Threads y Carlos Boyero

Le encuentro la gracia a haberme convertido en una especie de crítico de cine borracho y gruñón en los albores de mis treinta, un cuñao en agraz todavía con pelo y tipín.

Sucede cada vez que entro a cualquier red social. El patrón es idéntico en cualesquiera de ellas, pese a mi reticencia inicial y a mi interés nulo en el contenido que se me muestra con insistencia rauwalejandresca. A saber, vídeos en vertical de cuentas que no me interesan lo más mínimo que muestran gente que no conozco en lo que parece ser un estudio o un plató que no me suena de nada, ni el espacio físico ni los rótulos ni la decoración ni la espumilla del micro; gente quejándose de algo, nunca acabo de saber exactamente de qué, pero siempre quejándose.

A la queja oral le acompaña la misma queja escrita, en forma de subtítulo amarillo que, tampoco sé por qué, logra atraer mi mirada hacia sí en lugar de hacia el rostro o la boca del desconocido quejica, lo cual es absurdo porque el castellano es mi lengua materna e ignoro qué poder de fascinación guardan los subtítulos en amarillo para que mi mirada los prefiera de manera inconsciente a los ojos o a los labios de los parlantes.

Tengo la sensación de que con subtítulos o sin ellos (pero siempre es con) todo el mundo se queja todo el rato y no sólo eso, sino que tiene motivos para hacerlo, mientras yo no encuentro ni uno sólo para decir esta boca es mía (así me va), lo cual me hace sentir tremendamente incoherente con mi tiempo o quizá sólo con mis coetáneos o puede que incluso con mis algoritmos, que parece ser que no me conocen tan bien como yo creería creer. Y esta desconocida realidad me hace plantearme si no estaré viviendo yo en un anacronismo sentimental o al menos digital, dándome una absoluta indiferencia lo primero pero una rabia terrible lo segundo, ¡yo quiero que mis algoritmos lo sepan todo de mí, coño!

Mis incongruencias me definen, qué aburrido sería si no lo hicieran. Porque evidentemente vengo a esta página blanca tan limpita y tan cuidada a quejarme, como si fuese uno de esos protagonistas anónimos de los vídeos con subtítulos amarillos. A pesar de mi esfuerzo contra la tendencia a patologizarlo todo, confieso haberle encontrado un cierto puntito a la queja. Se está a gusto al calor de la victimización, en esa búsqueda de la empatía ajena a través del dolor o de la estupidez compartida o de los traumas no cerrados y sin embargo aireados. Le encuentro la gracia a esto de ser un cascarrabias y un rezongón de vez en cuando, en haberme convertido en una especie de Carlos Boyero en los albores de mis treinta, un cuñao en agraz todavía con pelo y tipín. Supongo que con lo de ser un gruñón pasará igual que con la cursilería y con las drogas, que de vez en cuando un poquito viene bien, incluso es hasta necesario, el problema es abusar de ellas. Lo importante, tanto con la rezongonería como con la cursilería y desde luego con las drogas es no aburrir.


Y el motivo de mi queja, y por tanto de mi extravagante gozo, nace de la irrupción de una nueva red social que tiene pinta de ser completamente adictiva y que hará mis días todavía más improductivos de lo que ya son, me generará una mayor dependencia del móvil y sólo me traerá frustración, ansiedad social, envidia y vanidad. Y por supuesto tiene un nombre anglófilo, a pesar de que es el nuestro un idioma óptimo para nombrar este tipo de plataformas. Visualizo lo bien que quedaría una aplicación para ligar llamada cuernos o una para comprar cosas que no necesitamos llamada caprichitos.


Pero no, el nuevo juguete responde al nombre de Threads, y es como Twitter diseñado por Instagram (ojo al concepto y a la inferioridad manifiesta del inglés para bautizar este tipo de inventos). Y temo que, de consolidarse(y todo parece destinado a ello), se una al catálogo infinito de pasatiempos que contribuyen a esta sensación de exigencia de hiperproductividad del tiempo libre, de necesidad de exprimir cada minuto fuera del horario laboral, de estajanovismo que no contempla más que la producción perpetua, incluso del ocio.


Y me quejo, claro que me quejo, aunque sin subtítulos, porque siento que estoy a media red social más de colapsar, porque no sé si puedo entregarle no creo que mi cuerpo y alma pero desde luego sí mi tiempo a nuevos algoritmos, si podré compaginarlo con leer la última novela de moda, ver series, ir al cine, estar al día de la actualidad política, económica y deportiva del mundo, de España y de mi comunidad, tener una opinión perfectamente formada sobre la última polémica viral en Twitter, hacer ejercicio tres veces por semana y mantener una dieta equilibrada sin excesos, pero tratando de llevar una vida social relativamente satisfactoria, y lo mismo que lo anterior pero cambiando “social” por “sexual” y quitando las dos palabras siguientes, viajar, escuchar podcasts en inglés, si es posible aprender un nuevo idioma, mantener unas redes sociales activas, especialmente LinkedIn, tratar de no perder definitivamente el contacto con aquellos amigos a los que una vez quise, ir al mayor número de conciertos de mi ciudad, que para más inri es Madrid, por lo que la tarea se antoja complicada, recordarle cada poco a mi familia que tienen un hijo, un nieto o un hermano que les quiere aunque no se lo diga y, por supuesto, quejarme de los muchísimos planes que tengo el inmenso privilegio de poder acometer y la amarga desdicha de no saber gestionar.


Ser moderno es agotador. Definitivamente prefiero ser Carlos Boyero.

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Threads y Carlos Boyero

Le encuentro la gracia a haberme convertido en una especie de crítico de cine borracho y gruñón en los albores de mis treinta, un cuñao en agraz todavía con pelo y tipín.

Sucede cada vez que entro a cualquier red social. El patrón es idéntico en cualesquiera de ellas, pese a mi reticencia inicial y a mi interés nulo en el contenido que se me muestra con insistencia rauwalejandresca. A saber, vídeos en vertical de cuentas que no me interesan lo más mínimo que muestran gente que no conozco en lo que parece ser un estudio o un plató que no me suena de nada, ni el espacio físico ni los rótulos ni la decoración ni la espumilla del micro; gente quejándose de algo, nunca acabo de saber exactamente de qué, pero siempre quejándose.

A la queja oral le acompaña la misma queja escrita, en forma de subtítulo amarillo que, tampoco sé por qué, logra atraer mi mirada hacia sí en lugar de hacia el rostro o la boca del desconocido quejica, lo cual es absurdo porque el castellano es mi lengua materna e ignoro qué poder de fascinación guardan los subtítulos en amarillo para que mi mirada los prefiera de manera inconsciente a los ojos o a los labios de los parlantes.

Tengo la sensación de que con subtítulos o sin ellos (pero siempre es con) todo el mundo se queja todo el rato y no sólo eso, sino que tiene motivos para hacerlo, mientras yo no encuentro ni uno sólo para decir esta boca es mía (así me va), lo cual me hace sentir tremendamente incoherente con mi tiempo o quizá sólo con mis coetáneos o puede que incluso con mis algoritmos, que parece ser que no me conocen tan bien como yo creería creer. Y esta desconocida realidad me hace plantearme si no estaré viviendo yo en un anacronismo sentimental o al menos digital, dándome una absoluta indiferencia lo primero pero una rabia terrible lo segundo, ¡yo quiero que mis algoritmos lo sepan todo de mí, coño!

Mis incongruencias me definen, qué aburrido sería si no lo hicieran. Porque evidentemente vengo a esta página blanca tan limpita y tan cuidada a quejarme, como si fuese uno de esos protagonistas anónimos de los vídeos con subtítulos amarillos. A pesar de mi esfuerzo contra la tendencia a patologizarlo todo, confieso haberle encontrado un cierto puntito a la queja. Se está a gusto al calor de la victimización, en esa búsqueda de la empatía ajena a través del dolor o de la estupidez compartida o de los traumas no cerrados y sin embargo aireados. Le encuentro la gracia a esto de ser un cascarrabias y un rezongón de vez en cuando, en haberme convertido en una especie de Carlos Boyero en los albores de mis treinta, un cuñao en agraz todavía con pelo y tipín. Supongo que con lo de ser un gruñón pasará igual que con la cursilería y con las drogas, que de vez en cuando un poquito viene bien, incluso es hasta necesario, el problema es abusar de ellas. Lo importante, tanto con la rezongonería como con la cursilería y desde luego con las drogas es no aburrir.


Y el motivo de mi queja, y por tanto de mi extravagante gozo, nace de la irrupción de una nueva red social que tiene pinta de ser completamente adictiva y que hará mis días todavía más improductivos de lo que ya son, me generará una mayor dependencia del móvil y sólo me traerá frustración, ansiedad social, envidia y vanidad. Y por supuesto tiene un nombre anglófilo, a pesar de que es el nuestro un idioma óptimo para nombrar este tipo de plataformas. Visualizo lo bien que quedaría una aplicación para ligar llamada cuernos o una para comprar cosas que no necesitamos llamada caprichitos.


Pero no, el nuevo juguete responde al nombre de Threads, y es como Twitter diseñado por Instagram (ojo al concepto y a la inferioridad manifiesta del inglés para bautizar este tipo de inventos). Y temo que, de consolidarse(y todo parece destinado a ello), se una al catálogo infinito de pasatiempos que contribuyen a esta sensación de exigencia de hiperproductividad del tiempo libre, de necesidad de exprimir cada minuto fuera del horario laboral, de estajanovismo que no contempla más que la producción perpetua, incluso del ocio.


Y me quejo, claro que me quejo, aunque sin subtítulos, porque siento que estoy a media red social más de colapsar, porque no sé si puedo entregarle no creo que mi cuerpo y alma pero desde luego sí mi tiempo a nuevos algoritmos, si podré compaginarlo con leer la última novela de moda, ver series, ir al cine, estar al día de la actualidad política, económica y deportiva del mundo, de España y de mi comunidad, tener una opinión perfectamente formada sobre la última polémica viral en Twitter, hacer ejercicio tres veces por semana y mantener una dieta equilibrada sin excesos, pero tratando de llevar una vida social relativamente satisfactoria, y lo mismo que lo anterior pero cambiando “social” por “sexual” y quitando las dos palabras siguientes, viajar, escuchar podcasts en inglés, si es posible aprender un nuevo idioma, mantener unas redes sociales activas, especialmente LinkedIn, tratar de no perder definitivamente el contacto con aquellos amigos a los que una vez quise, ir al mayor número de conciertos de mi ciudad, que para más inri es Madrid, por lo que la tarea se antoja complicada, recordarle cada poco a mi familia que tienen un hijo, un nieto o un hermano que les quiere aunque no se lo diga y, por supuesto, quejarme de los muchísimos planes que tengo el inmenso privilegio de poder acometer y la amarga desdicha de no saber gestionar.


Ser moderno es agotador. Definitivamente prefiero ser Carlos Boyero.

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