Yo vi torear a Juan Ortega

Últimamente no le pido mucho a la vida. Que no pase muy rápido, encontrar un trabajo en el que me pueda sentir cómodo y emocionarme de vez en cuando. Algún chupito de felicidad también sería bien recibido. Una media sonrisa tontorrona. Una brisa de poniente en mitad de esta ola de calor que por momentos es la vida.

De lo anteriormente pedido en esa carta de reyes escrita a la vida, emocionarme es lo que más ansío por momentos. Una bocanada de aire que me haga sentir que la presencia de uno en este lugar sigue mereciendo la pena. Sonreirle a los niños y a los perros cuando paseo por la calle, el primer sorbo de la primera cerveza del viernes o un gol en directo. Porque una goleada no emociona tanto como un gol en el último minuto para deshacer el empate, como ese beso robado a última hora de la noche que llevabas deseando darle desde el momento en el que la viste entrar por la puerta de aquel bar.

Lo incómodo de esta búsqueda de lo que emociona es no saber distinguir entre lo real y lo ficticio. Creer que únicamente la felicidad es emoción sería no haber entendido nada. ¿Cuántas obras maestras habrán nacido fruto del desamor o la muerte? La emoción no es un reflejo de la felicidad o de la tristeza. La emoción es la verdad; y lo falso, lo artificial, no nos conmueve como sí lo hace lo veraz, lo imperfecto. Porque en la sencillez, en la naturalidad, no hay engaño.

Por todo lo dicho anteriormente es por lo que encuentro en el toreo una de las mayores verdades —de las mías, claro— con las que convivo a día de hoy (que no diría La Libreta). Porque, en un mundo cada vez más virtual que analógico, más infantil que maduro y más rápido y también menos emocionante, existe una persona que se pone delante de la muerte para expresarse como es. Y lo más importante, si lo hace de manera impostada, todo el mundo lo sabrá y, además, no estará transmitiendo nada. Por eso ser torero no sólo es ir vestido de luces, el matador debe rezumar verdad por los cuatro costados. Y si alguien me transmite eso es Juan Ortega.

El pasado viernes, mi padre y yo viajamos de Cádiz a Málaga para ver torear a Ortega en un cartel que estaba a la altura de aquella aventura, pero que no habría sido lo mismo sin el de Triana. Y en una tarde en la que los toros de Juan Pedro Domecq no estuvieron a la altura, un chispazo, una de esas ráfagas de viento fresco, se nos apareció en forma de verónicas. Juan recibió a Surrealista a cámara lenta, como si en La Malagueta hubiese un radar de tramo, Ortega meció el capote con la naturalidad que él mismo desprende en cada lance, levantando así al público de una plaza entregada a ese baile templado con la muerte. Tras aquel toro me llegó un mensaje al teléfono: “Ya has visto un muchito de tu Juan Ortega”. Y sí, creía que ya lo había visto todo, y me conformaba plenamente con aquel remanso de paz y belleza en un mundo que se vuelve horrible por momentos, pero la muerte no es el final.

Cuando todo parecía haber acabado ahí —bendito final—, en el sexto de la tarde, su segundo toro, volví a emocionarme. De nuevo, Juan improvisó una coreografía, esta vez con la muleta, junto a Lacerado: cinco ayudados por alto rozando el lomo del animal con los que, acompañados de un molinete muy despacito, se colocó al toro a la perfección para ejecutar un pase de pecho que jamás habría sido multado por exceso de velocidad.

En ese instante uno entiende que la vida es tan bonita como fugaz. Que por mucho que vea algunos momentos repetidos por televisión o en el teléfono, no va a volver a sentir lo mismo que en aquella plaza. Que la vida breve nos hace saborear el momento preciso y que todo tiene más valor sabiendo que se acabará. De aquella tarde de toros hay muchas cosas que no olvidaré, pero hay dos que se me quedarán grabadas a fuego: que me encanta hacer cosas con mi padre y que vi torear a Juan Ortega.

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