Dejar marchar

O ponerse en el lugar del otro y mostrarle respeto por lo que algún día fuimos.

A veces lo más fácil es lo más difícil. Dejar marchar algo que no nos pertenece debería de ser igual de sencillo que cerrar la puerta de casa al llegar y guardar las llaves en el mueble de la entrada. Sin embargo, aún no he entendido muy bien por qué, a veces la cabeza se aferra a personas o momentos que ya no forman parte del presente. Todavía no he descubierto si esta es la sensación que se tiene cuando la decisión no es la correcta o, simplemente, es el luto que debe pasar cualquier corazón que ha sido rozado por esa sensación con la que todo el mundo fantasea, pero que en realidad muchas veces tiene como resultado la devastación emocional de nuestro sistema nervioso.

La solución más sencilla sería mandar un mensaje, levantar el teléfono y volver a aparecer donde uno cree que todavía tiene un hueco. Aunque puede que otra persona ya lo esté llenando o, directamente, que ese espacio sólo exista en la cabeza de uno de los dos. Pero lo importante no es cuál es la situación. Lo importante y lo triste es creerse con el derecho de poner la vida de otra persona patas arriba, no tener el valor de aceptar las consecuencias y ser tan egoísta de no ver más allá de nuestros sentimientos. No es una cuestión de orgullo o de dignidad, porque para eso ya sólo nos quedan los logros de nuestros amigos y las victorias de nuestros equipos de fútbol. Es una cuestión de saber estar, de pagar el precio, de dejar a la otra persona volver a empezar, de saber que nuestro lugar es mucho más insignificante de lo que creemos.

Nadie es indispensable en nuestra vida, de la misma manera que nosotros no somos indispensables en la vida de nadie. Aunque, al final, puede que lo que nos mueva sea idealizar situaciones que nunca sucederán obviando los motivos que nos han llevado a la realidad que vivimos. Incluso la duda de qué hubiera sucedido si aquella tarde hubiera sido distinta, si nunca hubiera cogido esa moto, si no hubiéramos ganado o perdido ese partido. Y esa duda agrieta y castiga el alma, como el agua erosiona la roca por la que corre el cauce del río, hasta que la cabeza consigue poner punto final a una historia que sólo existirá a través de las canciones y los libros. Es algo parecido a levantarse de la mesa habiendo pagado la cuenta, dando las gracias por el servicio, estrechando la mano a ese camarero que cuando lee tu reserva te guarda una porción de tu postre favorito y subirse al taxi siendo consciente de que al mejor lugar donde puedes ir es a una cama que, aunque esté vacía, te evitará cargos de conciencia y algún que otro ridículo. Quizás todo se resuma en ponerse en el lugar del otro y mostrarle respeto por lo que algún día fuimos. La culpa no la tiene un corazón con ganas de dar y recibir algo parecido, sino un mundo donde los modales habitan en el olvido. 

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Interiores

Dejar marchar

O ponerse en el lugar del otro y mostrarle respeto por lo que algún día fuimos.

A veces lo más fácil es lo más difícil. Dejar marchar algo que no nos pertenece debería de ser igual de sencillo que cerrar la puerta de casa al llegar y guardar las llaves en el mueble de la entrada. Sin embargo, aún no he entendido muy bien por qué, a veces la cabeza se aferra a personas o momentos que ya no forman parte del presente. Todavía no he descubierto si esta es la sensación que se tiene cuando la decisión no es la correcta o, simplemente, es el luto que debe pasar cualquier corazón que ha sido rozado por esa sensación con la que todo el mundo fantasea, pero que en realidad muchas veces tiene como resultado la devastación emocional de nuestro sistema nervioso.

La solución más sencilla sería mandar un mensaje, levantar el teléfono y volver a aparecer donde uno cree que todavía tiene un hueco. Aunque puede que otra persona ya lo esté llenando o, directamente, que ese espacio sólo exista en la cabeza de uno de los dos. Pero lo importante no es cuál es la situación. Lo importante y lo triste es creerse con el derecho de poner la vida de otra persona patas arriba, no tener el valor de aceptar las consecuencias y ser tan egoísta de no ver más allá de nuestros sentimientos. No es una cuestión de orgullo o de dignidad, porque para eso ya sólo nos quedan los logros de nuestros amigos y las victorias de nuestros equipos de fútbol. Es una cuestión de saber estar, de pagar el precio, de dejar a la otra persona volver a empezar, de saber que nuestro lugar es mucho más insignificante de lo que creemos.

Nadie es indispensable en nuestra vida, de la misma manera que nosotros no somos indispensables en la vida de nadie. Aunque, al final, puede que lo que nos mueva sea idealizar situaciones que nunca sucederán obviando los motivos que nos han llevado a la realidad que vivimos. Incluso la duda de qué hubiera sucedido si aquella tarde hubiera sido distinta, si nunca hubiera cogido esa moto, si no hubiéramos ganado o perdido ese partido. Y esa duda agrieta y castiga el alma, como el agua erosiona la roca por la que corre el cauce del río, hasta que la cabeza consigue poner punto final a una historia que sólo existirá a través de las canciones y los libros. Es algo parecido a levantarse de la mesa habiendo pagado la cuenta, dando las gracias por el servicio, estrechando la mano a ese camarero que cuando lee tu reserva te guarda una porción de tu postre favorito y subirse al taxi siendo consciente de que al mejor lugar donde puedes ir es a una cama que, aunque esté vacía, te evitará cargos de conciencia y algún que otro ridículo. Quizás todo se resuma en ponerse en el lugar del otro y mostrarle respeto por lo que algún día fuimos. La culpa no la tiene un corazón con ganas de dar y recibir algo parecido, sino un mundo donde los modales habitan en el olvido. 

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES