Todo menos el fútbol

Ochenta mil personas mirando a un hombre. Armand Duplantis mirando el listón. Yo mirando el televisor. Primero un silencio tenso, luego la cámara enfoca al héroe y, detrás de él, los demás competidores. Uno en concreto, estadounidense, empieza a animar a su rival dando palmas, incitando al público, que conecta al instante. Se llama Sam Kendricks y está muy feliz. Ya sabe que tan solo será segundo, pero eso ahora mismo es anecdótico. Su rival empieza a correr. Kendricks es un fan más. Es el último intento para Duplantis. Lo sabe. Es rapidísimo. Clava la pértiga y parece que todo funciona. Está volando. El público contiene un suspiro. Algunos pretenden ayudar haciendo gestos involuntarios con la cara o los brazos. El atleta hace un escorzo increíble y evita la barra. El estadio estalla en un grito de alivio. Un hombre ha saltado por encima de los 6,25 metros. Cae a la colchoneta y todo es fiesta. Es el nuevo récord del mundo. Duplantis corre a besar a su chica y los fotógrafos se vuelven locos. Yo en mi sillón me siento moderadamente orgulloso de ser humano. Me reconcilio con mi yo de siete años. Reconozco la ilusión. Ya la he sentido.

Para mí los Juegos Olímpicos son verano, libertad y noches largas. Los primeros que vi fueron los de Barcelona y quedé prendado del buen ambiente. Me fijaba en cómo los deportistas de diferentes modalidades se relacionaban entre sí. Los mejores atletas del mundo competían y se divertían. Aquello parecía un campamento. Una oportunidad cada cuatro años para olvidar las miserias del mundo. Y unirse para celebrar algo. Aunar esfuerzos por algo que merece la pena.

En estos Juegos de París que ya se terminan se han vivido momentos inolvidables en casi todos los deportes. Momentos como el del propio Duplantis o el de las gimnastas estadounidenses Simone Biles y Jordan Chiles haciendo una reverencia en el podio a la brasileña Rebeca Andrade, o el de la badmintonista china He Bing Jiao con una insignia de España en homenaje a su rival lesionada en semifinales. Todos esos momentos solo son posibles cada cuatro años. Es el espíritu de Luz Long ayudando a Jesse Owens. Como si durante un mes sintiésemos la necesidad de ser mejores. Como si realmente el mundo mereciese la pena. Como si todo tuviera sentido. Todo menos el fútbol.

En el fútbol olímpico (apréciese la paradoja) no concurre nada de lo que estoy contando. El fútbol no cree en los espíritus. El fútbol solo cree en la camorra, en el litigio y en la artimaña. El fútbol con su política, su soberbia y sus venganzas luce fatal en un contexto como este. Cada jornada de récords batidos, victorias imposibles y derrotas honorables se ve salpicada por esas otras imágenes a las que, por desgracia, estamos ya tan acostumbrados. Riñas, politiqueo, racismo y mediocridad. Cuando en los resúmenes de los Juegos aparece el fútbol, cambio de canal. No quiero que termine el verano. Sé que luego llegará septiembre y despertaremos todos del sueño olímpico y volveremos a odiar al vecino y al egoísmo dominguero y a los debates absurdos. Pero ahora no. Ahora rebobino y vuelvo a ver a Duplantis suspendido en el aire. Como Michael Jordan, como Carl Lewis, como Sergei Bubka. Vuelvo a agosto del 92. Vuelvo a sentir la ilusión. Vuelvo a tener siete años.

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