Pasa el tiempo y aumenta el número de aficionados a los relojes a mi alrededor. No sé por qué. Quizá tenga algo que ver con el protagonismo descarado que empieza a cobrar el paso del tiempo. Quizá se deba sencillamente a que han sucumbido al oropel de las marcas de estatus. No lo sé. Lo que sí sé es que su condición de aficionados a los relojes no los define por completo; es decir, no todos son iguales, los hay mejores y los hay peores. Lo único que tienen en común es su tendencia a mirar de reojo muñecas ajenas.
En realidad, los relojes de pulsera no tienen tanto tiempo. Al parecer, el primero se diseñó en 1810. Carolina Murat, reina de Nápoles y hermana pequeña de Napoleón, se lo encargó al relojero suizo Abraham-Louis Breguet. Pero durante casi un siglo fue un objeto de uso exclusivamente femenino; los hombres usaban relojes de bolsillo. Esta costumbre cambió a partir de 1904, cuando el aviador brasileño Alberto Santos Dumont le pidió a Louis Cartier que construyera un reloj que pudiese consultar cómodamente en la cabina de un avión, sin tener que hurgar en el bolsillo de su chaleco para controlar el tiempo. Así surgió el modelo Cartier Santos, que se sigue produciendo actualmente. Sin embargo, el reloj de pulsera no se popularizó hasta después de la Primera Guerra Mundial. Fue entonces cuando dejó de ser únicamente un artículo de lujo y se convirtió en un objeto de uso cotidiano.
Con la llegada de los teléfonos móviles podría decirse que estamos volviendo al reloj de bolsillo. Son mayoría los que echan mano de la pantalla para consultar la hora. Sin embargo, en lugar de haber desaparecido el reloj de pulsera, lo que ha sucedido es que se le han añadido funciones. Ya no sirve solo para medir el tiempo. Algunos también miden ahora, por ejemplo, el ritmo cardíaco. Es un instrumento, por tanto, que no ha perdido su poder de seducción.
Son icónicos algunos relojes gracias al cine, y alguno incluso ha protagonizado alguna escena memorable. En Pulp Fiction, el capitán Koons, interpretado por Christopher Walken, cuenta las aventuras de un Lancet que pasa de generación en generación. Al principio, el monólogo aborda los orígenes del reloj de pulsera; al final, bueno, ya saben, la cosa se pone un poco más heroica.
Pero lo que me animó a sentarme a escribir sobre el reloj de pulsera no fue una película, sino una canción: Instrucciones para dar cuerda a un reloj, de Migala. Me resultó hipnótica. No sé cuántas veces la escuché la semana pasada. La voz que se escucha es la de Julio Cortázar, que recita su Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj:
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben–, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Después de unas cuantas escuchas, me pregunté si Julio Cortázar llevaría o no reloj. Teniendo en cuenta sus palabras, parece lógico pensar que prefería llevar las muñecas libres. Sin embargo, busqué imágenes en internet y encontré algunas en las que sí llevaba reloj. Lo que no he podido averiguar es el reloj que llevaba, porque se lo ponía al revés; es decir, no situaba la esfera en la parte visible de la muñeca, sino en la parte interna, sobre las venas a las que recurren los suicidas. Él también cayó en la trampa.