Hace tres semanas que vivo con miedo porque hace tres semanas me di cuenta de que todo lo hago mal. Hace tres semanas que me tiembla más el cuerpo y me cuesta más respirar. Siempre me la ha sudado fumar —no lo voy a dejar—, siempre me ha dado igual no comer o comer de más, nunca me ha importado soportar quemaduras por el Sol, porque siempre me ha parecido más importante estar morena y ser guay. He dejado que el dolor y la enfermedad carcomieran mis ovarios y mi cerebro y he maltratado a palos a mi estómago y a mis brazos. He salido de fiesta y he bebido como una zafia y he dormido solo tres horas a la semana obsesionada con ser la mejor en mi entorno laboral. El cuerpo ha quedado supeditado a la imagen, y me ha dado igual.
Hace tres semanas me enteré de que una vieja amiga/conocida/compañera que pensaba que existía ya no existe más. Murió de un fallo cardiovascular hace más de un año y yo no lo sabía. Durante todo este tiempo me habré acordado de ella un total de seis veces —que duelen como un petardo enchufado al intestino— y en ninguna se me ocurrió la posibilidad de que ya no estuviera. Es más, la imaginaba muy feliz.
Hace tres semanas desde que mi cabeza contempla la muerte como una posibilidad tangible. Hace tres semanas desde que soy consciente de que es posible llevar el cuerpo hasta la extenuación — y aun así no pararía, como tampoco lo haríais ninguno, no mintáis— y de que todo el daño que me he infligido ya no lo puedo reparar.
Así que me he sacado la tarjeta sanitaria de la Comunidad de Madrid, he pedido cita con el médico, voy al gimnasio tres veces a la semana, me hago el skincare y me alimento “de forma saludable” —no pienso volver a pedir comida para llevar—.
El susto me ha hecho espabilar. Al menos todo lo que puede espabilar una chica de 25 años que vive en Madrid, con poco dinero y ahogada por el alquiler; con un pulso enfermizo de demostrar todo lo que sabe hacer en el trabajo; ejerciendo de psicóloga para los amigos que no se pueden permitir pagar terapia y haciendo malabares para compaginar el poner límites pero seguir siendo una hija ejemplar.
Que el precio de la cerveza sea tres euros y medio —y subiendo— me ayuda a no poder beber tanto y así puedo evitar sentirme mal por envenenarme. Nunca había tenido tanta fuerza de voluntad para ignorar las agujetas y hacer deporte igual —porque es “sano”—, ni para consumir cultura y devorar libros a esta velocidad —que también es “sano”—, ni para acabar con mi energía social para contentar a todo el mundo por encima de mis posibilidades —que no es tan “sano” pero lo parece—. Acabo más reventada que hace tres semanas.
Al final resulta que cuidarse es agotador. El self care es obsesivo. Aun con la muerte presente por primera vez en mi vida, con el conocimiento de que el cuerpo y la mente se pueden romper, nunca he sentido tanta presión por ser perfecta y tirar, y tirar, y tirar, y tirar. Fatigo a mi cuerpo con el objetivo de empezar a protegerme mientras le pido perdón por lo bajini —“aguántame, no me vayas a fallar. Solo tenemos que apretar las tuercas un poquito más”—. Hago todas estas cosas para descansar, pero no descanso nunca.
Igual mi amigo Pierre tenía razón y no se puede vivir con la posibilidad de una muerte en mente.
“Me trying to find out if it’s a chemical imbalance, the media i consume, spiritual psychosis, the people i spend the most time with, my core beliefs, capitalism, unresolved trauma or if i’m just being dramatic”. - Un usuario de twitter