El OVNI de Tetuán se posó el veinticinco de mayo exactamente a las nueve y doce de la mañana. A pesar de lo extraordinario del suceso, nadie prestó mucha atención. De no ser porque el descenso había tenido lugar justo sobre la boca de la estación de Estrecho, obstruyendo la salida, realmente nadie hubiese dicho nada. Sobre la carretera, un poco a la izquierda, quizá hubiese explotado algún bocinazo, algún taxi lo habría circunvalado furioso, obsequiado alguna delicadeza, pero el tráfico habría terminado por reanudarse con normalidad. Del metro la gente emergía y bufaba ostensiblemente, descargaba palmetazos sobre la carrocería -gris y de textura extrañamente arcillosa-; se llegó a formar cierto engorroso embudo, en suma, pero nada más. El OVNI permaneció allí unos minutos, hasta que un policía municipal se aproximó y golpeteó suavemente con su porra lo que parecía un ventanuco -de forma más bien inestable, diríase líquida, sin embargo-, se asomó al interior, trató de hacer pantalla con las manos para distinguir a tan inoportuno infractor, pero sin tomar en ningún caso medidas extraordinarias. Ya el municipal se daba la vuelta y emprendía la marcha, bostezaba y se encogía de hombros cuando el OVNI, tal como había aparecido, se esfumó, o antes se deshizo lentamente como leche en el café en medio de la calle de Bravo Murillo. Ni una noticia; ni la más superficial mención en los periódicos de aquel día o los siguientes. Nada. El OVNI fue olvidado de inmediato. Es como si la gente hubiese perdido la capacidad de asombrarse.
La flota cruzó las nubes algunos meses después, un atardecer púrpura, los primeros días de septiembre. Coincidía justo con el inicio del curso escolar en España; millones de renacuajos regresaban a casa jadeantes a por sus bocatas de Nocilla cuando, por todas partes, furiosas trompetas resonaron con el siguiente mensaje: 𒄆𖤍𒂝𒂝𒋨. Los padres, sin embargo, las madres -ambos de cuales hay en nuestro país importantes cantidades-, enfrascados como estaban en la compra de innumerables libros y carpetas, agendas, archivadores y material de todo tipo; en la selección del uniforme; de nuevo apenas si prestaron perezosa atención. Pronto los marcianos -en efecto, venían de Marte-, se habían hecho limpiamente con el control del sistema educativo, y en cuestión de unas semanas ya todos los niños dominaban el 𒐫, idioma intergaláctico que se hablaba por las orejas.
De ahí pasaron al resto del organigrama: universidades, secretarías, ministerios, y terminaron por ganar incluso las elecciones, con un 87% de los votos. Cada vez más gente conocía el 𒐫, por influjo de sus hijos, lo cual tuvo como efecto destacado el crecimiento del apéndice español, que ahora servía a una función mucho más activa, demandante. Como consecuencia de ello el turismo internacional se desplomó -en todo el mundo se nos conocía ya como orejudos, visión lejana del proverbial ligón de playa-, lo cual los marcianos subsanaron sin embargo con audacia mediante la apertura de zoológicos por todo el país, donde voluntariamente los orejudos mejor dotados lucían para el turista curioso su exuberante cartílago.
Pasaron los años, y la economía española no sólo se recuperó, sino que creció incluso en varios órdenes de magnitud. Primera potencia europea, pronto mundial, gobiernos de todas partes: el chino, el ruso, el americano y hasta el nepalí, comenzaron a demandar la presencia de asesores marcianos en sus propios asuntos, los cuales se mostraban dispuestos a entregar sin la menor reserva. Las orejas crecieron por doquier, algunas todavía más allá de las españolas -partían de envidiables diseños-, con el consiguiente descenso de los ingresos netos en nuestra balanza comercial. Felizmente, para ello también los marcianos hallaron ingenioso remedio, y a partir de entonces los campeonatos mundiales de oreja -World Ear Series; 𒈔𒈓𒌧- se convirtieron en cita obligatoria para cualquiera con una sombra de gusto.
Los marcianos dominaban ya el globo y todas sus esquinas: desde el lago Titicaca al desierto del Gobi o el Annapurna, pasando por la Torre de Hércules -ahora de color verde, y también arcillosa-. Ya todo el mundo hablaba por las orejas: alternativamente una parloteaba y la otra escuchaba; la unión de ambas funciones en un mismo órgano condujo, con el tiempo, a una comprensión mucho más abarcadora y plena del prójimo; al fin de las guerras, en suma, las enfermedades, la pobreza y el hambre. Como contrapartida, la boca -o el hueco- se nos terminó por borrar del rostro, con lo cual la paz mundial se logró en medio de la más espantosa fealdad -fealdad para nuestros atávicos estándares, sin duda-. La comida se asimilaba con el pensamiento, de modo que uno pensaba: pollo frito, y al instante el pollo, frito y sabroso, comparecía a su estómago como un amigo largamente añorado. Con ello se dio al traste, por otro lado, con el viejo dilema platónico, pues sutiles gastroscopias revelaron que el pollo en cuestión era exactamente El Pollo Frito, es decir, la idea pura e inconmovible, arrancada por no se sabe qué misterioso procedimiento a su divino estado. Las existencias, con todo, del mundo de las ideas resultaron ser también limitadas, y así los marcianos comenzaron a administrar las llamadas cartillas o cédulas platónicas, que restringían el acceso a números cerrados mes a mes. De Pollo Frito, por ejemplo, existían sólo trescientas cincuenta y dos mil cuatrocientas siete unidades, en cómputos globales.
Ésta es, pues, la historia de cómo los marcianos, subterráneamente primero, a partir de un feliz revoloteo por la calle de Bravo Murillo; a la vista después, a plena luz del atardecer, cautivaron a la raza humana y conquistaron su endurecido corazón. Hay quien querrá extraer de ello conmovedoras conclusiones: la falta de amor; la desidia; la pérdida de la ingenuidad y la inocencia. Los marcianos, por su parte, dijeron esto: 𒀱𒋨𒈞𒁎.
----
* La foto del artículo es una obra de John Brosio