“Colgar del cuello como las reses.
Comer arterias, comer las heces.”
(Gore, El Chivi)
Me he subido tardísimo al carro de Terrifier, lo admito. Tardísimo pero a tiempo para anticiparme al resto del público asistiendo al pre-estreno de la tercera entrega de la saga*: lo que empezó con un “¿y si vemos una del payaso ese?” a novia hace bien poco ha derivado en una obsesión y entusiasmo por esta franquicia que no sentía desde, no sé, ¿The Human Centipede? Y ojo, que es injusto denominarla franquicia pese a acabar de incurrir en ello: el hecho distintivo de las franquicias (más específicamente, las franquicias de terror) suele ser que prepondera lo mercantil sobre lo artístico, o lo que es lo mismo, que los dos o tres factores que dotan de identidad a una saga permanezcan inamovibles y en torno a estas cuestiones férreas se incorporen y desaparezcan de una entrega a otra actores, actrices, directores, guionistas y hasta técnicos de sonido sin visos de continuidad ni mucho menos relevancia más allá de ser carne de cañón para un fin en la ficción (morirse, mayormente) o en la industria cinematográfica.
Lo mercantil no es baladí, claro: a poco que se revise la historia del cine se caerá en la cuenta de que, sin panoja, un proyecto rara vez pasará de una escaleta a la pantalla, o que por mucho bagaje y reputación que tenga un director, si este lleva a la quiebra a una productora (a lo Michael Cimino) pues ya puede ir haciéndose a la idea de que ahí se acaba su carrera en el cine. En la actualidad, despojadas de los absurdísimos costes de marketing y posicionamiento en la lista mental de prioridades que ver en un cine, las películas han aminorado el coste mínimo en el que incurrir para sacarlas adelante, independientemente de que su acabado sea lustroso o trazable hasta atribuirlas haber sido concebidas en una cochiquera. Toda esta chapa que ni Errejón dimitiendo para decir que Terrifier 3, en lo mercantil, es un producto inteligentísimo por tres razones:
1, manejar un presupuesto que garantice rentabilidad a poco que se licencie a plataformas y que, de tan irrisorio, no sustraiga el control sobre el acabado de las manos de su creador para supeditarlos a consejos inversionistas,
2, estrenarse casi tres semanas antes de Halloween (en EEUU) para asentarse a clavo grapado en lo que ya era su hábitat natural,
y 3, salirse de lo que un coach o deficiente mental llamaría su “zona de confort” para aventurarse en un territorio mucho más apto a hacer números de récord: la Navidad**
Aquí de lo que hablamos ya es de la primera saga de terror de autor desde aquella mítica Phantasma de Don Coscarelli. Leone no sé si es listo o del montón, pero sí que resulta obvio que, como fan, es de los que prefieren que existan huecos a rellenar en mitologías confusas (cuando no incoherentes) a que a se les dé mascado todo a los espectadores y su labor quede en la de meros comensales, nada de pararse a conjeturar ni mucho menos a unificar unos puntos que ya vienen unidos y sin huecos que rellenar. En Terrifier tenemos desde la primera entrega unas tramas en retrospectiva y con elipsis temporales que son el primero de los numerosos elementos que generan confusión, terminando por lanzarse en esta tercera entrega a un desideratum de fantasía donde aparecen ángeles valkiria, pórticos interdimensionales (¿o es el averno con lo que se establece un canal?), personajes que dentro de la propia película tienen que lanzar sus propias teorías (las cartas manuscritas del hermano a la protagonista) o que reniegan de la fantasía irreal que ha tornado real para intentar conservar la cordura (la propia protagonista intentando no inmiscuir a su prima menor en la maldición que la atañe). Hay un mundo tan rico en digresiones sobre la identidad inicial de la franquicia (un payaso humano matando a todo aquel con quien se cruza, básicamente***), un sembrar iteraciones para luego sorprender rompiéndolas o transgrediéndolas en posteriores entregas de la saga, que pocas veces se ha tenido esa sensación viendo un slasher de que lo único seguro es que la gente va a morir de una manera dolorosa al extremo. O no: en el sublime prólogo Leone se recrea con la duda que establece en el espectador respecto a si el payaso también se atreverá con el tabú de matar a los niños. O, yendo más allá, si se atreverá a mostrarlo en pantalla.
Obviamente, la gente no va a ir a ver esta tercera parte por ser un ejercicio autoral personalísimo en fondo y forma ni por la extrañísima densidad emocional que alcanza en las secuencias dramáticas****, elemento este rarísimo de ver más allá de Heather Langenkamp quedándose cada vez con el pelo más blanco en la primera de Pesadilla En Elm Street de tanto stress post-traumático o a Sarah Polley encerrándose en un baño a llorar mientras asimila todo en Amanecer De Los Muertos 2004. La gente va por la sangre, por el gore; al salpicón y a que le den la mejor pieza de la carnicería. Y, en este sentido, el curioso fenómeno -comentado por mucha gente en IMDB o redes sociales- que involucra a padres llevando a sus hijos menores (a petición de estos últimos, no como castigo ni con fin disuasorio) a ver al payaso da con la clave de por qué es tan fascinante Art el artista: en su caos imprevisible, en su polarización extrema entre secuencias de estar eviscerando a alguien para en la siguiente estar fregando unos platos o sujetando una puerta para que pasen otros (en un civismo que le situá muy por encima de cualquier consultor de Deloitte en su trato diario con el personal de limpieza y conserjería), en ese pasar de generarte un miedo infinito de anticipar qué te pasaría de coincidir con él a hacerte reír en alto con su mímica mongola, raro será que los nanos no vean en Art lo que su comportamiento evidencia que en realidad es: un minion con cierto gusto por matar personas. Unos y otro, minions y payaso, comparten idéntico gusto por ir cual pollo sin cabeza, no entender ni adscribirse a ninguna norma y ser parcos en palabras si no mudos. De hecho mi teoría es que si a Art el payaso le quitas los harapos lo que hay debajo son 3 minions en formación de casteller liándola fina.
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*Damien Leone ha confirmado ya que habrá Terrifier 4, cosa que tampoco precisaba de confirmación oficial viendo el final abierto de esta tercera entrega y los impresionantes números en taquilla en términos de rentabilidad. Con lo cual ya se trasciende la trilogía y a saber cuánto pueden estirar el chicle.
**Terrifier 3 se incorpora a ese grupo de películas navideñas bizarras en el que ya estaban Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick), Prometheus (Ridley Scott), El Día De La Bestia (Alex De La Iglesia) o Tangerine (Sean Baker) y que ejercen de contrapeso a las clásicas emisiones en esas fechas de Batman (la de Burton) o Qué Bello Es Vivir.
***Aquí es sensacional la dupla matarife que forma el payaso con Victoria, la chica a la que le come la cara en la entrega inicial. Establecen una relación tan de matrimonio a lo Pepa y Avelino cuando preparan sus herramientas de tortura (él a las cosas del bricolaje, ella a la crianza y doma de ratas, ambos mirando aburridos cada uno al otro) y se compenetran tan a la perfección a la hora de uno inmovilizar a la víctima y la otra devorarle vivo que desde ya pasan al inconsciente colectivo de parejas míticas del terror. O entidad disociada, puesto que bien pudiera ser que el payaso se manifieste oralmente a través de Victoria y que ambos no sean más que el fruto de una única posesión bilocada que les maneja a la manera de un ventrílocuo multitarea.
**** En lo que concierne a cómo lidia la protagonista con los hechos de la anterior entrega y con que esto vuelva a su vida con el fin (enunciado por Victoria) de causarle el mayor dolor y martirio posible, Terrifier 3 es una película con una atmósfera deprimente y devastadora, algo ajeno por lo general no solo al cine “normal”, donde te la bufa todo personaje de plano que suele ser, sino al cine de terror en particular. Hay un aire en esas secuencias a medio camino del telefilm más sórdido que quepa imaginar y del naturalismo del cine de los hermanos Dardenne o Fien Troch, con una composición de planos, iluminación e interpretaciones que no pueden ser casualidad la sintonía en la que van a la hora de buscar provocar esa bajona específica.