El mundo moderno tiene sus ventajas, no lo vamos a negar, pero a dos días de cumplir veintiocho años hay cosas con las que comulgo cada vez menos. Repito que no puedo quejarme mucho porque, además de poder estar en contacto permanente con amigos a los que tengo lejos, la digitalización me ha hecho escribir en este bendito espacio, conocer a personas interesantísimas por internet a la que me unen muchas cosas e incluso hacer nuevos (y buenos) amigos. Pero todo esto no quita que, cada vez que veo una tienda de bubble tea o un sitio de ramen donde antes había un comercio local de toda la vida en mi ciudad, haya una parte de mí que quiera ponerle un paso fronterizo a los puentes que unen a Cádiz con el resto del mundo.
No tengo nada en contra del ramen, seguramente me encantaría si fuese alguna vez a comerlo, el plato no es el culpable. Aquí el problema reside en que hay adolescentes que hacen cola para comer ahí pero que son incapaces de comerse un puchero en casa de su abuela. Y no me puedo creer que tres neones tengan más gancho que una vajilla de duralex y un plato de cuchara. Porque un potaje es cobijo y casa cuartel. Un plato lleno de legumbres y recuerdos sostenidos en el pulso de quien maneja una cuchara rebosante y es capaz de llevársela a la boca sin derramar la más mínima gota.
Cada cucharada de un potaje es un aprendizaje. Un juego de precisión. Una traviata hirviente que se divide en tres actos: la preparación de la legumbre con la cantidad exacta para no echar a perder el plato, la cocción a fuego lento y la espera, el reposo. Un guiso es siempre una oda a la vida lenta. A entender que la espera merece la pena. Un rito que pide a gritos que la pringá, prueba fehaciente de lo divino —porque es imposible que ese manjar no lo haya creado Dios—, sude y se asiente para darle una densidad digna de ser rebañada hasta la última gota. Disfrutar viendo la pegajosidad que se queda en la cuchara. Venerar el calor que baja por la garganta regulando nuestra temperatura corporal con cada cucharada.
Me gusta pensar que Frodo en su día fue detrás de un anillo porque no conocía la berza ni el menudo. Tampoco los garbanzos con langostinos. Me encantaría coger de la pechera a cualquier hobbit y decirle: “Pero vamos a ver, tú no eres bajito, a ti lo que te falta es un potaje como Dios manda”.