Una mesa anticapitalista

Casi a finales de enero, después de dos meses, fui a echar una mano a mi amigo Ulpi para bajar el mueble a la calle y dejarla de nuevo junto al contenedor de basura.

Me fui a tomar algo con mi amigo Ulpi cerca de su casa, en Chamberí. Eran las ocho de la noche. Encontramos un bar abierto que no estaba lleno de gente. En la planta de abajo descubrimos una mesa de billar libre, pedimos unas cervezas y bajamos. Jugamos un rato, nos saltamos todas las normas porque yo era incapaz de no meter la bola negra en los primeros golpes. Luego subimos a la terraza a fumar y nos quedamos hablando un rato. Yo intentaba no temblar de frío. La conversación era muy interesante, apocalipsis, colapso ecológico, capitalismo rapaz, geología, explotaciones mineras, ética, supervivencia. Esas cosas. Cuando el frío era ya insoportable y el viento congelaba hasta los pelos de la nariz, pagamos la cuenta y nos marchamos. De camino a casa la encontramos. 

Serían las once cuando vimos, al lado de la basura, un montón de muebles y un señor que no paraba de bajar cosas de la casa de enfrente. Bingo, pensé. “No jodas, mira esto”, dijo Ulpi. Era de noche, los objetos estaban tirados en un recoveco al lado de la basura. Era difícil ver si había algo de valor. Luego nos fijamos mejor y vimos que había una mesilla de noche con cajones en perfecto estado, unos cuadros pequeños del gran Tintín, una especie de escultura maya muy alargada y unas maderas del Ikea para dejar los zapatos. Estaba todo perfecto, así que empezamos a recogerlo para llevarlo a casa. La gente nos miraba con envidia. Aquello era nuestro, habíamos llegado primero. 

Entonces me fijé en la mesa que no había querido ver hasta entonces. “En verdad la mesa está perfecta”, le dije a Ulpi, que me miró mientras tanteaba la situación. Vive con su novia en un apartamento pequeño y dejarle la mesa unos días podía ser un auténtico marrón. “Vengo mañana a por ella”, le aseguré, “que me hace falta”. No me hacía falta, pero estaba tan ebrio de cosas que no podía dejarla ahí. “Venga”, dijo, o creo que dijo. Pusimos todo encima de la mesa, una mesa de despacho negra y alargada, y subimos hasta su casa por las escaleras, abrimos la puerta. Sonreímos como niños que acaban de regresar de jugar en el barro y su novia se rió con nosotros, sin comprender, pero feliz de no saber todo el rato lo que está pasando. 

Le explicamos que esa mesa era para mí, que la necesitaba (no la necesitaba) y que al día siguiente, sin falta, vendría a por ella. Claro que no fui al día siguiente. Tenía cosas que hacer, aunque a veces siento que mi trabajo es pretender que tengo cosas que hacer para poder hacer lo que me da la gana. Pero eso es otro tema. Luego llegaron las vacaciones de navidad, ellos se fueron a casa, yo me fui a casa, todos somos de Valladolid, así que de vez en cuando hablábamos de la mesa. “¿Cuándo volvéis?”, pregunté. “El ocho”, me dijeron. “El ocho voy a por ella, seguro”, les contesté. “Pero si no entra en casa”, dijo mi compañero de piso, que también es de Valladolid y también se estaba tomando con nosotros una cerveza. “Ya”, dije yo, o lo pensé por lo menos. 

Siento que me acerco al tema de este texto, pero me da miedo. Siento que cuando llegue, cuando lo descubra, no va a ser para tanto. Es como inflar un globo y pincharlo con una aguja, o con un mechero. Capitalismo, ese es el tema. No podemos seguir. Casi a finales de enero, después de dos meses, fui a echar una mano a mi amigo Ulpi para bajar la mesa a la calle y dejarla de nuevo junto al contenedor de basura. En mi habitación no entraba ni aunque durmiese en el suelo. Después nos tomamos una cerveza (otra vez) en otro sitio simpático, un bar de barrio lleno de abuelos. Esos son los buenos sitios, los que están llenos de viejos. Estábamos en la terraza, otra vez, muriendo de frío y hablando de nuestra generación. “No podemos vivir como nuestros padres”, me dijo. “Estoy leyendo un libro que habla de eso”, dije yo. El libro es Vivir peor que nuestros padres, de Azahara Palomeque. También estoy leyendo Sapiens, de Yuval Noah Harari. Ese Ulpi ya se lo había leído. 

Tenemos que quitarnos de la cabeza vivir la vida de nuestros padres, defiende Azahara, si queremos dejar un planeta habitable a la siguiente generación. También habla de porros y de Madrid y critica Feria, de Ana Iris Simón. “No se puede, porque es materialmente imposible, reclamar un boom económico desfasado y a la vez desear el equilibrio climático, la biodiversidad, el agua dulce de antaño, porque el primero condujo al destrozo del segundo”, escribe Palomeque. Sapiens es relevante en este contexto porque nos enseña que somos idiotas, que ahora nos creemos listos, pero llevamos arrasando nuestro entorno desde hace milenios, y ahora nuestro entorno es el planeta. Hay ricos que están pensando en irse a Marte. 

Ulpi aporta algo importante, el colofón a esta tediosa discusión: “Antes no sabíamos que si tirábamos a todos los mamuts por un acantilado nos quedaríamos sin mamuts para la siguiente temporada. Ahora sabemos que nos estamos cargando el planeta. Y aun así seguimos”. Y aun así, seguimos. La verdadera revolución, la revolución que nos distinguiría de todos los que vinieron antes que nosotros, sería parar, detenerlo todo. Unos chavales pasaron por detrás de nosotros mientras disfrutábamos de la cerveza. “Mira”, me dijo Ulpi. Me di la vuelta, iban con nuestra mesa de camino a casa. “Esto significa algo”, le dije, mirándole como un loco, “esa mesa representa justo lo que hemos estado hablando”. “No sé”, contestó él, con una sonrisa, “puede ser”. Ahí nació este artículo. Espero que a los chavales les entrase la mesa en la habitación. 

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Una mesa anticapitalista

Casi a finales de enero, después de dos meses, fui a echar una mano a mi amigo Ulpi para bajar el mueble a la calle y dejarla de nuevo junto al contenedor de basura.

Me fui a tomar algo con mi amigo Ulpi cerca de su casa, en Chamberí. Eran las ocho de la noche. Encontramos un bar abierto que no estaba lleno de gente. En la planta de abajo descubrimos una mesa de billar libre, pedimos unas cervezas y bajamos. Jugamos un rato, nos saltamos todas las normas porque yo era incapaz de no meter la bola negra en los primeros golpes. Luego subimos a la terraza a fumar y nos quedamos hablando un rato. Yo intentaba no temblar de frío. La conversación era muy interesante, apocalipsis, colapso ecológico, capitalismo rapaz, geología, explotaciones mineras, ética, supervivencia. Esas cosas. Cuando el frío era ya insoportable y el viento congelaba hasta los pelos de la nariz, pagamos la cuenta y nos marchamos. De camino a casa la encontramos. 

Serían las once cuando vimos, al lado de la basura, un montón de muebles y un señor que no paraba de bajar cosas de la casa de enfrente. Bingo, pensé. “No jodas, mira esto”, dijo Ulpi. Era de noche, los objetos estaban tirados en un recoveco al lado de la basura. Era difícil ver si había algo de valor. Luego nos fijamos mejor y vimos que había una mesilla de noche con cajones en perfecto estado, unos cuadros pequeños del gran Tintín, una especie de escultura maya muy alargada y unas maderas del Ikea para dejar los zapatos. Estaba todo perfecto, así que empezamos a recogerlo para llevarlo a casa. La gente nos miraba con envidia. Aquello era nuestro, habíamos llegado primero. 

Entonces me fijé en la mesa que no había querido ver hasta entonces. “En verdad la mesa está perfecta”, le dije a Ulpi, que me miró mientras tanteaba la situación. Vive con su novia en un apartamento pequeño y dejarle la mesa unos días podía ser un auténtico marrón. “Vengo mañana a por ella”, le aseguré, “que me hace falta”. No me hacía falta, pero estaba tan ebrio de cosas que no podía dejarla ahí. “Venga”, dijo, o creo que dijo. Pusimos todo encima de la mesa, una mesa de despacho negra y alargada, y subimos hasta su casa por las escaleras, abrimos la puerta. Sonreímos como niños que acaban de regresar de jugar en el barro y su novia se rió con nosotros, sin comprender, pero feliz de no saber todo el rato lo que está pasando. 

Le explicamos que esa mesa era para mí, que la necesitaba (no la necesitaba) y que al día siguiente, sin falta, vendría a por ella. Claro que no fui al día siguiente. Tenía cosas que hacer, aunque a veces siento que mi trabajo es pretender que tengo cosas que hacer para poder hacer lo que me da la gana. Pero eso es otro tema. Luego llegaron las vacaciones de navidad, ellos se fueron a casa, yo me fui a casa, todos somos de Valladolid, así que de vez en cuando hablábamos de la mesa. “¿Cuándo volvéis?”, pregunté. “El ocho”, me dijeron. “El ocho voy a por ella, seguro”, les contesté. “Pero si no entra en casa”, dijo mi compañero de piso, que también es de Valladolid y también se estaba tomando con nosotros una cerveza. “Ya”, dije yo, o lo pensé por lo menos. 

Siento que me acerco al tema de este texto, pero me da miedo. Siento que cuando llegue, cuando lo descubra, no va a ser para tanto. Es como inflar un globo y pincharlo con una aguja, o con un mechero. Capitalismo, ese es el tema. No podemos seguir. Casi a finales de enero, después de dos meses, fui a echar una mano a mi amigo Ulpi para bajar la mesa a la calle y dejarla de nuevo junto al contenedor de basura. En mi habitación no entraba ni aunque durmiese en el suelo. Después nos tomamos una cerveza (otra vez) en otro sitio simpático, un bar de barrio lleno de abuelos. Esos son los buenos sitios, los que están llenos de viejos. Estábamos en la terraza, otra vez, muriendo de frío y hablando de nuestra generación. “No podemos vivir como nuestros padres”, me dijo. “Estoy leyendo un libro que habla de eso”, dije yo. El libro es Vivir peor que nuestros padres, de Azahara Palomeque. También estoy leyendo Sapiens, de Yuval Noah Harari. Ese Ulpi ya se lo había leído. 

Tenemos que quitarnos de la cabeza vivir la vida de nuestros padres, defiende Azahara, si queremos dejar un planeta habitable a la siguiente generación. También habla de porros y de Madrid y critica Feria, de Ana Iris Simón. “No se puede, porque es materialmente imposible, reclamar un boom económico desfasado y a la vez desear el equilibrio climático, la biodiversidad, el agua dulce de antaño, porque el primero condujo al destrozo del segundo”, escribe Palomeque. Sapiens es relevante en este contexto porque nos enseña que somos idiotas, que ahora nos creemos listos, pero llevamos arrasando nuestro entorno desde hace milenios, y ahora nuestro entorno es el planeta. Hay ricos que están pensando en irse a Marte. 

Ulpi aporta algo importante, el colofón a esta tediosa discusión: “Antes no sabíamos que si tirábamos a todos los mamuts por un acantilado nos quedaríamos sin mamuts para la siguiente temporada. Ahora sabemos que nos estamos cargando el planeta. Y aun así seguimos”. Y aun así, seguimos. La verdadera revolución, la revolución que nos distinguiría de todos los que vinieron antes que nosotros, sería parar, detenerlo todo. Unos chavales pasaron por detrás de nosotros mientras disfrutábamos de la cerveza. “Mira”, me dijo Ulpi. Me di la vuelta, iban con nuestra mesa de camino a casa. “Esto significa algo”, le dije, mirándole como un loco, “esa mesa representa justo lo que hemos estado hablando”. “No sé”, contestó él, con una sonrisa, “puede ser”. Ahí nació este artículo. Espero que a los chavales les entrase la mesa en la habitación. 

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