Cambio de clase (parte I)

Como un mundo entero sin adultos.

Como un mundo entero sin adultos. Así recuerdo esos cambios de clase que se alargaban más de la cuenta, cuando parecía que los mayores nos habían dado a los niños las llaves del colegio, como diciendo a ver si vosotros lo sabéis hacer mejor, y la campana que ha sonado hace rato pero la profesora no viene, y un nerviosismo tonto y adolescente se va apoderando poco a poco de un aula cada vez más efervescente, porque sigue pasando el tiempo y lo que antes eran cinco minutos ahora son diez, y es evidente que ha debido pasar algo gordo pues no es normal que la clase quede huérfana de mando tanto tiempo, pero a mí qué más me da, yo este caos lo celebro igual, aunque ya no sé muy bien qué hacer porque ya me ha dado tiempo a ir al baño dos veces y a copiarle los deberes que nos habían mandado para hoy a una niña que nunca se queja, la muy santa, y reconozco que no sé muy bien cómo lidiar con esta ausencia de autoridad porque sólo tengo trece años, y mi cada vez menos infantil imaginación fantasea con la posibilidad de que la profesora se haya olvidado de su obligación laboral o que la buena señora se haya muerto, o peor aún, que harta de aguantar durante años los mismos bufidos, las mismas gansadas y a los mismos chivatos, haya cumplido por fin su promesa de abandonar la docencia el día menos pensado, y anoche, por ejemplo, haya decidido fugarse a Portugal con el profesor de inglés diciendo ale, ahí os quedáis, majetes, situación que crearía un trauma sin precedentes en toda una generación escolar, porque los profesores están para enseñar, no para liarse entre ellos los muy marranos, que para eso ya estamos los alumnos, y mientras yo divago sobre las aventuras extramatrimoniales del claustro alguien ha sacado el balón de reglamento y aquí estoy, tirando caños a las sillas, y ya da igual lo que pase en el recreo que nada mejorará este momento de histeria colectiva y frenopático juvenil, aunque ahora empiezo a notar como nace en mis entrañas un amago responsable y desconocido que desea que aparezca la profesora ya mismito, porque no sé cómo gestionar tantísimo descontrol y en el fondo anhelo un principio de jerarquía, al menos dentro de estas cuatro paredes, y que bueno, estos 25 minutazos de primer contacto con la anarquía han estado bien, pero vamos, que la broma ya está hecha y que por mí podemos volver al mundo de los adultos.

Intensos. Definitivamente aquellos minutos sin más ley que la de las hormonas eran intensos. Los recuerdo como una especie de adolescencia condensada dentro de otra adolescencia. De entre todos esos cambios de clase, hubo uno, sólo uno, que conserva la categoría de inolvidable. O al menos así quiero recordarlo. La vida no es como fue, sino como se recuerda. 

Sucedió en segundo de la ESO, cuando a falta de otros trastos nos dio por tirarnos biblias los unos a los otros, no por un anticlericalismo radical que aún no había dado tiempo a aflorar en nuestros cuerpos todavía en agraz, sino porque no teníamos nada mejor a mano. Si tirábamos biblias era porque biblias sobraban en clase, y si en clase sobraban biblias no era por otra razón más que por el incontestable hecho de que estábamos, así lo habían decidido nuestros padres, en un colegio de monjas. Así hemos salido todos, claro, ateos perdidos.

Además de Biblias, también practicamos el noble arte del lanzamiento de diccionario, pero es de justicia reconocer que preferíamos las santas escrituras sobre sus compañeros de estantería, pues cualquier crío siente un gozo indescriptible al ver vulnerables los principios más férreos y sagrados de los adultos, amén del espectáculo bellísimo que supone contemplar las páginas sueltas llenas de versículos flotando por el aire, frágiles y livianas, como mariposas de papel, en mitad del aula de 2°C. El incomparable atractivo de lo estético y salvaje a la vez. La hipnótica sensualidad de ver catedrales arder. Imagino que de haber sido niños afganos hubiésemos sacado ahí mismo los kalashnikov y hubiésemos pegado un par de tiros al techo en señal de pura dicha. La mayoría no éramos más que niños pijos jugando a ser niños macarras. Supongo que los niños macarras, que también los había, simplemente jugaban.

Entre esos macarras destacaba uno por encima del resto. Le llamaremos Lázaro pero no se llamaba Lázaro, y con solo 15 años ya era toda una leyenda. Con su pelo de pincho, sus dientes en forma de sierra y su camiseta remangada marcando bíceps, reunía todos los estereotipos del malote canónico de la España de principios de siglo. Y fue Lázaro, no podía ser otro, el auténtico muñidor de aquello, el autor intelectual del maltrato generalizado a la Palabra de Dios, ni más ni menos. Lázaro debía medir no menos de dos metros, y el muy cabrón utilizaba tal condición para intimidarnos, a decir verdad bien que lo conseguía. Era un hombre admirablemente eficaz en su perverso propósito.

Lázaro, el malote de mi clase, había repetido dos veces. Hay una época en la que en cada clase siempre hay un repetidor y en la nuestra tardamos bastante poco en encontrar al representante del gremio. Temido en todo el colegio, en todo el barrio, y seguramente en toda la ciudad, aunque esto último nunca lo llegué a saber del todo pero sí a sospechar, Lázaro imponía hasta el más pintado, y eso que a los 15 todos nos damos golpes en el pecho y somos muy gallitos, pero a ver quién se atrevía con nuestro amigo. Que una cosa es poner cara de pelea y otra muy distinta es pelear. Incluso había un cierto orgullo en el grupo de amigos por tener en nuestra clase al mayor malote del colegio, como si el temor ajeno fuera algo que te perteneciese por simple militancia, como cuando gana Nadal y piensas joder, qué orgullo compartir nacionalidad con este tío. Como si te tocase una parte de responsabilidad por compartir DNI.

Para meterse con Lázaro había que tenerlos cuadrados. Lázaro nos despreciaba, ni se dignaba a hablarnos. Yo solo había hablado con él una vez, cuando me amenazó con cortarme los cojones con una navaja al enterarse de que estaba saliendo con Irene, la hermana de un amigo suyo, y aquello le debió parecer motivo más que suficiente para mi castración. Un diplomático el tipo. Quitando aquellos divertidos incidentes que de divertidos no tenían nada, jamás hablaba con nosotros. Le debía parecer indigno. Era callado como un viudo, salvo para llamarnos maricón o gilipollas. Para eso sí hablaba el tío.

Con todo ello, alrededor de Lázaro existía una mitología fascinante, quizá por esa especie de atracción que provocan los tíos duros, los macarras que van en moto y se ligan a las chicas guapas en esa edad en la que juegas a ser adulto y metes mucho la lengua cuando besas.

Y fue Lázaro, porque evidentemente sólo podía ser Lázaro, el auténtico artífice de aquello. Aunque lo cierto es que todos le seguimos con alegre inconsciencia. Y allí que fuimos, aprovechando la demora del profesor de turno que parecía haber dimitido de sus funciones. Con ese valor de lo prohibido tan adictivo cuando te acaba de salir la primera pelusilla en el bigote. Torpes, como no podía ser de otra manera, iniciándonos los más en una ceremonia de malote que a todos nos quedaba grande.

Y las Biblias volaban, de vez en cuando un diccionario. Y pobre de aquel que se escondiese bajo el pupitre o que renunciase a la batalla cuerpo a cuerpo contra sus pares, pues a ese le iba a caer el doble o el triple en ese crisol incontrolable de hormonas, al grito unánime y nada edificante de maricón, o de nenaza, porque sólo las niñas se refugiaban de la improvisada batalla en una esquina. Claro que también hubo niñas que participaron. Éstas son ahora mis amigas.

Qué gozosos son los paraísos de la adolescencia pero qué poco duran, porque a la media hora llegó Pilar, a la sazón profesora de matemáticas, jefa de estudios de secundaria y máximo exponente de una educación basada en el látigo y la amenaza como principal acicate académico. Era evidente que en aquella Pilar de aquella España no tan lejana no habían calado las técnicas educativas basadas en el diálogo o en la empatía. Sus métodos eran menos prosaicos, más castrenses.

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(puedes leer la segunda parte del cuento aquí)

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Como un mundo entero sin adultos. Así recuerdo esos cambios de clase que se alargaban más de la cuenta, cuando parecía que los mayores nos habían dado a los niños las llaves del colegio, como diciendo a ver si vosotros lo sabéis hacer mejor, y la campana que ha sonado hace rato pero la profesora no viene, y un nerviosismo tonto y adolescente se va apoderando poco a poco de un aula cada vez más efervescente, porque sigue pasando el tiempo y lo que antes eran cinco minutos ahora son diez, y es evidente que ha debido pasar algo gordo pues no es normal que la clase quede huérfana de mando tanto tiempo, pero a mí qué más me da, yo este caos lo celebro igual, aunque ya no sé muy bien qué hacer porque ya me ha dado tiempo a ir al baño dos veces y a copiarle los deberes que nos habían mandado para hoy a una niña que nunca se queja, la muy santa, y reconozco que no sé muy bien cómo lidiar con esta ausencia de autoridad porque sólo tengo trece años, y mi cada vez menos infantil imaginación fantasea con la posibilidad de que la profesora se haya olvidado de su obligación laboral o que la buena señora se haya muerto, o peor aún, que harta de aguantar durante años los mismos bufidos, las mismas gansadas y a los mismos chivatos, haya cumplido por fin su promesa de abandonar la docencia el día menos pensado, y anoche, por ejemplo, haya decidido fugarse a Portugal con el profesor de inglés diciendo ale, ahí os quedáis, majetes, situación que crearía un trauma sin precedentes en toda una generación escolar, porque los profesores están para enseñar, no para liarse entre ellos los muy marranos, que para eso ya estamos los alumnos, y mientras yo divago sobre las aventuras extramatrimoniales del claustro alguien ha sacado el balón de reglamento y aquí estoy, tirando caños a las sillas, y ya da igual lo que pase en el recreo que nada mejorará este momento de histeria colectiva y frenopático juvenil, aunque ahora empiezo a notar como nace en mis entrañas un amago responsable y desconocido que desea que aparezca la profesora ya mismito, porque no sé cómo gestionar tantísimo descontrol y en el fondo anhelo un principio de jerarquía, al menos dentro de estas cuatro paredes, y que bueno, estos 25 minutazos de primer contacto con la anarquía han estado bien, pero vamos, que la broma ya está hecha y que por mí podemos volver al mundo de los adultos.

Intensos. Definitivamente aquellos minutos sin más ley que la de las hormonas eran intensos. Los recuerdo como una especie de adolescencia condensada dentro de otra adolescencia. De entre todos esos cambios de clase, hubo uno, sólo uno, que conserva la categoría de inolvidable. O al menos así quiero recordarlo. La vida no es como fue, sino como se recuerda. 

Sucedió en segundo de la ESO, cuando a falta de otros trastos nos dio por tirarnos biblias los unos a los otros, no por un anticlericalismo radical que aún no había dado tiempo a aflorar en nuestros cuerpos todavía en agraz, sino porque no teníamos nada mejor a mano. Si tirábamos biblias era porque biblias sobraban en clase, y si en clase sobraban biblias no era por otra razón más que por el incontestable hecho de que estábamos, así lo habían decidido nuestros padres, en un colegio de monjas. Así hemos salido todos, claro, ateos perdidos.

Además de Biblias, también practicamos el noble arte del lanzamiento de diccionario, pero es de justicia reconocer que preferíamos las santas escrituras sobre sus compañeros de estantería, pues cualquier crío siente un gozo indescriptible al ver vulnerables los principios más férreos y sagrados de los adultos, amén del espectáculo bellísimo que supone contemplar las páginas sueltas llenas de versículos flotando por el aire, frágiles y livianas, como mariposas de papel, en mitad del aula de 2°C. El incomparable atractivo de lo estético y salvaje a la vez. La hipnótica sensualidad de ver catedrales arder. Imagino que de haber sido niños afganos hubiésemos sacado ahí mismo los kalashnikov y hubiésemos pegado un par de tiros al techo en señal de pura dicha. La mayoría no éramos más que niños pijos jugando a ser niños macarras. Supongo que los niños macarras, que también los había, simplemente jugaban.

Entre esos macarras destacaba uno por encima del resto. Le llamaremos Lázaro pero no se llamaba Lázaro, y con solo 15 años ya era toda una leyenda. Con su pelo de pincho, sus dientes en forma de sierra y su camiseta remangada marcando bíceps, reunía todos los estereotipos del malote canónico de la España de principios de siglo. Y fue Lázaro, no podía ser otro, el auténtico muñidor de aquello, el autor intelectual del maltrato generalizado a la Palabra de Dios, ni más ni menos. Lázaro debía medir no menos de dos metros, y el muy cabrón utilizaba tal condición para intimidarnos, a decir verdad bien que lo conseguía. Era un hombre admirablemente eficaz en su perverso propósito.

Lázaro, el malote de mi clase, había repetido dos veces. Hay una época en la que en cada clase siempre hay un repetidor y en la nuestra tardamos bastante poco en encontrar al representante del gremio. Temido en todo el colegio, en todo el barrio, y seguramente en toda la ciudad, aunque esto último nunca lo llegué a saber del todo pero sí a sospechar, Lázaro imponía hasta el más pintado, y eso que a los 15 todos nos damos golpes en el pecho y somos muy gallitos, pero a ver quién se atrevía con nuestro amigo. Que una cosa es poner cara de pelea y otra muy distinta es pelear. Incluso había un cierto orgullo en el grupo de amigos por tener en nuestra clase al mayor malote del colegio, como si el temor ajeno fuera algo que te perteneciese por simple militancia, como cuando gana Nadal y piensas joder, qué orgullo compartir nacionalidad con este tío. Como si te tocase una parte de responsabilidad por compartir DNI.

Para meterse con Lázaro había que tenerlos cuadrados. Lázaro nos despreciaba, ni se dignaba a hablarnos. Yo solo había hablado con él una vez, cuando me amenazó con cortarme los cojones con una navaja al enterarse de que estaba saliendo con Irene, la hermana de un amigo suyo, y aquello le debió parecer motivo más que suficiente para mi castración. Un diplomático el tipo. Quitando aquellos divertidos incidentes que de divertidos no tenían nada, jamás hablaba con nosotros. Le debía parecer indigno. Era callado como un viudo, salvo para llamarnos maricón o gilipollas. Para eso sí hablaba el tío.

Con todo ello, alrededor de Lázaro existía una mitología fascinante, quizá por esa especie de atracción que provocan los tíos duros, los macarras que van en moto y se ligan a las chicas guapas en esa edad en la que juegas a ser adulto y metes mucho la lengua cuando besas.

Y fue Lázaro, porque evidentemente sólo podía ser Lázaro, el auténtico artífice de aquello. Aunque lo cierto es que todos le seguimos con alegre inconsciencia. Y allí que fuimos, aprovechando la demora del profesor de turno que parecía haber dimitido de sus funciones. Con ese valor de lo prohibido tan adictivo cuando te acaba de salir la primera pelusilla en el bigote. Torpes, como no podía ser de otra manera, iniciándonos los más en una ceremonia de malote que a todos nos quedaba grande.

Y las Biblias volaban, de vez en cuando un diccionario. Y pobre de aquel que se escondiese bajo el pupitre o que renunciase a la batalla cuerpo a cuerpo contra sus pares, pues a ese le iba a caer el doble o el triple en ese crisol incontrolable de hormonas, al grito unánime y nada edificante de maricón, o de nenaza, porque sólo las niñas se refugiaban de la improvisada batalla en una esquina. Claro que también hubo niñas que participaron. Éstas son ahora mis amigas.

Qué gozosos son los paraísos de la adolescencia pero qué poco duran, porque a la media hora llegó Pilar, a la sazón profesora de matemáticas, jefa de estudios de secundaria y máximo exponente de una educación basada en el látigo y la amenaza como principal acicate académico. Era evidente que en aquella Pilar de aquella España no tan lejana no habían calado las técnicas educativas basadas en el diálogo o en la empatía. Sus métodos eran menos prosaicos, más castrenses.

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