Como los antiguos

No podría decir que el comienzo fue fácil. Si bien lo fundamental era el desayuno, la mañana empezó con una visita a las oficinas de una compañía eléctrica (no voy a dar nombres, con esta gente no se juega). Pensaba que mi padre me había citado temprano para desayunar antes, pero lo hizo para que el trámite no se eternizara: ya había cola desde las ocho y media. Cruzamos el umbral de la puerta y todos los presentes se giraron. Allí nadie lo estaba pasando bien. Sonaba música clásica. El nivel de tensión era altísimo.

Nosotros no teníamos más prisa que la motivada por el hambre, y no estábamos allí para resolver ningún problema, sino para cumplir con un mero trámite. Supongo que me apiadé de los trabajadores por llegar con esa predisposición. Debe de ser difícil asumir que tu función es atender a personas que desean reventarle la cabeza a alguien con un hacha. Otro día nos tocará ser ese que no sabe muy bien qué es un contador y sin embargo es acusado de manipularlo. Elegir compañía eléctrica es elegir a tu enemigo.

Nos atendió Miguel, un hombre que se tomaba en serio su trabajo y su aspecto. Llevaba la barba milimétricamente recortada, un trabajo de escuadra y cartabón, y mostraba interés por nuestras dudas aun no teniendo estas ninguno. Pero lo que lo elevó a la categoría de excepción fue otra cosa: cuando nos indicó que nos faltaba un papel, sin darnos tiempo ni siquiera a resoplar, nos confirmó que no íbamos a tener que volver. Él se encargó de imprimir el documento que nos faltaba. No sé cuánto cobra Miguel. Solo sé que cobra menos de lo que debería. Todo quedó pendiente de un correo electrónico que no terminaba de llegarme. Nos despedimos pensando que era una cuestión de cobertura. Tenía fe en Miguel.

Desayunamos en un bar en el que no había estado nunca, y me crucé con un conocido al que siempre había visto vestido de traje, trabajando. Me costó reconocerlo con camiseta y pantalón corto. Todos somos también un contexto para los demás. Nos sacan de ahí y nos convertimos en desconocidos. Después del desayuno, para deshacerme de los restos de compañía eléctrica que habían enrarecido mi ánimo, me fui a la piscina.

No era temprano, así que tuve que compartir carril con dos personas: un hombre con demasiada confianza en sí mismo, que ponía en peligro al resto con cada una de sus volteretas de cambio de dirección, y una mujer que nadaba de espaldas, que es un estilo que siempre envidiaré (nunca perdí el miedo a estampar mi cráneo contra un muro azul celeste). Disfruté del contraste entre el silencio de debajo del agua y el estrépito del exterior, y aproveché el tiempo sin móvil para pensar un rato como los antiguos.

En la sauna conseguí no pensar en nada. Frente a mí, al otro lado de la puerta de cristal, ancianos acompañados de cuidadoras sudamericanas deambulaban por la piscina de hidromasaje. No sé cuánto tiempo estuve absorto en el vacío. Instintivamente me cambié al baño turco, donde aguanté muy poco, lo que me permitió ir sin prisa a mi siguiente cita: la peluquería.

Paco solo coge vacaciones la semana del puente de agosto. Es feliz comiendo espetos. Le pregunté por la librería de al lado, pero fue discreto. Al salir tenía dos notificaciones: un mensaje y un correo electrónico. El primero era de Beatriz, que me preguntaba si me apetecían unas cervezas y comer por ahí; el plato del día en La Sacristía era la ensaladilla de pulpo. Tan pronto como lo leí aceleré y dejé la otra notificación para más adelante. Ya duchado, comprobé que la segunda era de Miguel, de su correo profesional. El de la empresa estaba fallando, y quiso asegurarse de que recibía la documentación que me faltaba. Ojalá Miguel tenga muchísimas vacaciones. Ojalá a él también le esperase una cerveza fría. Terminé la mañana derrapando.

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