Cruzó el paso de peatones como quien no le teme a la vida, como si las normas de circulación las hubiese inventado ella. No paraba de mirar hacia atrás porque tenía la sensación de que iba perdiendo algo, pero era más importante centrarse en el futuro. Constreñida por unos limitantes horarios, intentaba correr para llegar y cruzar la puerta. En su cabeza había una voz incesante que le repetía: como no has nacido con piernas altas de modelo no vas a llegar. Hasta en momentos de apuro, el inconsciente nos revela los pensamientos más abruptos. Los coches pitaban y la gente miraba atónita a aquella mujer de mediana edad que no atendía a ningún estímulo: solo eran ella y su destino.
Entonces, la vi entrar en la estación. Con una velocidad que recuerda a esas señoras en búsqueda del mejor hueco para colocar su sombrilla en la playa. Miraba hacia todos lados, pero no encontraba lo que estaba buscando. La gente se ajustó el traje de la indiferencia, pero yo, que no tenía nada mejor que hacer, escudriñé su rostro de preocupación y observé su cadena de acciones. Se percató de la existencia de un hombre con americana y preguntó «Hola, ¿No hay aún vía para el tren que va a Madrid?». Lo hizo de manera precipitada, como si la velocidad de sus palabras pudiera conseguir antes su esperada respuesta. El señor se giró y con cierto desdén le indicó «señora, soy abogado». Con educación le pidió disculpas, pero en ningún caso decidió aminorar el ritmo, su ritmo.
Giró la cabeza hacia todos lados y vino hacia mí. «Buenas, joven, ¿el tren hacia la capital no tiene vía?». Pensé que hablaba de ‘‘la capital’’ como si eso le dotara de la importancia suficiente como para tener ya una vía en la pantalla. «Hay veces que lleva retraso, no se preocupe». Al tenerla cerca pude observar con mayor detenimiento. Llevaba la bufanda ladeada, el abrigo con los botones descompasados, un calcetín de diferente color y el pelo peinado aun por almohada y el viento. Removida por la desesperación me cogió del brazo y con cierto temor preguntó: «¿pero hoy habrá trenes para Madrid?». En ese preciso momento, la máquina expendedora decidió retener mis galletas en la última balda. Le di un golpe, mientras la señora me miró como si el gesto fuese toda una declaración de principios.
Con una seguridad apabullante incrusté mi enfadada mirada en la suya, pero no pude ignorar sus ojos vidriosos y cansados y sentir cierta piedad. «Siempre hay un tren para coger». Hay frases que uno debe decir para que el mundo siga girando. Aún no convencida del todo ella continuó su ruta de interrogatorios al resto de personas que habitaban la estación y ya la perdí de vista. Entré un momento al baño. En el espejo me di cuenta de que mi bufanda estaba como una lengua cansada y que los botones de la gabardina los tenía algo desincronizados. Nunca me pasa, pero hay días para todo. Me acordé con esa imagen especular, con el autorretrato en el espejo, de la señora y empecé a pensar que tendría que hacer en Madrid, por qué la urgencia. No es necesario vivir con esa impaciencia. Sobre todo, porque hay momentos en la vida que no dependen de uno y no podemos cambiar nada.
Al salir del baño aparece en la pantalla: tren con destino Madrid (retraso indefinido). Cogí el móvil para hacer tiempo hasta que apareciera mi tren y me llegó un mensaje de esos que hacen que se te cierre el estómago. Me di cuenta de que ni siquiera puedo leerlo bien porque la vista se me estaba empañando por las lágrimas. De nuevo me acordé de la señora y su inseguridad y su mirada cansada y vidriosa y su insistencia vital. Me senté en el suelo aturdido por la situación con la única preocupación de buscar una vía en la pantalla. Siempre hay trenes, pensé, pero no todos son para uno.