“Pasó de repente sin itinerario” canta Iván Ferreiro en el primer verso de la canción que comparte título con este texto; también con la exitosa serie que ponían en neox y que veía de reojo cuando merendaba magdalenas y estudiaba la ESO. Porque todo lo bonito sucede así, sin quererlo. La vida nos gusta más cuando nos pilla desprevenidos, como la última carta que se posa en el tapete y te hace ganar una mano que pensabas que ya estaba perdida pero que has seguido jugando porque, puestos a perder, no te parecía mal perder con orgullo.
No lo sabía, pero si no hubiese subido a casa a por las gafas de sol no habría pasado todo aquello. No existiría esta historia y mi vida no sería menos bonita pero sí más aburrida. Era un día de levante fuerte y la gente huía del paseo marítimo como de una dictadura, rápido, a cubierto y sin tiempo para mirar atrás. Aquel día el mar -el mundo- estaba para los valientes y los idiotas que disfrutan de que el viento les perfore el pecho a ritmo de Turnedo. Seguramente habría estado mejor en casa, pero ver el mar enrabietado, haciendo de la playa por unas horas una ciudad desierta y sin ley, siempre merece la pena.
Llegué al bar y me senté con los demás. En principio iba a ser un día tranquilo, nada fuera de lo común, un par de cervecitas y hamburguesas caseras en casa con amigos. Juro que no entraba en mis planes conocerla, pero ahí estaba, sentada en un pollete, de perfil, mirando al mar con el ojo izquierdo cerrado fruto del viento incómodo. Se recogió el pelo con sutileza y creo recordar que miró hacia donde yo estaba. Sus ojos y su pelo recogido me dejaron sin respiración. Aquello fue un gancho directo al hígado o peor aún, a mis recuerdos. Un golpe seco de los que no dejan huella por fuera, los peores a mi parecer. “¿Será de verdad o es uno de esos sueños que uno tiene despierto?” pensé para mis adentros. Pegué un sorbo a la cerveza y miré el móvil con la necesidad de que alguien me escribiese para así no prestarle más atención a esa chica de piedra. Porque sí, para pegarse cuerpo a cuerpo con esa levantera había que ser dura o al menos parecerlo.
Reconozco que no sé si era cosa mía, pero aquella mujer era un calendario. Recorría en sí misma todas las estaciones del año. Sus ojos marrones abarcaban el otoño. Eran ventanas que mostraban cómo caían las hojas ahí fuera y se posaban en el suelo con la misma delicadeza con la que ella cruzaba las piernas mientras esperaba allí sentada. Su boca parecía tener restos de sal y felicidad, como aquel verano que todos hemos vivido alguna vez y en el que nos quedaríamos un tiempo. Su sonrisa era bonita, imperfecta. Una especie de puesta de sol posteable más por lo emocional que por lo bello. El invierno se lo guardó para ella, pero tenía pinta de ser friolera, como Garci y mi mejor amigo. De esas que se ponen sudadera en verano y encima les sienta bien. La primavera se la llevó consigo en el momento en el que se montó en el coche que vino a recogerla y al que le sonrió haciendo que no solo parase ese vehículo sino hasta el viento. Aquella desaparición del mapa fue una oda a esta última estación fugaz e infravalorada que tiene ese efecto nostálgico que nos hace extrañarla cuando llega el frío y se la que nos olvidamos rápido cuando llega el verano.
Se fue, y con ella el sol, las gaviotas y mi resaca de la noche anterior. Se lo llevó todo. No dejó nada. Arrasó conmigo por dentro, convirtiéndose así en la jerarca de todo lo que pasaba a mi alrededor. Su marcha fue traumática, parecida a la del dueño del balón en una plazoleta. Quería quitarmela de la cabeza, pero ella seguía allí como un parking veinticuatro horas. Y yo, como un tonto, esperaba con la valla subida y el ticket en la mano.