Tormenta de verano

Alguno, del puro cabreo, se lanzaba a la aventura con la única ayuda de unas sandalias de plástico y una voluntad de hierro.

Después de días de un sol atronador, se ha puesto a llover a cántaros. Me he comido una zanahoria recién sacada de un huerto en el límite con Puente de Vallecas, un barrio de Madrid. Vengo de hacer un reportaje desastroso. He llegado allí, he sacado la cámara de la mochila y estaba sin batería. Totalmente caput. Antes entraba en pánico cuando me pasaban estas cosas. Ahora ya no. Sonreí, la guardé en la mochila y me puse a entrevistar al señor. Pregunté y pregunté, me comí una zanahoria riquísima, me puse la mochila, miré las nubes que empezaban a conquistar el cielo de Madrid y le dije al señor con el que llevaba hablando media hora: “Parece que va a llover”. No me contestó. 

Cuando salí del metro en Príncipe Pío ya estaba lloviendo. A cántaros. Como si el sol se hubiera cansado de solear de repente. El agua entraba por el techo de cristal de la estación como si fuera un coladero. “Esto está lleno de goteras”, dijo un joven antes de preguntar a su novia: “¿El cine también tendrá goteras”. Mientras, una madre al otro lado de las escaleras le enseñaba a su niño los charcos de agua que se forman en el suelo. El pequeño, que no debía tener más de dos años, estaba fascinado mirando el techo. No se acercaba al centro de la gotera, pero tampoco quería irse. 

La gente estaba nerviosa, corría hacia ninguna parte, empujaba. Solo un pequeño grupo de prófugos de la velocidad estaban más calmados. Eran hombres y mujeres solitarios que no tenían que llegar a tiempo a ninguna parte. Yo caminé tranquilo, me acerqué a la salida, saqué la cabeza por la puerta y el diluvio universal me salpicó en la cara. Me alejé un poco y me quedé mirando. Estaba atrapado. Todavía hacía mucho calor, pero era un calor extraño, vaporoso. De repente, un tipo salió al exterior, se acercó a las escaleras y se puso a mear. El flujo de su meada se confundía, en un alarde poético, con el río de agua que caía hacia la alcantarilla. 

Cuatro chavales, dos parejas de chico y chica de unos 20 años, se miraron sonrientes y se adentraron en el manto de lluvia. Después de una pequeña ducha de juventud volvieron a la estación, empapados y felices. Abrieron una litrona de cerveza, se liaron un porro y se lo fumaron allí mismo, sentados en el suelo junto a la puerta. Les daba todo igual. Al fondo, en el temido exterior, un hombre grande y con los pantalones cortos subidos hasta el ombligo pasa andando sin camiseta. Por un momento deja de llover, pero luego vuelve, con más fuerza. 

La gente se agolpaba a la entrada, entre cabreada y sorprendida por el aguacero que estaba cayendo. Están indignados. Tenían cosas que hacer, fiestas a las que ir, citas que disfrutar, casas en las que descansar. Y de repente estaban allí atrapados, parados en una estación de metro con goteras. Alguno, del puro cabreo, se lanzaba a la aventura con la única ayuda de unas sandalias de plástico y una voluntad de hierro. Los más hartos de sí mismos habían mirado el tiempo y llevaban paraguas. Hasta hace 20 minutos eran los locos. Ahora salían al exterior sin dudar, seguros de sí mismos, con la frente alta y la mirada condescendiente tatuada en la cara. 

Otros se quedaban un rato mirando y llamaban por teléfono para comentar el acontecimiento y excusarse por llegar tarde. Ese era yo, y no podía soportarlo. Yo quería ser como esos chavales que salen, se mojan, se ríen, y vuelven tranquilos, felices, empapados de juventud. Antes era de los que salían a mojarse. Y me dejaba mojar, me gustaba que la lluvia me entrara por la nuca, que surgiera de pronto la locura transitoria del que está haciendo algo prohibido, me reía y disfrutaba como uno niño. En aquel momento no me reía y no me mojaba. Llevaba una cámara sin batería y un ordenador en una mochila con más agujeros que la estación. 

Estaba atrapado. Los chavales que fumaban al lado de la puerta pusieron música en un altavoz que no sé muy bien de dónde sacaron. Pusieron rap durísimo. Un padre se acercó hasta allí con un bebe que apenas acaba de aprender a caminar. “¿Bailamos?”, le dijo mientras le meneaba el cuerpo. Afuera no paraba de llover, así que me fui al supermercado de la estación a por una cerveza. Por el camino tuve que sortear las goteras, que se habían vuelto cada vez más numerosas y estaban empezando a formar ríos dentro de la estación. Había una cola larguísima en el Supercor, así que me quedé esperando. 

Cuando conseguí mi lata de cerveza, volví a la misma puerta de antes y me senté en el suelo. Me lié un cigarrillo y empecé a fumármelo mientras escribía estos apuntes. La ciudad está llena de personajes, pero siempre estamos yendo a algún lado y no les vemos. De fondo suena la música de los chavales. Ahora es un tecno duro insoportable. Mi hermano a esto le llama “música de parkineo”. Por la puerta entra una chica irreal. Está calada, pero no había perdido la compostura. Llevaba gafas de motero y andaba como si estuviera buscando a alguien porque le debe una paliza, aunque del dobladillo de su pantalón corto cayeran gotas de lluvia. 

La gente es fascinante. No entendía nada. Estaba exhausto, anotando cosas en mi teléfono mientras me deleitaba con unos seres humanos irreconocibles. Era como si estuviera en algún videojuego estropeado. De repente me volví a acordar de la zanahoria, de lo buena que estaba. Y de que hacía 20 minutos mi día iba a terminar de otra manera. Mientras, en la estación, un señor en el que casi no me había fijado llamó mi atención. Estaba ahí desde hace un rato, mirando la lluvia, casi pensando la lluvia. Era calvo, muy calvo, iba en manga corta y se ponía la mano en la barbilla mientras miraba las ondas que hacían las gotas de agua al caer en los charcos. De repente salió a la intemperie, se lanzó a la aventura. 

Poco después dejó de llover. No hacía frío, pero ya no hacía tanto calor como antes. Por la puerta entra una brisa deliciosa con ese olor indescriptible que tiene la lluvia cuando cae sobre un terreno sequísimo. Los chavales del rap y el parkineo se han ido. Yo recojo mi mochila y me voy, impresionado. Me he quedado con ganas de mojarme, así que voy pisando los charcos un poco fuerte, para que salpique un poco, para no llegar totalmente indemne a casa después de este diluvio y poder pensar que todavía puedo ser ese niño que algún día disfrutaba con estas banalidades. 

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Alguno, del puro cabreo, se lanzaba a la aventura con la única ayuda de unas sandalias de plástico y una voluntad de hierro.

Después de días de un sol atronador, se ha puesto a llover a cántaros. Me he comido una zanahoria recién sacada de un huerto en el límite con Puente de Vallecas, un barrio de Madrid. Vengo de hacer un reportaje desastroso. He llegado allí, he sacado la cámara de la mochila y estaba sin batería. Totalmente caput. Antes entraba en pánico cuando me pasaban estas cosas. Ahora ya no. Sonreí, la guardé en la mochila y me puse a entrevistar al señor. Pregunté y pregunté, me comí una zanahoria riquísima, me puse la mochila, miré las nubes que empezaban a conquistar el cielo de Madrid y le dije al señor con el que llevaba hablando media hora: “Parece que va a llover”. No me contestó. 

Cuando salí del metro en Príncipe Pío ya estaba lloviendo. A cántaros. Como si el sol se hubiera cansado de solear de repente. El agua entraba por el techo de cristal de la estación como si fuera un coladero. “Esto está lleno de goteras”, dijo un joven antes de preguntar a su novia: “¿El cine también tendrá goteras”. Mientras, una madre al otro lado de las escaleras le enseñaba a su niño los charcos de agua que se forman en el suelo. El pequeño, que no debía tener más de dos años, estaba fascinado mirando el techo. No se acercaba al centro de la gotera, pero tampoco quería irse. 

La gente estaba nerviosa, corría hacia ninguna parte, empujaba. Solo un pequeño grupo de prófugos de la velocidad estaban más calmados. Eran hombres y mujeres solitarios que no tenían que llegar a tiempo a ninguna parte. Yo caminé tranquilo, me acerqué a la salida, saqué la cabeza por la puerta y el diluvio universal me salpicó en la cara. Me alejé un poco y me quedé mirando. Estaba atrapado. Todavía hacía mucho calor, pero era un calor extraño, vaporoso. De repente, un tipo salió al exterior, se acercó a las escaleras y se puso a mear. El flujo de su meada se confundía, en un alarde poético, con el río de agua que caía hacia la alcantarilla. 

Cuatro chavales, dos parejas de chico y chica de unos 20 años, se miraron sonrientes y se adentraron en el manto de lluvia. Después de una pequeña ducha de juventud volvieron a la estación, empapados y felices. Abrieron una litrona de cerveza, se liaron un porro y se lo fumaron allí mismo, sentados en el suelo junto a la puerta. Les daba todo igual. Al fondo, en el temido exterior, un hombre grande y con los pantalones cortos subidos hasta el ombligo pasa andando sin camiseta. Por un momento deja de llover, pero luego vuelve, con más fuerza. 

La gente se agolpaba a la entrada, entre cabreada y sorprendida por el aguacero que estaba cayendo. Están indignados. Tenían cosas que hacer, fiestas a las que ir, citas que disfrutar, casas en las que descansar. Y de repente estaban allí atrapados, parados en una estación de metro con goteras. Alguno, del puro cabreo, se lanzaba a la aventura con la única ayuda de unas sandalias de plástico y una voluntad de hierro. Los más hartos de sí mismos habían mirado el tiempo y llevaban paraguas. Hasta hace 20 minutos eran los locos. Ahora salían al exterior sin dudar, seguros de sí mismos, con la frente alta y la mirada condescendiente tatuada en la cara. 

Otros se quedaban un rato mirando y llamaban por teléfono para comentar el acontecimiento y excusarse por llegar tarde. Ese era yo, y no podía soportarlo. Yo quería ser como esos chavales que salen, se mojan, se ríen, y vuelven tranquilos, felices, empapados de juventud. Antes era de los que salían a mojarse. Y me dejaba mojar, me gustaba que la lluvia me entrara por la nuca, que surgiera de pronto la locura transitoria del que está haciendo algo prohibido, me reía y disfrutaba como uno niño. En aquel momento no me reía y no me mojaba. Llevaba una cámara sin batería y un ordenador en una mochila con más agujeros que la estación. 

Estaba atrapado. Los chavales que fumaban al lado de la puerta pusieron música en un altavoz que no sé muy bien de dónde sacaron. Pusieron rap durísimo. Un padre se acercó hasta allí con un bebe que apenas acaba de aprender a caminar. “¿Bailamos?”, le dijo mientras le meneaba el cuerpo. Afuera no paraba de llover, así que me fui al supermercado de la estación a por una cerveza. Por el camino tuve que sortear las goteras, que se habían vuelto cada vez más numerosas y estaban empezando a formar ríos dentro de la estación. Había una cola larguísima en el Supercor, así que me quedé esperando. 

Cuando conseguí mi lata de cerveza, volví a la misma puerta de antes y me senté en el suelo. Me lié un cigarrillo y empecé a fumármelo mientras escribía estos apuntes. La ciudad está llena de personajes, pero siempre estamos yendo a algún lado y no les vemos. De fondo suena la música de los chavales. Ahora es un tecno duro insoportable. Mi hermano a esto le llama “música de parkineo”. Por la puerta entra una chica irreal. Está calada, pero no había perdido la compostura. Llevaba gafas de motero y andaba como si estuviera buscando a alguien porque le debe una paliza, aunque del dobladillo de su pantalón corto cayeran gotas de lluvia. 

La gente es fascinante. No entendía nada. Estaba exhausto, anotando cosas en mi teléfono mientras me deleitaba con unos seres humanos irreconocibles. Era como si estuviera en algún videojuego estropeado. De repente me volví a acordar de la zanahoria, de lo buena que estaba. Y de que hacía 20 minutos mi día iba a terminar de otra manera. Mientras, en la estación, un señor en el que casi no me había fijado llamó mi atención. Estaba ahí desde hace un rato, mirando la lluvia, casi pensando la lluvia. Era calvo, muy calvo, iba en manga corta y se ponía la mano en la barbilla mientras miraba las ondas que hacían las gotas de agua al caer en los charcos. De repente salió a la intemperie, se lanzó a la aventura. 

Poco después dejó de llover. No hacía frío, pero ya no hacía tanto calor como antes. Por la puerta entra una brisa deliciosa con ese olor indescriptible que tiene la lluvia cuando cae sobre un terreno sequísimo. Los chavales del rap y el parkineo se han ido. Yo recojo mi mochila y me voy, impresionado. Me he quedado con ganas de mojarme, así que voy pisando los charcos un poco fuerte, para que salpique un poco, para no llegar totalmente indemne a casa después de este diluvio y poder pensar que todavía puedo ser ese niño que algún día disfrutaba con estas banalidades. 

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