“¿Te acuerdas de cuando estabas delgada de verdad?” Esa es la pregunta que mi mente —cruel— lleva repitiéndose las últimas semanas cada vez que entra en una red social.
Convivir con la violencia hacia el propio cuerpo siendo mujer es habitual. Agotadora, excesiva, constante. Me quiero arrancar la piel antes de salir de casa, ojalá ocupara menos espacio en el asiento del metro, borra esa foto mía que has subido a la historia que salgo fatal, mi cuerpo no es normativo y así nunca voy a gustar.
Admiro infinito a las personas que han sido capaces de emanciparse del ojo patriarcal y viven en paz con su propio cuerpo, envidio a aquellas que no han sufrido agresiones sexistas ni han romantizado la extrema delgadez. Pero sé que el salvajismo perfeccionista nos ha atravesado a todas en algún momento.
Por eso no me puedo enfadar con las —decenas de— artistas y referentes internacionales que, durante el último año, han abandonado el discurso del amor propio y el bodypositive por unas cuantas jeringuillas de ozempic. Cada una hace lo que puede y lo que quiere con su cuerpo. Aun así, me pone triste.
Un fenómeno así solo evidencia una cosa: que la regresión a los 90s es total y que el movimiento del amor propio nunca podrá triunfar del todo. Se esfuma ante el primer diminuto mecanismo de salida porque la aspiración a la delgadez es un sentimiento anclado en lo más profundo de nuestro inconsciente y nuestra sociedad.
Es fuertísimo que un estado corporal, orgánico, como lo es estar muy flaco, pueda ponerse o no de moda. Que nuestras vidas estén a merced de una creencia superior y superficial que todavía no sabemos muy bien quién la inventa.
Yo miro las fotos. Le hago un escrutinio a la niña que era con dieciocho, diecinueve años. Las marco como favoritas, les hago captura para no perderlas y poder torturarme más tarde, por si no me “cuido”. Hago zoom para castigarme y examino cada hueso que sí era visible antes. A mi cuerpo se le ha olvidado lo espeluznante que fue recorrer el camino hasta llegar ahí porque en cuanto veo alguna de esas imágenes, mía o de famosos, los mecanismos de mi cerebro vuelven a anhelar pesar poco. Me comparo sin querer con la última famosa que ha bajado de peso y me enfado. Discuto en terapia porque me siento una hipócrita: “Mala feminista, mala feminista”.
Muchas personas mejores y más listas que yo ya han denunciado mil veces que las narices perfectas, el lifting de cejas y la rápida pérdida de peso unifican el criterio de “cómo debemos ser”. Y que cada vez es más inalcanzable. Aumentan la presión estética que sienten las chicas pequeñas desde cada vez más temprano. Esas cantantes, esas modelos, esas actrices son referentes para millones de ellas, que se preguntarán por qué su ídolo sí se puede permitir pesar x kilogramos y ellas no.
“¿Cómo lo han hecho? Si ella prefiere estar así en vez de como presumía antes, ¿significa que yo también debería estar más contenta si adelgazo? ¿Hay algo malo en mí? ¿Debería operarme las tetas? ¿Se me juntan demasiado los muslos? ¿Cuál es la dieta esa? Cuando pese menos subiré más fotos a Instagram”. Por recordar: lo que hace que Ozempic funcione es que elimina la sensación de hambre. A algunas de ellas las tendremos de rodillas frente al váter y escondiendo la comida de sus padres. Tendrán que ir todos los días al gimnasio porque una cosa es estar sano y otra parecerlo.
Hemos estado ahí. No es nada nuevo, pero me parece importante repetirlo. Porque no es que esté volviendo, es que ya está aquí. Después de ver al lobo venir y avisar tímidamente de ello durante los últimos años, el lobo ha entrado en casa, se ha duchado en tu baño, ha utilizado tu champú, se ha cocinado una sopa hipocalórica con tu olla, se ha puesto el pijama y se ha metido en tu cama para soplarte en la oreja que nunca vas a ser suficiente y siempre serás una mierda.
No voy a culpar a estas famosas por haber elegido “el camino fácil”. No me parece mal que “se hayan rendido” porque la presión de la industria es mucha y luchar contra los deseos secretos de una misma es muy difícil. Y no voy a fingir que me queda energía para educar a los demás o que no haría lo mismo que ellas si tuviera el dinero.
Las políticas públicas nacionales —de haberlas, que no las hay— abarcarían mucho pero apretarían muy poco. No pueden abordar una problemática que es mucho más grande que cualquier legislación. Que es intrínseca al valor del éxito social y laboral occidental. Que es la propia ley y atraviesa todo.
El movimiento social ni llega a todo el mundo, ni perdura más allá de unos años pese al empeño que le ponen algunas activistas, como hemos podido comprobar.
La psicoterapia universal y gratis para todos es un parche. Probablemente, solo nos enseñaría a ser funcionales en un sistema vigente lleno de violencia.
A mí esta ola ya me pilla pasada de rosca. Cuando tú vas, yo vengo de ahí. He ido a clase sin comer, he ido al gimnasio y casi me desmayo. He hablado durante horas sobre los complejos de mis amigas para elegir si es mejor tener mucho o poco pecho. He renegado de la salud y el ejercicio físico porque he pensado que era una imposición social y me he intentado obligar a amar mi cuerpo como es, sin éxito. Luego, al volver, me he obsesionado. He intentado animar a la chica de la discoteca que se veía fea en el espejo y he tenido que explicar mil veces por qué estar gordo no es sinónimo de vago.
Cada día me quiero un poco más, pero luego un poco menos. Compramos batidos de proteínas, tomamos pastillas para adelgazar. Establecemos una relación parasocial con las máquinas del gym que nos hace felices porque nos sostienen en un pseudo-equilibrio sano y mantienen a raya a la ansiedad y a la culpabilidad.
El camino a la aceptación es más difícil cuando, de un soplo, la ilusión se desvanece y lo que emerge es nada más que la rigurosa verdad: que la mayoría de gente preferiría estar muy delgada —o atractivamente fuerte— a cualquier cosa. Aunque sea caro, aunque vaya en detrimento de su salud, aunque para ello haya que dejar sin su medicamento a la gente con diabetes.
Y me da una pena tremenda ver al ciclo repetirse.