Se me pasa por la cabeza a menudo, la última vez tomando una cerveza con mis amigas en medio de un festival; por qué cuando estoy frente a un monte o atronada por la música o disfrutando plenamente… Pienso en mis padres. En el deseo de compartir con ellos esta euforia.
Mis padres son individuos que me sorprenden y me cansan, las personas con las que más me gusta hablar, con las que más miedo siento —¿y si descubro que mi dolor es suyo, y viene de algo jerárquico e inalterable? ¿y si me quieren, pero no tanto? ¿y si no se interesan por averiguarme?—. Puede que la vida, naturalmente, me lleve a comprenderles.
Te conviertes en una adulta y es como si miraras a tus padres descubriendo un enigma suyo, pero tuyo. Resulta que les gustan algunos libros que te deslumbraron. Ellos también estuvieron tristes, y se enamoraron, y pensaban en sí mismos, no como padres, como púberes que exploraban el mundo. Por ejemplo, ¿por qué se cortó el pelo mi madre, como un niño, a los 20 años? Me encanta imaginarla así: valiente, atlética, encorvada en su bicicleta, histriónica, hiperactiva. Y me gusta pensar en que mi padre era un niño salvaje que corría en medio del monte, que se mudó por amor, que aprendió a revivir. Pienso en una frase que leí: «También es la primera vez que ellos viven».
Hablas con un compañero de trabajo, con un desconocido, con tu pareja; les describes puntillosamente a tus padres. Lo que tú crees —como acto de fe—. Cuentas cómo son y se te hincha el pecho, cuentas cómo eres a través de ellos. Lo bueno de ellos, te lo igualas; lo malo, lo separas de ti como una flor. Sientes que nunca los conocerás verdaderamente. Imaginas qué pensarían de ti si tuvieran tu edad, si te harían reír, si serían tus amigos.
Cumplir las pautas que te han marcado, con las que miras al mundo. Los preceptos de la progenitora de Norah Ephron: «Nunca te compres un abrigo rojo, la carne roja evita que te salgan canas, las fajas arruinan los músculos y los medios. El fin y los medios son lo mismo». Después de reconocer que cuando era niña veía a su madre como una diosa, la periodista la llama alcohólica, desequilibrada y ausente, pero recuerda que rechazaba los abrigos rojos, como una alergia. Y también se confiesa: «Siempre piensas que un relámpago va a hacer que mágicamente tus padres se conviertan en las personas que te gustaría que fueran, o que volvieran a ser los que eran».
Escuchar y acoger sus juicios como un mantra que se te repite en el esófago, porque cuando eres niña toda sentencia adulta es ley. Natalia Ginzburg lo explaya, escrupulosa, en Léxico Familiar. «Para mi padre los palurdos eran las personas que se comportaban torpe y tímidamente, las que se vestían de forma inapropiada, las que no sabían montañismo y las que no sabían idiomas», dice.
Admirar, como Leila Guerriero a su padre. «Un hombre capaz de apartar tinieblas y decir (decirnos), desde la cuna y hasta el último grito, «No temas. Yo me ocupo». Un padre. Reacia a las cábalas como soy, atea, descreída, sin fe, sin ilusión y sin supersticiones, yo creo en él. En el poder de ese bisonte», escribe.
Recordar cómo me hablaban mis padres cuando era niña y cómo lo hacen ahora; como si fueran dos actores contratados para hacer dos etapas de la saga. Una forma antinatural, porque tu padre en tu niñez tenía unos dedos enormes que agarrabas con toda la mano. Y tu madre jamás gritaba, con la piel suavísima y un pelo precioso. «¿Jugamos a que te peino, a que te hago masajes, a que te cuido?», preguntabas. Ellos, en realidad, se dedicaban a eso.
Lo que sientes es un amor indecible, doloroso, brutal. Los repeles, los extrañas, los admiras, los quieres y, quizás, en una revelación de tarde de verano, con el sol derramado en la hierba, las nubes anaranjadas, una brisa en tus mejillas… Quizás entonces, un segundo, los entiendes.