Un verano de verdad

Este verano ha resultado ser un tributo a las verdades. La verdad como algo que pretende acercarse al origen, a lo mundano, a lo auténtico y esencial. Palabras con las que nos llenamos la boca y a las que tratamos de volver como posesos últimamente. Con sed de arañar los inicios, pero, en realidad, pasando por encima, sin llegar a destinar un tiempo e interés real a las cosas tal y como estas se merecen. 

Siempre me ha gustado el pan. También preguntarme las cosas. Quienes me conozcan dirán que quizás demasiado. Eso me ha llevado a ser inquieta. O quizás la inquietud es la que me lleva a cuestionarme. Quién sabe. Volvamos al pan. Siempre me ha gustado comer pan. Pensé que si me gustaba comerlo, probablemente también disfrutaría del proceso de prepararlo. Y antes de hacer inventos, pócimas mágicas y estropicios, soy de las que prefiere preguntar a alguien con conocimiento de causa. 

Mi suerte este verano ha sido disfrutarlo en el norte. Allí, por suerte, he encontrado a bastantes personas conectadas y preocupadas por preservar los orígenes. Pero volvamos al pan. El plan era levantarse temprano, antes de que los gallos cantaran. Adentrarse en un baserri y vivir el proceso de cómo se ha hecho pan toda la vida. Nada de experimentos. En Gárate lo tienen claro y me recibieron generosa y silenciosamente a las 6 de la mañana. Me habían hablado de este caserío por ser el que hace uno de los mejores panes de la zona. Un lugar donde los hijos, hoy, siguen la trayectoria de los padres. La abuela con más de 90 años sigue levantándose a las 5 de la mañana para encender los hornos y promete seguir haciéndolo hasta que el cuerpo aguante.

Gracias a Uritz y a su familia cumplí una de mis ilusiones. Cada quién con las suyas. Las mías, una vez llevadas a cabo, suelen cambiar algo en mí o en mi mundo. Desde entonces, cuando como pan pienso en lo que hay detrás. En que alguien se levanta temprano para hornear. En las personas que ponen cariño en querer seguir haciendo las cosas con honestidad y dedicación. En las familias que ponen energía en preservar la tradición. Y en el compromiso de querer hacer las cosas bien, pudiéndose hacer de muchas otras formas. Esa mañana fue un regalo. Y a esta le siguieron otras mañanas, otras historias y otras personas.

Una de ellas ha sido Sierra. Una mujer de luz que, con este nombre por bandera, os podéis imaginar la fuerza que le acompaña y que proyecta alrededor. Pero lo hace desde la pausa, sigilosamente, con elegancia y delicadeza. Como el propio escenario en el que se encuentra.

Nació en Nueva York, ha vivido en distintos países y, junto a su familia, vive desde hace un tiempo en Belvès, un pequeño pueblo ubicado en Périgord Noir. Como buena anfitriona, vive en la misma casa rural en la que nos alojamos, en Manoir De La Moissie, una maravillosa residencia artística que también funciona como bed&breakfast todo el año. Un lugar maravilloso donde reposar y disfrutar de lo contemplativo. Una gran casa de piedra abrazada, casi toda ella, por un manto de hiedra que tiñe de verde y da vida.

No me gusta desvelar las sensaciones o emociones de los lugares. Para empezar, porque son muy propias (y entiendo que distintas para cada una), pero a la vez apetece muchísimo compartir todo lo que se encuentra detrás de esta pequeña mansión. Desayunos propios de un castillo de la campiña francesa, distintos cada mañana, pero donde no faltan las frutas de temporada (fresas y ciruelas a mansalva), quesos de la zona, distintos panes, mermelada casera, mantequilla con sal (¡y qué mantequilla!), pain au chocolat y croissants (cómo no) y todo ello servido un infinito sinfín de vajillas, juegos de té y café de distintos colores, formas y procedencias. La luz se filtra y cambia según la hora del día por las distintas ventanas y cortinas de las diferentes estancias. Una cocina abierta bañada con la luz del atardecer y una variedad de flores frescas cultivadas por una amiga de Sierra (Les Fleurs de la Terre) que salpican de color y olor cualquier rincón de la casa. El delicado detalle de encontrar una flor fresca en la mesilla de noche antes de ir a dormir o en la mesa del desayuno, tan solo despertarte.

Fuera, un jardín de ensueño con distintos escenarios alrededor de la casa. Sillas roídas por el paso del tiempo, gatos felices, un pozo antiguo, varias fuentes, árboles inmensos, matas densas y tupidas de verde que hablan de otros tiempos, mesas en las que se ha brindado mucho y en las que nosotras brindamos una vez más, y un silencio que permite un escenario como el que propone Sierra. Un lugar de reposo, de creatividad, de descanso y recogimiento. 

Además de cuidar este maravilloso lienzo sobre el que crear, Sierra lleva años trabajando en una propuesta muy personal. Conseguir que La Moissie sea un espacio donde todo tipo de creativos de distintas partes del mundo sigan viniendo a inspirarse, crear y desconectar. Todo esto ella sola. Con la convicción de hacer de Belvès y el mundo (o por lo menos el suyo) un lugar un poco mejor. 

El verano avanzaba y seguí coleccionando lugares y momentos conectados con el antes y a la vez con el ahora. Quisiera volver a ellos y recordarlos. Aunque solo sea de puntillas, revivirlos fugazmente.

En la zona de Gujan-Mestras (Arcachón), pudimos ver cómo los recolectores de ostras siguen madrugando para cultivar y recoger cajas y cajas del manjar que, horas más tarde, paseantes como nosotras, comerán en las antiguas casetas de pescadores. Y lo siguen haciendo como antaño, con las tejas amontonadas, las redes tendidas al sol y las barcas alrededor de toda la costa, surcando las alargadas lenguas de tierra que se adentran en el mar.

Noches de tantísimas camas deshechas. El placer de dormir en ellas y arrugar las sábanas con los pies. La satisfacción de tensarlas, cada mañana, y dejarlas prácticamente planchadas para estrenarlas cada noche como si fuese la primera vez.

Un agosto de comer directamente de la huerta. Con sus caracoles en las lechugas y sus orugas en la fruta. Descubrir cómo crecen los kiwis y querer volver a ese camino de tierra cada semana para ver si crecían, si mi mano ya llegaba a alcanzarlos o si alguna mano ajena se habría avanzado pensando que ya era el momento de llevarlos a una mesa. Entender que ese árbol tenía dueño y dejar la fruta en su lugar.

Días y días de ir a bañarme al río. Un río helado en el que ni los lugareños se metían directamente. Sentir el cerebro congelado al meterme. Salir y notar mi cuerpo más frío que el frío del amanecer. Volver a casa corriendo y pensando en mi próximo bautizo.

Ver embotar bonito en el parking de una casa de un pueblo pesquero. En los parkings, por lo que parece, siempre suceden grandes cosas. Entrar y preguntar. Recibir su paciencia, el secreto de sus recetas y su generosidad. Volver a casa con las manos repletas de lomos de bonito recién cocinado. Pensar en la suerte del propio pez por tener este nombre. Y sino que se lo digan a Dolores. 

Descubrir cómo, cerca de Biarritz, un joven equipo de cocineras ha convertido un invernadero en una cocina de ensueño y la han rodeado de mesas iluminadas con velas que gotean y dejan la huella de sobremesas eternas. Imaginarme, otra vez más, viviendo en un invernadero. Y que cuando estoy en uno el tiempo se detiene, el ruido se desvanece y solo predomina la luz.

Reconozco que ha sido un verano de montañas. Perdí la cuenta de cuántas, pero fue bonito mientras duró. Subir acompañada de gente que vive en la naturaleza no tiene nada que ver. Es su hábitat. Consiguieron hacérmelo sentir mío. Llegar arriba y sentir que era yo la que sobrevolaba a los pájaros porque estos planeaban por debajo de mi. Ver el mundo desde la cima y sentirme diminuta pero capaz.

Observar día tras día todas las formas y lugares posibles donde puede dormir un gato. Sorprenderme por ello. Tratar de imitarlo y ver que es posible. Compartir sus silencios, percibir su nobleza y observar su vulnerabilidad. Ver lo mucho que tenemos de animal. Y dar las gracias por esa parte humana.

Ir a pescar con niños. Recordar que yo aprendí con mi abuelo y en lo mucho que me gustaría volver a hacerlo. Preparar la caña, poner el anzuelo y lanzarlo al mar. Esperar. Moverse de lugar. Esperar. Volver a colocarse. Observar. Ver cómo alguien saca un pez a lo lejos y que lo devuelve al mar. Ver la esperanza en los ojos de un niño. También su paciencia. Observar el agua. Que pasen las horas. Llegar a casa con la cesta vacía, pero feliz por haber estado en paz cerca del agua.

Pasear por una ciudad y que esta te invite a SOÑAR, de forma literal. Ver la palabra escrita en negrita, inmensa, en el lateral de un edificio. Y pensar lo maravilloso que sería dejar imprenta en las ciudades con palabras que nos empoderen a vivir. Gritando mucho. Escribiendo fuerte.

Visitar a Ainara, una ceramista que compartió conmigo su proceso de trabajo. Todo manual. Como antes. De nuevo, ver la pasión en unos ojos y en unas manos. Que te cuente la historia y el origen de uno de sus platos más conocidos, ya que este ha recorrido las pantallas de medio mundo. Un plato en forma de cara. Y caer, al momento, en que su molde es la cara de una amiga tuya. Sonreír y sorprenderte. Otra vez.

Las conexiones. Las casualidades. Las redes. Las almas conectadas. Los lugares comunes. Los pensamientos cruzados. Las miradas que se encuentran. Los sueños compartidos. 

Espero que a este verano le suceda un otoño parecido para seguir viviendo de cerca la verdad de las cosas. O más bien, las cosas de verdad.

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