Mi abuelo Lalo nos regaló sin saberlo uno de esos momentos que, a fuerza de contarlo cada vez que hay ocasión, ha evolucionado de simpática anécdota a categoría de mitología familiar. Cuando se aburría, y rebelándose ante la idea de que la molicie le pillase desprevenido en su céntrico piso de Valladolid, el buen hombre iba al baño, abría el armario de los medicamentos. Repasaba, balda por balda, todas las cajas, los blisters y los frascos del mueble, con esa pose tan de abuelo de agarrar las gafas con una mano y con la otra sujetar el objeto de la observación. Buscaba la fecha de caducidad del fármaco examinado. Si el vencimiento se encontraba próximo, o incluso si tal fecha no sobrepasaba la década, Lalo se enchufaba las tres o cuatro o veintiséis pastillas que considerase oportunas.
“¿Cuánto lleva caducado esto, medio año? bah, me lo tomo”, y se las tomaba el tío. No íbamos a estar despilfarrando, faltaría más. “Total, algo hará”, se justificaba. Y lo mismo le daba que la pastilla fuese para la regla de mi tía Ana que previniese el reuma de mi abuela Amparo o que fuese un Almax caducado en 1987. “Algo hará” como filosofía universal y eximente. “Algo hará”, decimos en mi familia cuando la ocasión lo requiere, y con cada uno de esos “Algo hará” nos acordamos del abuelo, fallecido hace ni se sabe ya, con una sonrisa en la boca pero sin conceder un centímetro a la nostalgia.
Tiene cojones la cosa, imagino que pensaría Lalo si nos viese por una rendijita. Toda una vida entregado al trabajo y al sacrificio en aras de mejorar la vida de los que de ti dependen, de privarse de caprichos para apuntalar un bienestar que no disfrutarás tú sino tus descendientes, de en definitiva deslomarse como un mulo, para que años después tus hijos y los hijos de estos te recuerden más por una conducta fronteriza con la drogodependencia que por lo anterior.
Posiblemente pensase en ello cuando el otro día, al salir del concierto de Niña Polaca en La Riviera, me encontré en el baño de un bar de la zona a Surma, cantante del grupo. O mejor dicho, él me encontró a mí. Al menos lo que quedaba de mi cuerpo, pues mi mente y mi alma y sobre todo mi voluntad se encontraban a esas horas a kilómetros de allí, sabe Dios dónde, inmersas todas ellas en una de esas ataraxias que para producirse es imprescindible la combinación de dos factores, a saber, un estado de embriaguez más próximo al vómito que al puntillo y, además, la ejecución del proceso miccional en baño público, cuanto más sórdido sea este mejor.
Pasada la incomodidad del imprevisto encontronazo, ambos nos reconocimos. “Coño Surma”, dije yo en posición de escorzo, mirando a la puerta sin dejar de mear, con cara de caray, de todas las personas que hoy podían verme la colita tú eras la que menos me esperaba. “Hostia, tú eres el del podcast”, contestó el cantante, en alusión a una conversación que debimos tener en 2020, cuando una común amiga nos presentó, y que mi memoria ya se había encargado de olvidar. Y poco más, la correspondiente tabarra de cortesía del fan al ídolo mientras ambos nos lavábamos las manos, un “sois la polla” por aquí, un “ha estado guapísimo el bolo” por allá, unos “gracias, gracias” muy corteses por parte de quien no sabe cómo deshacerse de un borracho que no calla y ahí quedó la cosa.
Sigo sin comprender cómo es posible que este hombre, que habrá vivido de todo, que habrá conocido de todo, se acordase de algo tan nimio, tan intrascendente, de una historia que incluso me obligó a mí mismo a irme muy lejos en mi memoria para encontrarla. Cómo que “tú eres el del podcast”. Yo soy mucho más que “el del podcast”, Surma de mi vida, aunque claro que tú no tienes por qué saberlo. Si yo te entiendo, yo también reduzco a las personas a mera anecdotilla. Mis hechos hablan por mí mucho más fuerte que mis palabras. En mi caso son unas cuantas, la del pingüino, la del casi robo en Italia o la de aquella vez que Mikel Izal me invitó a un chupito sin quererlo, que debe ser la historia más contada de la historia de las sobremesas, pero ese es otro cuento.
Asumo con naturalidad que no soy (no somos) más que eso, una colección de anécdotas andante, y reconozco que siento curiosidad ante la mirada ajena. Yo no puedo elegir cuál será tu anécdota favorita, ni tampoco controlar con qué frase estúpida me recordará aquella chica, o con qué escenita lo hará aquel inseparable amigo de la uni del que ya no sé más de lo que su Instagram dice él. Y este desgobierno del recuerdo ajeno tiene su puntito, es casi una contradicción con los tiempos que vivimos, en los que medimos con celo el diseño de lo que queremos enseñar y el secretismo de lo que se prefiere ocultar. Podrás elegir mil filtros, emociones y destinos que mostrar en mi pantalla pero nunca la anécdota a la que te reducirán los que amas o los que envidias o los que pensabas que ya te habían olvidado.
Yo no puedo rebelarme contra ello ni contra mi condición de anécdota en tu vida y no de certeza. Yo no quiero ser historieta de sobremesa sino rutina, costumbre. Yo no puedo elegir cuál será tu anécdota favorita, tu “total algo hará” con el que de tanto en cuando pienses en mí. Sólo espero que cada vez que lo hagas sea exactamente igual a como yo lo hago con Lalo. Sin conceder ni un centímetro a la nostalgia, pero siempre con una sonrisa.