Deja que la magia tenga un hueco

Rebota una pregunta entre todos los márgenes de mi cabeza como el salvapantallas de los DVDs, hasta dar en una esquina, y reza:  

¿Cuál es tu primer recuerdo?  

Requiere un ejercicio de elasticidad mental importante y suele someter al preguntado a una pausa indeseada, que suelo interpretar como señal para tomar otro traguito de cerveza en un acto de cortesía. En general, la respuesta – si llega – es poco específica y viene seguida de la devolución del saque como vía de escape. También es un buen recurso para apoyar el juego de la seducción con un paseo por la vida de la pretendienta. Para mi desgracia, claro, la mayoría de veces esta pregunta me la ha disparado una esquina de mi propio cerebro. 

No tengo ni idea de cuál es mi primer recuerdo. No es sólo la falta de detalles, sino la borrosa línea temporal que uno intenta recrear. Hay pequeños momentos más o menos antiguos, pero son un borrón frente a ciertos otros que por algún motivo quedaron grabados en el disco recién estrenado. Compiten

- el aplastante olor a ahumados de la fábrica donde trabajaba mi madre y que me impide comer salmón 

- un perro mordiendo y explotando mi pelota de plástico de Pokémon mientras jugaba en el parque 

- y mi primer arcoíris

Fue en el pueblo de mis abuelos, una tarde de un no tan caluroso verano. Salimos mis padres y yo a dar un paseo por la sierra de Cazorla cuando de un cielo con extraño tinte gris pero desnudo de nubes; nos empezó a caer una lluvia fantasmal. Nos besaba los hombros y refrescaba, con las pisadas, unas espinillas que empezaban donde los pantalones piratas Y2K decidían acabar. La lluvia cesó en cuestión de pocos minutos, cuando ya nos dirigíamos de vuelta a casa. Fue mi primer chubasco de verano, que con los años se ha convertido en un breve regalo climático, aliviando las tardes más pesadas de julio y agosto. Siguiendo nuestro regreso, lo vi. 

Un dibujo de pincel vaporoso, trazado con maestría artística e innegablemente hermoso, incluso para un niño sin criterio alguno como sigo siendo. Me pareció una de esas cosas que, si la miras fijamente, parece querer desaparecer... Un hechizo, la mirada de un ciervo en el bosque, la nómina según entra a principios de mes. Había más colores de los que podía nombrar. El salvapantallas de mi cabeza empezó a rebotar frenéticamente y no pude sino bombardear a mis padres con mi curiosidad. ¿Qué era eso? ¿Cómo se había creado? ¿Había más tipos? ¿El traje de Gaspar no es el de verdad? Recuerdo perfectamente pasar el camino de vuelta haciendo todas las preguntas posibles. Necesitaba todas las respuestas. Ese día desperté. No recuerdo la precisión científica de las respuestas que mis agotados padres me dieron. Solo el calor de la novedad en mi pecho entre el fresco de la sierra. 

He llamado a mi madre, y dice que yo tendría unos 5 años. Los humanos empezamos a retener recuerdos sobre los 3, pero estoy seguro de que esos han sido sobrescritos por la información más absolutamente irrelevante de internet. En cuanto a la curiosidad, siempre digo – y en entrevistas de trabajo queda especialmente bien – que es mi 

carburante. Mi trayectoria académica, las noches sin dormir metido en Reddit o el pasar más tiempo observando que hablando. Todo pasa por querer tener la explicación de cómo algo o alguien funciona. Ingeniero por un arcoíris. 

Pero me caí en una olla de curiosidad aquella tarde y a día de hoy sigo pagando las consecuencias. Necesitaría que alguien me obligase a sólo tomar cucharaditas de información cuando vengan mis metafóricos romanos. Me pasa la vida, me sobran explicaciones y aún siento que no sé nada. ¿Cómo es posible en la era de la sobreinformación? Y sin embargo, hay algo que echo de menos: momentos mágicos, incertidumbre, verdades ocultas, sorpresas, zonas por explorar en el mapa del San Andreas. La tendencia a la hiper-racionalización es práctica, pero decolora todo. Cuando algún crujido nocturno me desvela, apago el chute de adrenalina razonando que la temperatura bajó muy rápidamente hoy y que será algún mueble de la cocina que se contrae, harto de almacenar calor. No queda miedo, nos lo bebimos todo. La magia en lo desconocido es un tren del que la vida adulta te echa y yo solo quiero volverme a subir. 

De repente en un bar, hablaba con un amigo de la increíble accesibilidad a la información – y a la verdad – que tienen los niños hoy en día. Tienen acceso a los mismos estímulos y contenido que los adultos, pero no es su mundo. Comparten con nosotros un vestido de información que no es de su talla. Todo niño intenta imitar la vida adulta de forma natural y, viéndonos atrapados entre pantallas, son un crudo reflejo de nuestros propios hábitos. Descubren fenómenos, tendencias, animales, palabras, formas de hablar, respuestas infinitas a preguntas infinitas desde la palma de sus manos. El saber sí ocupa lugar, el de la fascinación. Queman su inocencia y capacidad de atención. No oyen los pitidos de la puerta del tren. Les grito desde la parada que no se bajen, que han privatizado el servicio de cercanías y ya no pasará el siguiente. Tampoco me oyen a mí. ¿Qué hago? 

Rompo una lanza – más – en contra del aceleracionismo1: hay que preservar su inocencia, su espíritu de descubrir lo nuevo maravillándose por todo. Quiero que puedan aprender en el camino, después de la lluvia, no que lleguen al descubrimiento cuanto antes. Quiero que crean en el ratoncito Pérez, en que les pueda robar la nariz y que el monstruo de debajo de la cama les quite el sueño. Salvarles de un speedrun del crecer, porque el tiempo está después. Por la magia. La magia es donde los límites de nuestra imaginación intersecan con los límites del mundo conocido

Por mi parte, no me rindo. Hace tiempo que intento fijarme en las pequeñas cosas mágicas. No necesito saber su explicación, o incluso sabiéndola puedo apreciar el carácter no mundano que tienen. Casualidades. Buenas o malas, voy picando una grieta por donde quiero que entren. Una cosa tonta que hago desde hace años es sacar una captura de pantalla si, al desbloquear el móvil, veo que son las 12:34 y tengo un 56% de batería. Nunca estoy atento a que ocurra. Nunca adultero la batería para hacer que coincida. Solamente disfruto del momento en el que mi huella dactilar destapa un pequeño instante de azar. Microdosis mágicas. Queda almacenado en el álbum de capturas y sé que volverlo a ver no significará nada. ¿Es esto lo que nos queda en la parada? 

Llevo una lista mental para agradecer las pinceladas de lo extraordinario que a veces el mundo me regala. Es el pico. Cosas de las que no necesito más que su propio carácter fascinante. Así empieza mi lista, y animo a los viejos niños, expasajeros del tren, a empezar la suya propia, agrandar esa brecha y dejar que la magia tenga un hueco

- las 12:34 con 56% de batería 

- los arcoíris 

- los boomerangs 

- los trucos de magia 

- las auroras boreales 

- las pequeñas intimidades 

- los cromos lenticulares que según el ángulo de inclinación ofrecen un dibujo u otro 

- la risa de mi madre 

- el 10% de las teorías conspiranoicas 

- el ser que me visitó en la parálisis del sueño 

- el ascensor de mi casa , cuando me lo encuentro en la planta baja siempre que llego pasadas las 2 AM 

- el amor2

- … 

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1 magia es también salvar al lector de buscar sobre aceleracionismo y acabar en el podcast del Kali Yuga Cult 

2 no, tampoco está aquí

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