Cambio de clase (parte II)

(Puedes leer la primera parte aquí)

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Todavía tengo clavada su mirada desde el quicio de la puerta, atónita ante las sofisticadas técnicas de entretenimiento del alumnado. Esa mirada parecía anunciar que al mundo le quedaban cinco minutos. Y claro, una mujer de misa y comunión diaria como ella no podía ser tibia ante tamaña escandalera. El castigo debía ser ejemplar. Y vaya si lo fue. Efectivamente, cayó una bronca de padre y señor mío, de esas que le hacían a uno pensar que joder, la que hemos debido liar, con ese maremagnum de sentimientos que se dirimen entre la culpabilidad extrema, sacrílega incluso, y el orgullo varonil de habértelas dado de bravo y temerario ante el resto de compañeros.

¡Me vais a decir ahora mismo quiénes habéis estado tirando biblias, que me voy a encargar personalmente de que se os caiga el pelo!”. El grito en forma de pregunta a su vez en forma de amenaza que pegó la doña se debió escuchar hasta en el gimnasio. Y ahí que levantamos la mano los seis o siete de siempre, hermanados en el secreto placer de compartir castigo entre amigos. A medida que en la voz de Pilar se sucedían los adjetivos para nada constructivos y una serie de términos que de no ser por la solemnidad del momento me hubieran resultado la mar de graciosos, como cipotes, cencerros, cabestros o cenutrios (aún hoy me pregunto qué oscura obsesión tenía aquella profesora con los insultos empezados por ce), Álvaro, uno de los nuestros, trató de sacar un orgullo hasta ahora desconocido y defender el honor del improvisado banquillo de acusados. Se conoce que Álvaro pegó el estirón antes que el resto y con ello sus órganos sexuales, porque el par de huevos que le echó fue más propio de un adulto plenamente desarrollado en todos sus atributos que de los imberbes que por entonces seguíamos siendo los demás. 

- Pilar, nosotros hemos tirado biblias, lo reconocemos. Está mal y asumimos el castigo. Pero parece que nosotros hemos sido los únicos, cuando ha habido otra gente que también ha participado. 

La profesora, que era mala como un remordimiento pero de tonta no tenía un pelo, comprendió a la primera lo que quería decir nuestro heroico compañero con ese ambiguo “otra gente”, y en un acto de crueldad extrema que define a la perfección su moralidad, respondió:

- Bueno, pues si ellos no han levantado la mano decid vosotros quiénes han sido.

Pero hombre, Pilar. Pero cómo nos haces esto. ¿En serio pretendes que coja uno de nosotros, el que más peque de ingenuo seguramente, y señale delante de toda la clase a Lázaro como lo que en realidad era, el instigador de aquella orgía de hostias y librazos a medio metro de la cara? ¿no te imaginas las consecuencias seguras del acto que ahora nos reclamas? ¿puedes ser peor persona? Lo peor es que lo estaba deseando la vieja. En su vileza suspiraba porque cogiese uno, un pobrecico y, quizá abrumado por un sentido del deber ante las exigencias de la autoridad, procediese en la siempre innoble tarea de delatar compañeros.

Como nada de esto ocurrió, la profesora cejó en su maquiavélica intención de convertirnos en denunciantes, y optó por esclarecer culpables e inocentes por ella misma, apuntando al principal sospechoso con ojo de cazador de perdices. 

 

- ¿Lázaro, seguro que tú no has tenido nada que ver con esto? 

La escena que vivimos a continuación se me quedó taladrada a la memoria para el resto de mis días. Como a todo malote, al nuestro los profesores le querían tener atado en corto, siempre vigilado, y ese es el motivo por el cual su pupitre, en primera fila, era el más cercano a la mesa del profesor, en lo que supongo que para él sería una humillación, pues por todos es sabido que los macarras de verdad siempre se sientan al fondo del todo, en el autobús, en el patio y en las aulas. 

Y desde su humillante pupitre de la primera fila Lázaro se rebeló ante la realidad y, con una dignidad que solo puede ser propia de las personas indignas, soltó: “Yo no he tirado ninguna biblia en ningún momento ni he participado en la pelea, y si alguien cree que estoy mintiendo que lo diga”, para acto después girar esa cabecita exenta de ideas pero dura como una roca que Dios le había dado y mirarnos al resto como te debía mirar Leónidas si eras persa y querías cruzar las Termópilas. Era una mirada como relamiéndose, como deseando en el fondo que alguien le acusase de mentiroso y, por tanto, de culpable, y tener así coartada para pergeñar la mayor venganza que ningún alumno de toda la historia de los colegios hubiese conocido jamás.

Hay que reconocer que el cabrón tenía esa cualidad siempre tan complicada de encontrar, que no se elige, que seduce y que fascina casi sin que el dueño de la misma lo pretenda, que emana de una confianza en uno mismo que va mucho más allá de la arrogancia y que no responde a otro sustantivo que al de carisma. El aura. Lo que los flamencos aciertan a llamar “las bolitas”. Y en este caso, Lázaro iba sobrado de carisma. Perverso, desde luego, pero carisma al fin y al cabo.

Yo no sé cómo Álvaro no sé meó ni se echó a llorar ahí mismo. Yo estuve a punto de hacerlo. Y eso que no sé llorar. Por supuesto ni yo, ni Álvaro ni nadie delató al macarra, aunque ya se había delatado él mismo con su actitud inquisitorial de mierda de “que alguien me señale, que no tengo nada que esconder”. Efectivamente, el perverso propósito del matón no encontró respuesta, allí nadie habló, ya fuese porque nunca fuimos chivatos, por simple miedo o por ambas. 

La profesora, consciente de su derrota y ante la imposibilidad de castigar a un alumno al que ni había visto obrar, ni había confesado pecado alguno ni sus compañeros le habían inculpado en su delito, se vio obligada a desahogar su impotencia (a buen seguro el cuerpo le pedía expulsar del centro a Lázaro, así, sin paños calientes ni posturas intermedias) con los seis o siete honestos de siempre, entre los que por supuesto me encontraba. Y el castigo fue modélico, sádico, pantagruélico y no sé cuántas palabras esdrújulas más poner aquí para ilustrar una idea que se entiende a la primera. 

Y así nos pasamos los seis o siete de siempre medio curso padeciendo en la saña de aquella profesora ya de vuelta de todo que no iba a tolerar que un puñado de salvajes dispusiese a su gusto y suerte de la Santa Palabra, hombre por favor, que esto es un colegio de monjas y, por si no nos habíamos enterado, aquí siempre se cumple la voluntad de Dios.

Lo cierto es que, lejos de una rabia lógica ante el injusto veredicto que eximía de toda culpa al ideólogo del movimiento, o de una comprensible angustia por lo desmedido del castigo, lo cierto es que los primerizos en el lanzamiento de biblias aceptamos nuestro sino con una agradable resignación, motivada por el desarrollo de una especie de fraternidad desconocida, una extraña camaradería que incardina para siempre a los castigados pero nunca chivatos. Desde aquel cambio de clase comprendimos el valor de las palabras, desde luego, pero sobre todo el de los silencios. Que aquel que dijo por primera vez eso de que “valgo más por lo que callo que por lo que digo” no debió haber conocido a Lázaro, porque en tal caso hubiese sustituido el verbo valer por existir. Y que las penas, tal y como sucede con las alegrías, saben mucho mejor cuando se comparten con los amigos.

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