A mí Wallapop, más que libros de segunda mano o muestras de perfumes, lo que me ha dado han sido las mejores anécdotas de mi vida. Hace unos meses, en un alarde de injustificado optimismo, decidí prestarle -y empleo el verbo prestar porque en aquel momento estaba convencido de que aquello se trataba de un préstamo- un libro a cierta persona, convencido como estaba de que habría un próximo encuentro. No sólo eso, sino que, con tan noble gesto, disipaba todas las posibles dudas que pudiesen, en el más catastrofista de los escenarios, surgirle a la susodicha en el improbable caso de que no lo tuviese tan claro. Con la tontería de la devolución, pensaba yo, no le quedaría otra que volver a verme. El plan, sobre el papel, no admitía pegas, y los tiempos en condicional con los que mi mente repasaba todas las posibilidades nunca fueron tomados demasiado en serio.
Hasta ahí, nada relevante, lo de prestar libros es sinónimo de un interés sincero y puro y al mismo tiempo algo hasta sentimentalmente chantajista y mira, el que no quiera arriesgar un poquito a veces mejor que se quede en casa sin salir de su habitación. El tema me dio hasta para un artículo, que escribí no con la intención de que la persona implicada lo leyese, no le interesan mis lecturas como para que le interesen mis textos, sino que lo hice para desahogarme, que es a lo que yo vengo a sustrato, a ahorrarme la pasta en terapeutas.
Lo grave del asunto vino con el libro elegido. Porque no era uno de esos que sirven para decorar la estantería del salón o para calzar una cómoda. El libro en cuestión era especial. Al menos para mí lo era. Estaba -y lo sigue estando, por mucho que haya cambiado de manos- dedicado por su autora. Una dedicatoria bonita, íntima, personal e intransferible. No era un con cariño para Luis. No lo era. Las frases, las palabras elegidas, lo que insinuaban aquellos puntos suspensivos; todo aquello formaba parte de un código de lenguaje con un emisor y un receptor muy concreto, en ese idioma privado y único que existe entre dos personas que se conocen y se aprecian. Las dedicatorias así no se pueden prestar.
Como el lector es adulto no hace falta aclarar que me quedé sin libro, sin dedicatoria y sin puntos suspensivos. Pero es en este momento de la narración donde aparece al rescate la mayor fuente de anécdotas que conozco, Wallapop. Hay dos estados emocionales que llevan a una persona a abrir la aplicación de Wallapop en el móvil, la nostalgia y la curiosidad.
Movido por ambas, que ahora que lo pienso han sido siempre los dos grandes motores de mi vida, tecleé en el buscador de la aplicación el título del añorado libro. Sin mucha fe, un poco como el que envía un whatsapp a las tres de la mañana. Enter y que sea lo que Dios quiera. Y lo que Dios aquí quiso fue toda una revelación.
Porque uno de los tres o cuatro artículos que mi pantalla me mostraba me resultaba extrañamente familiar, y no sólo por haberme traído de golpe el recuerdo de los colores, la tipografía y el diseño de una portada hasta ese momento difuminada en mi memoria. Aquel era mi libro. No en una connotación metafórica, sino material. Era mi puto libro. El mío y solamente mío. El de la dedicatoria bonita, íntima, personal e intransferible. El prestado cuando creí estar enamorándome y lo que pasaba sencillamente era que era gilipollas.
Pero hay más -qué momentazo este, ¿eh?, cuando en medio del relato de los hechos, ya sean orales o escritos, el narrador se da el gustazo de recrearse con un Pero espera, que hay más-. Mi libro, ya de por sí caro, relucía en Wallapop a un precio desorbitado, muy superior al original. A la tía se le puede reprochar toda la desfachatez y amoralidad del mundo, pero desde luego no carecer de un inmaculado sentido del emprendimiento, y no seré yo quien cargue contra los entrepreneurs españoles, ni siquiera contra los más hijos de puta.
La tía, la muy morbosa, estaba especulando no con el valor real de un libro, sino con la historia que habría detrás de aquella dedicatoria, con todas las teorías ficticias que caben en las cabezas de los potenciales compradores Wallapop mediante. Y como desde siempre supe que hay cosas que, por pura definición, no pueden tener un precio porque no son objeto de trueque ni consumo sino patrimonio inmaterial de quien las posee, no me quedó otra que soltar la morterada correspondiente, a todas luces injustificada, y volver así a pagar un libro por segunda vez para que siguiese siendo mío, aunque mío lo será siempre.
Claro que dada mi vergüenza patológica y enfermiza, lo tuve que hacer no desde mi propia cuenta sino desde una anónima, esto es, la de mi madre, que es desde donde compro las novelas románticas y la droga; en general cualquier cosa que me de apuro reconocer como propia. Las películas que se monte cuando vea lo que he pagado por un libro con dedicatoria, sin saber que el dedicado es su hijo, ya son cosa suya.