Llevo exactamente veintiún días sin usar, o abusar, de Instagram. Es cierto; hay en la nevera un papeliño que lo atestigua porque el sábado día 9 de marzo, que yo pasaba en casa abandonado en Madrid por mi novia y amigos como sólo sucede excepcionalmente -y entonces hay que agarrar el finde por el pescuezo y hacer todo lo que no se ha podido hasta entonces: leer, escribir, cocinar, hacer ejercicio, limpiar- me tiré hasta las tres de la mañana mirando memes como un idiota.
Me acosté sintiendo asco y pereza de mí mismo; me dolían la cabeza y los ojos, y el cerebro me funcionaba al ralentí, acorralado entre el estímulo pegajoso del móvil y el sueño desesperante que pugnaba por abrirse paso. Así que nada, lo dejé al día siguiente.
Bien, sirva este preámbulo para entrar en calor. Escribía hace poco en estas páginas Claudia Vila un gran artículo sobre cómo las redes nos hacen precisamente lo que a mí aquel infame sábado y por qué son mucho mejores los entretenimientos del pasado, antes de esta lobotomía en masa; hablaba de los correos de Sally Rooney y los teléfonos de pared; de los SMS y desayunar Dostoyevski en la cafetería. Estoy de acuerdo con ella en que todo esto es a priori muy bonito, en que es una estética sedante que agrada al ojo y calma al espíritu y que le mete a uno ganas de atravesar la pantalla como en La rosa púrpura de El Cairo y hacerse hueco entre tan guapos y encantadores personajes. El problema, claro, es que no es real.
Primero, hay que considerar que se trata de un ejercicio muy fino y preciso de dirección de arte; que seguramente los teléfonos de pared no eran así en los noventa y a Dostoyevski se lo lee mejor en un sótano húmedo o un monasterio. Segundo, que aún cuando sí lo fueran, y la gente viviese de hecho tan alegre y despreocupadamente como en Sexo en Nueva York o Las chicas Gilmore, todo ello se nos presenta además filtrado por una dirección de arte mucho más sutil y puñetera: la nostalgia. La nostalgia es un artefacto refinadísimo de prestaciones macanudas; combustible de alto octanaje que nos hace revisar con cariño incluso momentos difíciles; la nostalgia, en fin, como decía Javier Marías, es neutral: todo lo viste, bueno y malo, del mismo sedoso ropaje.
Es por eso que Friends nos gusta tanto a todos, porque es una inyección intramuscular de nostalgia por un tiempo que no fue; y es por eso también que simpatizamos con lo que dice Claudia. Yo mismo he sentido esa emoción tan dulce, tan infantil y pura como un verano en la piscina; adoro Friends y el otro día vi por vigesimoctava vez Jurassic Park con lágrimas en los ojos, porque es la película de mi infancia -y de mi vida- y la visión del diplodocus alzado sobre las patas traseras me causa todavía escalofríos.
La tercera y última pega es que tampoco lo de ahora está tan mal. La nostalgia, al final, es exactamente una dislocación entre lo que fue y lo que es; el pasado que al lado del presente gris y amargo resplandece con una luz que no es la suya. Las redes sociales nos han jodido en muchos sentidos; a cada paso que damos el bueno de Mark nos geolocaliza y recomienda anoraks, hilo dental, sandalias Crocs; pero nos han dado a cambio una cosa buenísima e impagable que son los memes.
Los memes no existían antes de las redes sociales, o al menos no en la versión digievolucionada que muestran hoy. En ellas han encontrado su hábitat natural; un ecosistema favorable en el que han proliferado como un paramecio en la sopa primordial, al punto de que quizá no debiéramos hablar ya de redes sociales sino memeras o meméticas. Estoy de acuerdo con Claudia, y ella lo ha explicado admirablemente, en que ya nadie aguanta al pelma de la oficina en la oficina como para encima soportarlo en Instagram, con sus amigotes y hobbies cutres y sus viajes ordinarios; en que en general es aburridísimo y carece de todo interés lo que a la gente se le ocurre hacer con su tiempo, salvo honrosas excepciones; y en que, en efecto, si hay una maldición que las redes nos han echado por encima es la del recurso al reel o la story, que acecha a todas horas como un lobo y nos impide casi disfrutar de las cosas directamente. Por eso, por eso precisamente debemos abrazar el meme, porque es justo lo contrario: es espontáneo y desinteresado y divertido, muy divertido, y nos brinda ratos que bien administrados deben de ser hasta saludables. Lo digo sin reservas: hoy la mejor comedia se hace en TikTok y en Instagram. Al cine y las series les pasa lo que al pelma: son teledirigidos y artificiales; se les ven las costuras, mientras que el meme sorprende con fogonazos de ingenio que te pueden tirar al suelo de la risa.
Vale que es muy difícil, como he dicho, administrarse y contenerse y no patinar en la bobina de Instagram y perder de golpe tres o cuatro horas: el algoritmo está concebido y afinado para que hagamos exactamente eso, y la carne es débil. Sin embargo, y de igual modo que el tabaco industrial se diseñó para arrasar pulmones -o al menos con la más pétrea indiferencia al respecto-; el alcohol para agujerear cerebros o hígados, y en general cualquier producto que nos quepa imaginar para consumirlo o utilizarlo sin medida, hasta agotar existencias; de igual modo, digo, que en todos estos casos procuramos en cambio guardar las distancias y hacer un uso ponderado, sensible, lo mismo podemos hacer con las redes.
Debiéramos, por tanto, volver el ojo sobre nosotros mismos, y en vez de censurar aquéllas con violencia preguntarnos qué clase de personalidades ansiosas y adictivas, desprovistas de freno, hemos alimentado para no ser capaces de posar el móvil luego de quince o veinte minutos de sereno scrolling. Corremos en otro caso el riesgo de perdernos unos memardos bien sabrosos y tonificantes, así como toda una oferta de contenido del primer nivel.
Nada más. Dejo simplemente aquí, a modo de bonus track, algunas de mis cuentas de cabecera:
- @ronjafman: pesadillas industriales; sueños febriles de la IA capturados en cámaras de videovigilancia.
- @concellodeboiro: memes galegos como las nécoras o el viento de nordés; sede de uno de los ideogramas más simples y bellos (‘boiro’) o de antologías célebres como O Pirolas.
- @rufusrice_: cantautor, ligón de playa, pero sobre todo creador de barras y epigramas afilados como el diamante; recién fue invitado a Oxford a inspirar a la juventud.
- @eeeelazucarero: más memes eternos, esta vez con los paisajes de Sailor Moon o Cowboy Bebop.
- @testigodelpero: memera vuelta artista y también suscrita a la IA; ella es la responsable de ese prodigioso k-hole en el episodio 4 de La Mesías.
- @kardashian_kolloquium: tu reality favorito al trasluz del análisis sociológico estilo Jean Baudrillard; glamuroso y sesudo.
- @mestre_ensinador1: un gnomo o brujo se materializa ante la cámara; tiene la cara verde y arrugada, y baila sensualmente al son de música Eurodance.
- @luissoto.pe: Luis Soto Quispe es un peruano nasal y pequeñito que trabaja en su casa, deglute series, baila caporales y le prepara a su china sus tápers.
- @randomcitiesdaily: costumbrismo americano del bueno para todos los que como yo queréis visitar no Las Vegas o Nueva York o Los Ángeles, sino esos pueblos fantasmales estilo Twin Peaks que huelen a pino y tarta de cereza.
- @elhusodelmeme: no podía faltar: memes de literatura; en concreto: literatura latinoamericana. Abundan las duplas virgin-chad pero con Pablo Neruda y César Vallejo; y continuas y lacrimógenas alusiones a Alejandra Pizarnik.
- @sinkreviews: exactamente lo que su nombre indica: reseñas o críticas de lavabos; de uno a cinco sinks, esta cuenta puntúa atributos como salubridad, estética, o disposición y brío del chorro.
- @sydwingold: tu novia del instituto hace memes; sigue igual de sexy o más pero ahora se disfraza de albañil o fontanero con ropa oversize de su padre para chantarse ante la cámara, perpleja.
- @davis.clarke: consultor o financiero júnior a prueba de bombas que te contagiará su entusiasmo: ¿es cringe? no: es davis clarke.
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el memardo de la foto de este artículo es del azucarero.