El otro día salí de la oficina escopeteado hacia la parada de autobús. Algo normal teniendo en cuenta que a nadie le suele gustar pasear por Sevilla a las tres de la tarde un día cualquiera de agosto. De camino a la parada, como un furtivo que huye de algo o de alguien, incluso de sí mismo, me salté un par de semáforos que estaban en rojo para el peatón (mi segundo apellido debería ser riesgo) para caminar por la sombra lo antes posible. El primer semáforo fue un trámite facilito, pero en el segundo tuve que lidiar con uno de los toros más difíciles de mi vida, la mirada de un padre. Mientras cruzaba en rojo, un señor esperaba junto a sus dos hijos a que el semáforo se pusiese en verde para el peatón. “No viene nadie, papá” le dijo uno de los niños al verme pasar tan tranquilo, a lo que el padre le respondió que había que cruzar cuando estuviese en verde.
En ese momento te das cuenta de que ser padre es dejar de hacer lo que harías un día cualquiera, tú solito, para enseñarle a los que vienen detrás de ti cómo hay que hacer las cosas. Llevarles por el buen camino. Que acierten el máximo de veces posibles en las decisiones que tengan que tomar a lo largo de su vida porque, ¿en quién se va a fijar un hijo si no es en su padre?
Puede que sean cosas de la edad, pero últimamente sonrío cuando veo niños jugando en las calles o en la playa. Seguramente sea envidia —de la buena— porque no le dan importancia a cosas que no la tienen, saben que la vida no es para tanto y no conocen palabras malditas como bizum o resaca.
Confieso que la paternidad me atrae, y a veces parece que haya que decirlo en voz baja porque, si piensas así, estás renunciando a “vivir” la vida. Me gustaría ser padre, qué más te dará a ti si prefiero eso a pasarme la vida durmiendo en hostales por media Europa o perderme por el Sudeste Asiático una vez al año con treinta y pico. “A mí me viene fatal eso de tener hijos eh, yo quiero conocer mundo” le escuché una vez a una compañera de trabajo. Como si no fuese lo suficientemente interesante conocer el mundo de la curiosidad y las primeras veces desde los ojos de alguien que quiere saberlo todo.
Lo más gracioso de esta paternidad imaginaria en la que vivo por momentos es que, sin darme cuenta, me hago preguntas de más sin venir a cuento: ¿Sería yo un buen padre? ¿Podría ser ejemplo para alguien? Por momentos mantengo conversaciones en mi cabeza con un hijo que no tengo, con un amasijo de huesos que tampoco sé si tendré, pero por el que daría la vida desde la primera contracción. Incluso hay días en los que le escribo cartas sin remitente con pensamientos que nunca le diré pero que guardo en las notas del móvil por si acaso algún día soy padre, me levanto valiente y le llevo de camino al cole.
“No te conozco todavía, vamos, aún no vives ni en mis pensamientos medio cercanos, pero hay días en los que me siento vulnerable sólo de pensar que te pueda pasar algo y yo no pueda estar ahí para ayudarte. No quiero ser tu mejor amigo, no quiero que me cuentes las cosas —los padres lo saben todo—, sólo quiero que estés cómodo a mi lado y que sepas que estoy aquí para todo. Explicarte el porqué de las cosas. Que me imites al andar.
No quiero que seas el que más corre ni el que mejor juega al fútbol, sólo quiero que comas de todo y seas educado con los demás. Que todavía no lo sabes, pero llorar por una herida en el codo es normal y también pasajero. Que habrá heridas que, sin ser visibles, te dejarán más huella todavía que muchas de tus futuras cicatrices.
Qué presión ser ejemplo constante, porque si algún día decides mirarme desde un rincón, como un espía ruso, no quiero que se te caiga un mito. Y qué triste me voy a poner el día que te hagas mayor, que seas más alto que yo (con lo pequeño que eras) y, casi sin darme cuenta, salgas por la puerta de casa con la firme y natural decisión de no volver. Y no lo sabes, pero volverás, porque siempre volvemos, siempre, pero no serás el mismo, y yo tampoco. Y aún así habrá algo que no cambiará, existirá un lazo de unión inquebrantable (el cual me encargaré de no desgastar) que hará que las cosas de verdad no cambien. Te dejaré el coche, te diré que tengas muchísimo cuidado, te lo repetiré tres veces más antes de salir de casa. Me dirás que soy un pesado y que sabes conducir perfectamente, porque crees saberlo todo pero, lo que no sabes, querido, es que en realidad me da igual que le pase algo al coche.”