Escribo desde el 31E antepenúltima fila -asiento del medio- porque no soy lo suficientemente valiente, demandante, consecuente, para explicarle al tío de tatuajes, barba y hombros de gimnasio de al lado que su asiento es el mío, el 31F antepenúltima fila - ventanilla. Treinta y tres filas, la edad de Cristo. Dos filas más adelante, un chico de mi edad con corbata, gafas y cara de bibliotecario pelea por recuperar el suyo, también ventanilla, ocupado por una señora mayor con la permanente recién hecha y las uñas rojas muy largas. Le explica, paciente pero tajante, que se ha confundido, que el suyo es claramente pasillo y que le toca moverse, a lo que la señora responde que no está segura, que le enseñe el billete, por favor. El chico lo hace, ella enrojece un poco, se acomoda la permanente, hace levantarse a la chica del medio para intercambiar sus asientos y ocupa el suyo. El chico de gafas consigue su meta mientras repite por lo bajini “el mío era ventanilla, el mío era ventanilla”.
Todos queremos siempre ventanilla y desde mi desubicado centro en tierra de nadie me pregunto por qué. ¿Para mirar el mundo un rato desde arriba? ¿Para planear por encima de las miradas de la gente? Volar mola, a mi me encanta, pero son las ocho de la tarde de un 5 de diciembre y este vuelo dura cincuenta minutos, está nublado y, como mucho, ese chico conseguirá ver algunas lucecitas minúsculas de ciertos pueblos de Salamanca, muy abajo, muy en tierra y al otro lado de los cumulonimbos y la condensación del cristal.
Y digo yo, ¿pero no vamos a llegar todos igual de apretujados, hinchados y hartos al mismo destino? Son cincuenta minutos, pienso, ah claro, ¿cincuenta minutos de claustrofobia para él, tal vez? Quizá la ventana le haga sentirse menos atrapado, como si de un puñetazo él fuese el único de los seis de la fila 29 capaz de escapar por un hueco del tamaño de una caja de cereales. Su metro ochenta y cinco no cabe por ahí y él lo sabe, pero le da igual. Quizá simplemente se sienta a salvo y me parece completamente legítimo. Quizá no sea eso, quizá solo quiere apoyar la cabeza y dormirse jodiéndole las posibles vistas a la chica del asiento del medio bajo el pretexto de que ése es sususu asiento y nada más. O es que se marea y vomita en la bolsa de papel siempre que se sube a un avión y quiere protegernos a todos de forma altruista porque ha comido lentejas con chorizo. O que siendo su asiento, porque igual lo ha pagado, es cierto que puede utilizarlo como quiera y está en su pleno derecho de llenarlo todo de vómito si le apetece. O no, y es un puto egoísta que le ha arrebatado el sitio a una persona de la tercera edad, una señora que simplemente se había confundido y era la primera vez que volaba y ahora le ha jodido el sueño de su vida. No sé qué pienso de este asunto, no siempre tengo una opinión para todo. Quizá el chico con cara de bibliotecario solo buscaba un rincón más íntimo para que, cuando apaguen las luces en el despegue, nadie le vea rezar.
Yo hoy no quiero rezar. No me apetece. Siempre lo hago, rezo a Dios, al Universo, a la Vida, a mi abuela, le digo que quiero comer en su casa a la vuelta, pero hoy prefiero probar suerte, jugar a dejarlo todo en las manos del de arriba, a ver qué pasa, a ver qué me encuentro. A veces me da por ahí, a veces susurro para adentro dejo mi vida en tus manos Señor y siento un gran alivio, una paz como un lago. No sé si es la calma de la resignación de pensar que si este avión se estrella en Salamanca ninguno viviremos para contarlo y da exactamente igual qué asiento tenga cada uno. Nuestros cuerpos saldrán disparados contra el asiento de delante, nos partiremos la nariz, el cráneo, las piernas, algunos chillarán como ratones, otros se congelarán ante la película de su vida estrenándose en ese preciso momento, otros llamarán a su madre sin éxito y en la caída en picado quizás alguno se pregunte por qué no había rezado a Dios hoy, cómo se puede tener tanta soberbia dentro, una mirada tan altiva al estar por encima de las nubes que les hace sentirse al ladito mismo del origen de todo. Por cierto, ¿dónde estará?
Pienso que igual el chico de gafas quería la ventanilla para sentirse cerca de ese poder, de esa energía, de esa entidad que hace que la gente se meta en las capillas de los hospitales a rezar por sus hijos enfermos, que se cuela en el corazón de los que ven acercarse el final y desayunan solos todos los días viendo la misa de la 2. Porque igual solo quería sentirse al lado de ese algo que, una vez le contaron, podría salvarle la vida a la gente si lo pedía con ciega fe.
¿Nos salvaría Dios a nosotros entonces? ¿A todos? ¿A ninguno? ¿A mí, por no pelearme y cederle el sitio a un señor que no conozco de nada, cuando era mío, pero que por su mirada fría y punzante me ha paralizado e impedido activar el mecanismo de la petición de lo que aleatoriamente me pertenecía? ¿Moriré si nos estrellamos por no tener mi asiento de ventanilla por el cual no puedo escapar o por no tener el del pasillo que no lleva a ningún sitio? ¿Cuánto tardaría en entrar en parada mi corazón? ¿Hay algún médico en la sala? grita mi imaginación mientras vuela entre la resignación inevitable y calmosa de una muerte segura y la ansiedad que a veces me produce volar. Seguramente nadie me escucharía gritar entre sus gritos, nadie vería mis lágrimas de pánico, o a lo mejor no hay gritos ni hay lágrimas ni hay nada y me congelo en una foto finish y el infarto es fulminante y me muero en el acto por fumar. Pero, si nadie me escucha gritar que me estoy muriendo mientras ellos se están muriendo también o van a hacerlo en algún momento inmediato, ¿quién podría ayudarme? ¿Dios?
¿Y si mi corazón no se para, podría entonces salvarlos yo? ¿Sería capaz de abrazar a alguien mientras muere? ¿A quién elegiría para hacer mi gran obra del día? El milagro de acompañarle en su muerte mientras también muero yo. Tendría que elegir bien dónde colocar mi milagro. ¿Y si hubiera una posibilidad minúscula de salvar a uno de ellos, sería capaz de cribar la gravedad de sus heridas y sus posibilidades de supervivencia en función de su sexo y edad? ¿Sería posible distinguir quienes tienen hijos, amor o familia mientras caemos en picado? ¿Cómo podría yo decidir quién vive y quién muere? O, siguiendo las estadísticas aplastantes, ¿podría yo escoger quien no morirá sólo hoy? ¿Decide Dios estas cosas entonces? ¿Y si Dios no decide nada y somos nosotros quienes nos montamos en el avión equivocado, en el asiento equivocado, en ventanilla? ¿Y si ceder un asiento a nos salvase la vida?
La ventanilla revienta, explota en mil pedazos por la presión atmosférica, el chaleco salvavidas no se descuelga del 29f y el chico de gafas que había luchado por recuperar su sitio, efectivamente, había peleado en el fondo para conseguir morir en un avión al clavársele uno de los cristales en la yugular.
Me he gastado 3,50 en el peor café de mi vida así que seguiré escribiendo.
No sé qué pienso de nada de todo esto, no tengo una opinión absoluta de todo lo que me rodea y de repente hemos aterrizado en Oporto y el avión sigue en pie, nadie ha muerto nadie ha tocado a Dios. Afuera llueve y me pregunto si Dios es alguien que llora. Yo siempre lloro en los aviones y por eso me gusta tanto sentarme en la ventanilla.