“Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame”.
Miguel Hernández
Amanece en Valencia. A un lado del puente, mi madre se perfuma. Toma su café descafeinado con dos cucharadas de azúcar y sale a trabajar. Al otro lado del puente el olor es ya insoportable. Piden ansiolíticos.
Un valenciano es fácil de detectar. Bien sobón y mucha chepa. Caras arrugadas de haber sido muy joven en la Spook. Siempre van detrás de la madre. En sus manos, olor a romero. En sus bolsillos dinero que pierden, que se les cae, que regalan. En sus coches aún resuena Dunne mientras pronuncian con la voz gruesa: Esssspiraaaaalllll. Una lágrima cae si recuerdan a algún viejo amigo que ya no está.
El que no conoce a un valenciano, a cualquier santo le reza.
A mí no me sorprendió que arrojaran barro a los reyes. He crecido viendo a valencianos levantar tractores con las manos. Fuerza bruta. Los he visto desfilar en tribu. Deslomados en el campo, en la obra, en la fábrica. A mí no me sorprendieron los improperios que lanzaron a Mazón. Los insultos más bárbaros que escuché jamás, los escuché en valenciano.
La abuela de mi prima Nayara nunca te llamaría fea. Diría, sin embargo:
TERE: Aquesta xiqueta no té res que agrair-li a la mare de Déu
¿Tú no has visto a un valenciano decir “pels meus collons que això entra”? Pues entonces claro: El que no conoce a un valenciano, a cualquier santo le reza.
El pueblo valenciano está a la altura. Pero el pueblo valenciano está agotado y viejo. Permanece el orgullo. Permanece la herencia. Una herencia que creíamos ya olvidada. Pero que viaja por la sangre.
Soy hija de valencianos. Sé leer sus caras. Entre paellas, he podido distinguir comportamientos, expresiones y dolores que ahora salen a flote y me hacen pensar en la experiencia compartida. Lo empiezo a intuir cuando llego a Sedaví y mi colega Jorge me recibe con una sonrisa que no flaquea. A mí se me cae la esperanza al tobillo en cuanto entro. Doce personas vivían en esta alquería. Incluidos niños. Un palmo de barro líquido me recibe a la entrada. Pero venga, xe, manos a la obra. Será en el descanso, cuando fume un cigarro con mis amigas, donde lo veré claro: Todos estos que estamos aquí y ahora, hemos tenido a la misma madre y al mismo padre. Ahora sólo reproducimos. Y bendito sea. Qué buen equipo.
Mi madre aguarda la rabia interior junto a la astucia. Sabe organizar el odio. Sabe a dónde dirigirse. Es afilada con el vocabulario. Mi padre es la fuerza desmedida y descontrolada. Primero lanza el “hijo de puta” y luego pregunta “¿A quién se lo estamos diciendo?”. Primero el puño y luego ponemos las cosas sobre la mesa. Pedirá perdón si lo cree conveniente. Se derrite rápido. Es todo corazón. Como mi abuelo. Mi abuelo lo arreglaba todo con cinta adhesiva. Lo peor es que le funcionaba. Me lo imagino ahora sellando las puertas de su pueblo, Requena, con celo. Reformado los puentes con celo. Cabezón y persistente: ya te digo yo que lo arreglo. Mi tío Nelo que debe estar de arriba a abajo cagándose en Dios. Fuerza bruta. Mi abuela haría volar sus pastilleros por el balcón a modo de farmacia ambulante. Pegada al teléfono expandiría nuevos bulos. Una Ana Rosa Quintana pero de las buenas.
De vuelta a casa, Paloma me dice que parece que haya habido una invasión zombie. Yo le respondo que a mí me parece más el fin de una guerra civil. Sobrevive una mesa del bar. Cuatro patas ya frágiles sostienen a dos obreros con cara de fumar cigarros de dos en dos. Entre el fango y la mugre, piden una cervecita. La engullen entre risas. Todos tenemos derecho a un banquete; ¿no, Platón? Aunque sea entre desgracia, unos whiskys o unas copas.
Platón defiende que cuanto más se bebe, más alegre te pones. Claro que no quieres dejar de estar en el banquete. Ellos estaban hasta el final de la noche. La gente miraba desde fuera y seguían viendo a Sócrates dialogando, vino en mano, con el resto de comensales. Dice Platón que ahí está la felicidad: en compartirla con los demás. Yo veo algo de alcoholismo y soledad. Aún así, me quedo observando la postal que me ofrecen y deseo con todas mis fuerzas que se alargue en el tiempo, que no tengan que volver aún a la feina.
Leí a un tío en Twitter decir una chorrada que hoy me resuena: “También habría que donar tabaco a Valencia”. Son cientos los bares donde he visto amanecer a los ya cascados. Ese ritual divino que tanto he observado: el crujido de los cacaus, crac crac crac y el rechupeteo de les olives. Son cientas las veces que he visto sus cabezas voltearse hacia atrás para tomar ese chupito de cassalla o el famoso cremaet tras llenar sus estómagos con bocadillos del tamaño de un brazo. Possa’m un blanc i negre, un chivito o un almussafes. La cultura de "El Esmorzaret”. Acto seguido, un cigarrillo cae del cielo y se introduce en sus labios. De dos caladas he visto a valencianos fumarse un cigarro entero. Y, ala, a la feina. Han desaparecido los bares y, con ellos, los rituales. Ya no se oye el carraspeo. Ya no se oye el sonido de la cafetera, ni se mueven los brazos a modo de seña para pedir “la dolorosa”. A más de uno le vendría bien un cigarrito. Un banco donde sentarse, maldecir al cielo, escupir para arriba. Calada larga…. y sólo entonces, seguir. Esta es la gran historia de los fumadores. Fumar para sostener el minuto previo a que todo estalle.
El otro día me pareció una chorrada. Ahora lo entiendo.
Hoy despierto y me sabe la boca a barro. Tengo sueños donde bebo barro. Me como el barro hasta que desaparece de la calle. Me lo como sin masticarlo hasta que se me caen los dientes. Me llamo barro aunque Nadia me llame. El dolor es masivo. Mi madre mete la ropa repleta de fango en la lavadora repitiendo aquella idea que vuela por mi cabeza: da igual donde vayas, caerás como un ángel. Paloma tiene grandes dolores de espalda y aunque dice que cuando me conoció no le pareció que tuviese cara de valenciana, sé que hoy lo intuye.