Volver a dónde se fue feliz

Antes de escribir esta columna me puse a contar: a lo largo de mi vida he estado cinco veces en Ibiza, dos en Menorca, diez en Palma, dos en Formentera y veintinueve en la costa valenciana. No sé cuántas en Italia y en Portugal fueron ocho casi seguro. Conté y he ido a la costa gaditana unas seis veces, a ver cuál fue mejor. Este año no me cupo una escapada el sur pero la tengo grabada a fuego para que no se vuelva a escurrir en mi calendario

*

Este verano sólo he vuelto a lugares en los que ya estuve y me he enfrentado (sólo en el plano literario) a Félix Grande, poeta extremeño, cuando escribió sus versos famosísimos que después reprodujo Sabina en Peces de Ciudad: ‘a dónde fuiste feliz, no debieras tratar de volver’. Yo rompí la regla a mí manera, como quién tiene una cruzada personal e íntima con lo que leyó, y fui en busca de acabar con la metáfora. Estos dos meses me he estado moviendo con la seguridad de que iba estar en un lugar que ya sabía de antemano que me iba a gustar. Fui feliz en su momento y sabía, con precisión de tiradora olímpica, que disfrutaría otra vez. Que esos rincones me saben a casa, a la comodidad de mi camiseta ancha, a mis chanclas usadas. 

Y aunque el río nunca sea el mismo algunas certezas me amansan: el ruido de las cigarras a las 8 de la mañana, el olor a pinada, la arena harinosa en mis pies, intentar colocar mi espalda en las playas de aquella cala, comprar para hacer ensaladas en casa y cervezas heladas cerquita del mar. Sigo yendo y sigo quedándome boquiabierta con el agua turquesa de enfrente de mi costa. No hay sorpresa desconocida que pudiera eclipsar la fascinación que me produce sumergirme cada vez en el Mediterráneo. Fascinación que me hace preguntarme, sin buscar respuesta, cómo esas islas existen en el país en el que crecí, cómo las tengo a media hora en avión o cómo el sol gigantesco de Cádiz se pone, imperial, tan sólo si conduzco carreteras sinuosas unas cuantas horas. 

No he querido arriesgarme porque no me apetecía. Quise volver dónde fui feliz para recrearme, para sacudirme la prisa como si me sacudiera el polvo de la urgencia, a practicar mi propio lujo de no tener nada que conocer, sino más bien ir descubriendo mientras camino y miro con ojos renovados. Recorrí la Puglia que ya había visitado hace 10 años y me paré 2 horas a beber un spritz al atardecer todos los días. Llovió y dormimos la siesta. Me dediqué a beber vino una tarde entera en la Praça das Flores de Lisboa y no vi nada más que las calles de ida y de vuelta a casa. También hubo siestas en la costa portuguesa y un camino largo por carreteras lentas. Quise volver porque estoy construyendo mis refugios y porque aspiro a sumergirme en mi zona de confort y vivir en ella un rato. 

¿Cómo vivir sin volver a esos rincones en los que lloré y me reí y despegué, me calmé y me despreocupé? ¿Cómo pasar veranos pensando sólo en qué habrá fuera del espectro de lo que sentí si ya sé lo que quiero sentir?

Que nadie se preocupe que seguiré viajando, pero, por favor, déjenme veranear. Los millonarios comprando villas y las abuelas yendo a esa playa y no a otra siempre tuvieron razón: hay que tener un rincón al que volver religiosamente, hay que tener un Dios al rezar. 

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES