La bicicleta me desespera, pero creo que me he vuelto adicto. ¿Quién le quita el manillar de goma a las Bicimad? ¿Quién revienta la pequeña pantalla donde aparece la batería? ¿Quién arranca los pedales y tapa el código QR? ¿Cómo es posible que el 70% de las bicis que utilizo tengan las marchas rotas? No lo entiendo. No puedo entenderlo. Siempre que voy a por una bicicleta, utilizo un truco para reducir las probabilidades de fracaso: busco la que tenga el asiento más nuevo. La desbloqueo, me monto y descubro que mi estrategia no funciona casi nunca. La tercera marcha está rota, pero ya no hay vuelta atrás. Avanzo con rabia y mucho cuidado hacia mi destino.
El problema es que a veces estoy en plena Gran Vía. La cuesta es leve pero insidiosa, así que levanto el culo y pedaleo mientras intento no salirme de los treinta centímetros de carril que me han concedido los dirigentes de esta ciudad de mierda. Por la izquierda pasan los coches eléctricos, pero son tan silenciosos que no me percato de su existencia hasta que los tengo encima y mi vida se da un beso de muerte con ellos. A mi derecha pasan los taxis —dioses autoproclamados de la carretera— y los autobuses, unos mamuts de color azul que me peinan con sus cuernos cada vez que me adelantan.
En medio de ese océano de lava estoy yo. Tengo el culo arriba y los pulmones en el suelo. Intento no salirme del finísimo carril y de repente, clac, la bicicleta se baja de marcha. Por un momento yo me desplomo, mis músculos se destensan como las velas de un barco sin viento y me acuerdo de aquellos que me avisaron. “Ponte casco”, me pidió mi madre. “Madrid es muy peligroso para la bici”, me avisó el tipo del quiosco. “Ten un poco más de cuidado”, me gritó un coche el otro día. “No”, les dije yo levantando el puño, “no voy a permitir que la dictadura de los coches me arrebate esta actividad gozosa”. Así que encuentro el equilibrio como puedo, me acomodo en el sillín y respiro hondo. Me he vuelto a salvar.
Utilizar la bicicleta es un acto de rebeldía en una ciudad tan difícil, atrasada y antieuropea como Madrid. Es jugarse la vida a cada rato y soportar la impaciencia de los coches y la estupidez altiva de los taxistas —siempre tienen prioridad y nadie puede interrumpir su camino. Es arriesgarse a una multa por ir escuchando música con los cascos. Es mirar hacia delante y darte cuenta de que se termina el carril en el que ibas tan tranquilo. Después solo hay caos, desorden, y hay que inventarse una ruta alternativa hasta alcanzar el siguiente tramo de bicicletas.
Luego llegas a la parada y buscas un hueco para dejar ese vehículo irritante, pero no lo encuentras. Están todos ocupados. Abres la aplicación de Bicimad, una especie de yincana tecnológica que de vez en cuando se cansa de sí misma y deja de funcionar. Miras el mapa, buscas otra parada y ves que está a cinco minutos. Llegas, dejas tu bicicleta, compruebas la hora, te das cuenta de que llegas otra vez tarde al trabajo. Encima estás sudando, tienes la espalda mojada y el pelo de cualquier manera.
Claro que estoy exagerando un poco. A veces me divierto como un niño. Después de los primeros sustos, uno deja de temer a la muerte y acaba sintiendo una estúpida alegría. Esa sensación llega justo después de mandar a la mierda al autobús que ha pasado a cincuenta por hora a dos palmos de tu manillar. En algunas ocasiones empiezo a perseguirlo calle arriba hasta que me canso. Entonces piensas: “El ser humano, cómo es”. O cuando te estás colando entre los coches porque hay un atasco demencial, uno de ellos se enfada y mete el morro para impedirte seguir. Pero tú vas en bici, la reina silenciosa de la carretera. Haces una maniobra para escapar de su control, tu pedal raya ligeramente su delantera y sales corriendo. En ese momento suspiras y dices: “Ahhh, la vida”.
A lo mejor esto es un poco antisistema, pero a mí esa persona rica con gafas de sol que conduce un coche enorme por el centro de la ciudad no me merece ningún respeto. La bicicleta podría ser un medio de transporte cómodo, rápido y útil para este Madrid sobresaturado de gente, si no fuera por la necesidad tan provinciana que tienen los ricos de ir en todoterreno a cualquier sitio. Viva el transporte público y que desaparezcan los coches. Y pido clemencia a esos pobres diablos que revientan pantallas y roban manillares. No puede ser que no tengan otra cosa más interesante que hacer. Que hagan como yo, que se pongan a escribir cuando sus ganas de romper cosas y escupir a la humanidad les nuble el pensamiento.