Un domingo cualquiera

“Lo bueno de jugar los domingos por la mañana es que así aprovechas el día entero” me dijo mi amigo Gonzalo. ¿Ya estoy en esa edad? ¿Ya he llegado a ese momento vital en el que quiero madrugar los domingos para poder estar activo el día del Señor? “Venga, cuenta conmigo” le dije. Así fue como se fraguó mi fichaje por los Pochos Hermanos, un equipo de colegas que juegan una liga de fútbol siete los domingos por la mañana. Conocí a los chicos en casa de uno de los integrantes del equipo, allí hicimos un asado de conjura previo a la Recopa que jugaríamos durante las siguientes semanas.

Los vestuarios de los equipos profesionales y los amateurs son más parecidos de lo que nos creemos. En ambos la unidad debe prevalecer por encima de todo, pero también hay lugar para las rencillas entre compañeros y los reclamos de minutos. Cuando llegué al primer partido del torneo quise mantener un perfil bajo, no elevar la voz más que los compañeros que llevaban más tiempo ni exigir cambios a los figuras que se hacen los locos con ellos. Reconozco que me costó, soy un tipo pasional y alguien al que le gusta competir, pero cuando uno juega en equipo debe saber que el grupo prevalece por encima de todo.

Fuimos ganando partidos en la fase de grupos. No pregunten ni cómo ni porqué, para mí éramos una mezcla entre aquel episodio futbolero de La que se avecina y los muchachos de Días de fútbol, pero lo dicho anteriormente, ganábamos los partidos juntos, en equipo. Ni bloque bajo ni leches, el perroviejismo vencía por encima de todas las tácticas posibles, además de Dani, un pelotero digno de debutar en Tercera División que jugó el torneo con nosotros. El caso es que llegamos a la final y nos enfrentamos a los Abejas, un equipo de torres vestidas de amarillo que nos ganaban todos los balones por alto. Unos tipos con empaque, físicamente impecables, pero que nunca sabían por dónde les íbamos a salir, aunque eso no lo sabíamos ni nosotros mismos.

Si hay algo que me fascina del fútbol amateur es su tendencia a la fugacidad, lo mismo que en el toreo. Si uno se pone a buscar en Youtube vídeos del rabo que cortó Morante en Sevilla o de aquella Puerta del Príncipe de Pablo Aguado en 2019, no encontrará nada. Sólo hay sitio para el recuerdo y la imaginación a través de las crónicas taurinas y las habladurías de quien estuvo allí. Igual que en el fútbol de los domingos. Ese partido ya pasó, y si quieres saber algo más, deja que te lo cuenten. En aquella final no existieron más cámaras que los ojos de los que estábamos allí. Vivíamos el momento. Ganábamos de dos goles y celebrábamos cada despeje como si se nos fuese la vida en ello, que se nos iba, y finalmente ganamos el partido.

Reconozco que con el pitido final me vine un poco abajo. ¿Cómo se celebra una victoria? ¿Es esto la felicidad? Me pasaban muchas cosas por la cabeza. De pronto te topas con lo que todos queremos, ganar, y te das cuenta de que no es para tanto. ¿Y si nos castigamos de más para conseguir objetivos y llegamos tan cansados al final que no nos da tiempo a festejarlos? ¿Y si nos hemos impuesto ganar por encima de nuestras posibilidades?

Lo perdemos todo, el tiempo, los abuelos, los trenes. Ansiamos tanto la victoria que uno celebra malherido y resoplando, lleno de magulladuras y feliz por no haber perdido, que no por haber ganado.

Ganar está bien. Alcanzar nuestras metas es la mayor satisfacción que puede llegar a sentir el ser humano, pero qué miedo -me- da el día siguiente. El “y ahora qué”.

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