta no teniendo nada que decir antes los continuos elogios de su cuadrilla. Es más: si a Jeremy Renner le exaspera el trámite de acudir al supermercado en su brutal inanidad y ofensiva ausencia de peligros mortales, a Roca Rey le crispa lo que tarda un ascensor en descender a la planta baja del hotel camino al ruedo y su trato con los humanos se limita a devolver una sonrisa o acceder a un choque de manos a los taurinos que le felicitan tras una faena. Incluso ambos presentan conductas ritualizadas al extremo tocantes al TOC y los ámbitos de las conductas compulsivas: Jeremy colecciona rastrojos de bombas desactivadas, mientras que Roca Rey tiene una serie de fetiches sobre los que se santigua y efectúa ritos de repetición. ¿Lo que pide con ello, con el rito ceremonial? Ni idea: sólo él sabe si será no morir en el ruedo, espantar la mala suerte de un toro manso o nada, simplemente tira adelante con su rito porque empezó a hacerlo un día sin mayor razón y en ello sigue.
Albert Serra, tras la muerte de Fernado Fernán Gómez, es el último intelectual del mundo de la cultura que queda en España. Es una persona listísima, con una bagaje cultural que poca gente hay en este país que se le equipare y, encima, con un sentido del humor que le permite prestarse a documentales maravillosos tipo aquel para TV3 en el que iba de su casa en Barcelona a su auténtica casa en Banyoles para visitar el hogar del jubilado y a varios familiares y amigos y mostrarse como una persona reacia a hablar de amor por serle esta cuestión un asunto incognoscible. Al afrontar Tardes De Soledad hay que añadirle a modo de mérito el saber pillar a pie cambiado las expectativas de la gente y, a la hora de presentar el film ya acabado, no hacer alarde de sapiencia sobre un mundo muy concreto, tradicionalista y codificado al extremo (el mundo taurino, con una semiótica que emana de la lidia y el folklore que la rodea para nadie desconocida a estas alturas de la vida), que para ver otro documental de toros ramplón sobre lo de siempre y desde las mismas perspectivas de cada vez que se trata el asunto Serra no está: ha hecho una película que, de nuevo, entronca con dos de sus mayores temas recurrentes en su espectacular filmografía, la muerte (presenta ya en esa joya irrepetible que era Crespia**, el agro musical del que a veces reniega) y la decadencia (cualquier peli de las hechas hasta ahora trata en menor o mayor medida esta cuestión, y es obvio que la lidia en sí presenta una curva de decadencia que la conduce al anacronismo). Tardes De Soledad es casi una película abstracta sobre la muerte: salvo los tiempos muertos que acontecen entre faena y faena en la furgoneta/minibus de la cuadrilla (todo un hallazgo humorístico gracias al desparpajo de los picadores y apoderados) Albert ofrece un enfoque que aísla con la composición de plano a toro y torero tanto del gentío (del que sólo permanecen los vítores, abucheos y frases sueltas) como de la propia geometría del ruedo, omitiendo el perímetro circular de éste y optando en el 90% de los planos por dejar a los protagonistas jugando a un extraño juego que no deja de ser el ajedrez de El Séptimo Sello (Ingmar Bergman, 1957) con distintas reglas pero idéntico resultado de final de partida.

Albert ha esculpido una película que refrendará los prejuicios de antitaurinos contra taurinos y viceversa en la misma medida que apuntalará los sesgos de cada una de estas dos posiciones irreconciliables, puesto que no omite ni obvia nada de lo que es el toreo en su esencia*** y por ello, en lógica concordancia, se alternan secuencias de alto, altísimo poder estético y otras brutales y cruentas a extremos difíciles de soportar. Una película que según algunos es el testimonio definitivo de un no arte condenado a una extinción bien merecida y, según los otros, la mejor defensa posible de una tradición que merece sobrevivir en el tiempo. En todo caso, por fin una película de toros es mejor que la grandísima El Monosabio**** (Ray Rivas, 1977).
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* Una peli de las muchas que son Tardes De Soledad, e igual la más curiosa, es la que acontece cuando Roca Rey está medio desnudo dispuesto a ponerse el traje de luces: si se aíslan fotogramas de esa secuencia conforme se va vistiendo perfectamente podría parecer estamos ante una especie de continuación apócrifa del Querelle de Fassbinder o una muy rara de transformismo y travestismo de la transición a juzgar por la desnudez masculina, el peinado de Roca Rey, el traje de lentejuela extrema y el mobiliario de épocas pretéritas que ofrece el Hotel Ritz.
** En Crespia asistíamos a una cuasi comedia documental que devenía en tragedia articulada en su tramo final en torno a la muerte de un chaval por el que brindaba sin juzgar ninguna de sus decisiones el gran Lluis Carbó. Actor al que, por cierto, el picador de la cuadrilla de Roca Rey, con su ligero parecido a un Chiquito de la Calzada joven en esbelto y muy semejante en su modo de expresarse, ojalá Albert haya encontrado a su nuevo actor fetiche tras la muerte de Lluis en 2016
*** La idea de centrarse exclusivamente en lo que acontece en la arena, con el tiro de cámara jamás recogiendo rostros del público ni elementos exógenos a lo que es el duelo Torero Vs Toro, además de permitir exaltar el apartado estético de la lidia, hace otro tanto de lo mismo con la agonía y el sacrificio final de los toros. Albert no omite ni belleza estética ni brutalidad y muerte, en un ejercicio si no neutral en cuanto al enfoque elegido al menos ecuánime si nos atenemos al trato dado a toro y torero.
**** No tiene nada que ver esta nota al pie, es simple publicidad encubierta del bar taurino de un amigo: Restaurante Miguel Ángel, en la Calle Tiberiades nº 8 de Madrid. El mejor bar de España.