El día que la conocí resbaló en el patio de la universidad en Medellín y atronó el ambiente con su cuerpo contra el suelo; después, un silencio tenso. Dos colombianos se levantaron para sujetar a Celia, preocupados. «¿Estás bien?». Me sentí culpable porque fui la única que se rio. Le contagié las carcajadas y le vi, por primera vez, los ojos achinados. Esa misma tarde ya me invitó a su casa, frente a un parque rodeado de enormes Laureles. La ciudad parecía una selva encerrada.
Durante esos meses de intercambio fuimos inabarcables, aspiracionales y versionadas; éramos más jóvenes tumbadas en una hamaca (donde no pude dormir por los nervios); probamos el mango en los puestos callejeros, y repetimos; nos fuimos de viaje a una isla insólita, nos curioseábamos los cuerpos en el bañador y nos metimos en un mar negro sin ropa para rozar el plancton en el agua; me entristecía abandonada en el baño de discoteca, pero volvía a la música y la notaba más alta, más dentro; a veces pensamos que qué bien no haber nacido allá; otras, que qué pena nuestra gélida forma de estudiarlo todo, ajenos a esa belleza. Ahí fue donde la conocí.
Acto I: Al alba
Celia era fascinante: en ella confluían cierta timidez y la osadía en la noche. A las cuatro de la mañana, cuando todos bailaban cumbia y bebían guaro, soltaba: «A esta invita Juanmi», y sacaba la tarjeta de crédito de su padre. Por la mañana me confesaba: «No quiero abrir la aplicación del banco». Me quedaba a dormir en su habitación de persianas verdes que, al amanecer, teñían de hierba el interior del cuarto. Tanto estuve, que cuando la limpiadora se despidió de los inquilinos me dejó una carta. Descubrí la generosidad de Celia porque logró que sintiera ese piso como mío, y me fulminó cuando en clase leyó su poema: «La no casa es mi hogar».
Una tarde me fui al centro comercial para encontrar un bikini y ninguno me gustaba porque quería cubrirme entera. Ella se asomó al probador, punzante. «¿Qué quieres esconder?». Me enseñó a tratar mi deseo como un globo grande, y me indicó cómo atarlo a mi muñeca.
Fue también mi comandante. Mientras nuestros amigos bullían en una finca alquilada, Celia me exigió ver el río. «¿Cuál?». Era de madrugada y la seguí en la oscuridad, con una falda blanca que acabó amarronada. Nos hundíamos en ese charco sin cauce, tropezábamos con el barro, nos intentábamos agarrar a las ramas y no podíamos, de la risa. Muchas veces se me han deslizado las lágrimas, me he notado como invertebrada, he estado jajajajajajaja, atragantada de eso (brillante) que Celia decía.
Acto II: Como el agua
Se encendió en mí algo, pero si no lo hubiéramos mimado habría muerto de inanición, como ocurre con tantas amistades atadas a un episodio estelar. Le dimos cucharadas de conversaciones conflictivas durante el desayuno, paseos dilatados sobre el empedrado de Sevilla y trampas para dormir menos y salir más. Tuvimos una primera casa juntas, fue en la calle.
Yo contaba demasiado lo que experimentaba, me enfadaba verborreica; mi manera le parecía violenta porque ella se molestaba muda. Con los años aprendí: con las tres palabras que me otorgaba, yo descifraba todo lo que quería decirme.
Le mostré mis dolores estancos y me contestó con calidez. Se mantuvo en esa niña que a los 21 años cuestionó cómo asimilaba mi propio cuerpo. Le he confesado tarántulas y me las ha arrancado con pinzas. Me llevó a interiorizar el disfrute. Me iluminó con una frase perversa de Anne Carson: «La belleza convence», y me enseñó el verso más hermoso de una canción de Lole y Manuel: «Todo es de color».
Una vez le confesé a un amigo que envidio la inteligencia de Celia, y me respondió: «Siempre dices que es listísima y ella siempre repite lo mismo de ti y me parecéis las dos unas exageradas… Ninguna sois para tanto».
Acto III: Marguerita margueró
Cuando tuvo aquel problema de salud estábamos en ciudades distintas —solo hemos vivido separadas un año desde que nos conocemos, y hubo una pandemia—. Lloré en el balcón de mi cuarto, ante un atardecer rosa que se incrustó en mi terror. Mi habitación de Madrid era contigua a la que ella se mudaría al año siguiente. Se curaría, y todo quedaría en un susto gelatinoso.
Es contradictorio; pero en estos siete años me ha llevado sopas, ibuprofenos y manzanillas a la cama, y yo a ella no la recuerdo enferma. La mañana que di positivo en covid se sentó a mi lado y me hizo soplar de un matasuegras para asegurarme que era una gripe normal. Luego ella me imitó. No se lo pegué, nunca lo ha tenido.
Contemplamos innumerables cielos, ya sí, en nuestra terraza.
Acto de cierre: Omega
La amistad está hermanada con el amor. Quiero atraparla con el lenguaje y sé que es imposible. Aspiro a narrar también la furia y el miedo. Si digo que me mido con Celia me refiero a que cuando me habla dimensiona lo que ocurre. Ella lo transforma en otra idea nueva y me lo entrega. Cuando soy mala me guía a la bondad. Me hace sentir la persona más amada el día de mi cumpleaños. Es mi igual.
Si pudiera salir de mí y me contemplara con distancia, como a una obra, analizaría la manera en la que conversamos. Trataría de volver a poseerme para probar la experiencia de ser amigas. «Todo cambia en la vida y hay que saber convivir con la soledad», dice. Insiste en que es perezosa para estrechar relaciones, pero yo sigo tumbada en su cama, en el ordenador parpadeante suena Billie Holiday, la mesa está llena de libros y nos visita, ¿lo veis? El rayo verde.