Hace unos días - o unas semanas, esto se pasa volando- presencié una escena muy romántica en una cafetería. Me senté a tomar un té en una terraza y continuar con mi lectura “Juan Belmonte, matador de toros”, pero era imposible concentrarse. Sentarme en una terraza hace que me convierta automáticamente en James Stewart en “La ventana indiscreta". Curioseo qué leen los demás, escucho de más conversaciones sobre lo difícil que es regalarle a x persona en el amigo invisible o lo que harían si les tocase la lotería de navidad. En resumen, busco cualquier distracción y tengo como excusa un libro al que siempre puedo mirar cuando están a punto de pillarme como el mayor cotilla del reino.
La escena que más me impactó fue la de un matrimonio mayor yendo a merendar. No sé si cuenta un descafeinado de máquina como merienda, pero la hora me hacía presagiar que sí. El caso es que la señora se levantó para ir al baño justo cuando la camarera llegó con los cafés. El señor, como si el sigilo fuese su mejor amigo, decidió intercambiar la galleta de cortesía que suelen poner en las cafeterías con la de su mujer. Menudo pillo, pensé, pero al llegar la señora del servicio se sorprendió alegremente de que le había tocado la galleta que tanto le gusta. Él, en cambio, no se comió la suya. Bingo. Ese señor no era un ladrón de guante blanco, no, ese señor es un romántico, y a partir de ese instante, mi mayor ídolo.
Me recordó a una vez en la que mi padre encontró en el campo de golf una pelota amarilla y me dijo con toda la ilusión del mundo “¡Mira, esta para mamá!”. Mi madre es la única persona de la casa que juega al golf con bolas de colores, así que cada vez que se encuentra una, algo poco usual, directamente piensa en ella. Es el amor después del amor. Ese que va más allá de lo físico y de lo romántico de los primeros años de una relación.
En una sociedad tan individualista, tan necesitada del “yo” como primera y única opción, todos hemos pasado alguna de esas absurdas rachas en las que pensamos que el amor no es algo que esté hecho para nosotros. Como si automáticamente nos disfrazásemos del segurata de una urbanización de postín y no dejásemos pasar a nadie teniendo todo el día la valla bajada. Con el tiempo todos nos hemos dado cuenta de lo equivocados que estábamos. No hay que cerrarse al amor ni tampoco lanzarse a él como al último langostino el día de Navidad. No se puede vivir sin amor, no se debe vivir sin amor, que diría Fito Páez.
Por favor, que nadie se ponga a intercambiar galletas en las cafeterías ni graben la reacción de su pareja para TikTok, es lo único que pido, pero sí piensen un poquito en lo que le hace feliz a la persona que tienen al lado. Ponerse en la piel del otro. Para mí el amor es un poco como esa escena de “Sin compromiso” en la que Ashton Kutcher le lleva de regalo a Natalie Portman zanahorias en vez de un ramo de flores en su primera cita formal, pero no por eso voy regalando verduras a diestro y siniestro. El amor está en lo común, en lo cotidiano. Hay más amor en un paseo por la playa que en veinte stories de instagram.