Camino por Eduardo Dato. Hace mucho frío. No es muy tarde, pero apenas hay gente por la calle. Sin embargo, el puente que conecta con Serrano está más concurrido de lo habitual, así que trato de no pararme mientras observo las luces y el tráfico. Por mi lado pasan en distintas direcciones tres hombres trajeados, dos con mochila y uno con un maletín color camel, una mujer vestida con ropa de hacer deporte, cuatro parejas de enamorados y un hombre fumando un cigarro mientras pasea a un Braco. Me pregunto cuánto habrán cambiado sus vidas desde la última vez que se pusieron estas luces. Quizá de las tres parejas solamente existía una y los hombres con traje llevaban maletín, o puede que los dos que llevan mochila hayan promocionado hace poco y se resistan a dar el paso. La mujer del gimnasio pudo haber empezado como propósito de año nuevo y el hombre del perro no tenerlo o prometer en vano que dejaría el tabaco. Son tantas las posibilidades, los motivos o el azar del que depende nuestro destino que a veces pienso en la cantidad de vidas que habré dejado en pausa o que nunca he llegado a iniciar sin ser consciente. Simplemente por haber girado en una calle en lugar de la siguiente, no haber hablado a tiempo, haber hablado de más o haberme quedado quieto. Aunque poco importa lo que pudimos ser cuando a veces ni siquiera sabemos quiénes somos.
No sé exactamente a qué velocidad hemos viajado desde agosto, pero me ha parecido demasiado rápido. Miro hacia atrás y parece que fue ayer cuando estaba en Sangenjo con mi hermano disfrutando del concierto de Calamaro, viendo en Gijón las verónicas de Morante, celebrando el cumpleaños de mi padre en un karaoke, visitando Bolonia o llevando un féretro a hombros. Puede que vivir mirando hacia atrás, impregnado de una nostalgia que invita devaluar el presente y el futuro, no sea la mejor manera de afrontar el final de dos mil veinticuatro. Pero muchas veces la nostalgia es lo único que nos salva cuando no sabemos a qué agarrarnos. Recuerdo cuando hace unos años me levantaba triste sin tener ningún motivo para ello y que mi solución, cuando fui consciente de que algo fallaba por dentro, fue la música. Cada mañana, nada más despertarme, esperaba a que la casa estuviera vacía y escuchaba canciones de manera aleatoria que cantaba como si estuviera en un escenario. Eran los minutos más importantes del día porque me hacían ver que aquello era una situación imaginaria y que al otro lado de la puerta había un mundo donde podía ser feliz. Llegaba a esa conclusión mientras me ponía los zapatos y recordaba la cantidad de cosas buenas que me sucedían cuando salía de mi cuarto. Mi motor durante aquellos meses fueron la música y los recuerdos de esos días donde no necesitaba motivos para intentar sonreír.
Valoro mucho la nostalgia porque a veces es el único clavo capaz de sostener la cruz que cargamos. La única ilusión que nos mantiene firmes. La nostalgia no es el remedio de los infelices, sino la cura para unos corazones que en algunos momentos no caminan al compás que la vida exige.