Ha llovido mucho este mediodía. Ha llovido mientras comíamos albóndigas en caldo. A veces todo es perfecto sin pretenderlo. Cuando sacamos ayer las albóndigas, no nos apetecían. Eran simplemente el último táper del congelador. Hoy, sin embargo, no existe una comida mejor.
Ha llovido mucho este mediodía, pero hemos seguido con nuestras cosas. Una tormenta legendaria con su exageración y sus estruendos. Televisada por la ventana. Vista desde la mesa del comedor. Al calor que sale de un plato. Un calor de microondas. Un plato de puchero. Una reminiscencia de hogares que ya no existen y de personas que los habitaron. Una nostalgia en los ojos y en la boca del estómago. Letargo de las 16:00. El turno partido y el alma también.
He salido a la calle mojada y todo ha tenido sentido. Se han ido escribiendo a sí mismas estas líneas como han podido. De repente, las aceras se han poblado de significados y los solares de edificios por nacer. Una cochera abierta, con la puerta averiada, me ha traído un olor de botellones de Negrita. Luego, ya casi llegando al trabajo, cediéndome el paso en el semáforo, ese autobús turístico de dos plantas repleto de chubasqueros de colores. Las imágenes, como caracoles, saliendo a constatar que el invierno existe y que existe el frío y ese humo de cigarrillos que se mezcla en la calle con el vaho de las bocas. En los umbrales de las tiendas.
Para por fin llegar a la oficina y ponerme a trabajar y ver cómo todo lo que pretendía ser un poema, todo lo que en mi cabeza era brillante y era bello, ha resultado ser otro reflejo en un charco. Regusto amargo de mediocridad. Otra concesión a la melancolía.