Una señora entró en el quiosco y se acercó dando pasitos firmes al mostrador. Entonces sacó la cartera del bolso y, sin prisa, con determinación, fue deslizando los recibos de sus apuestas para que el quiosquero las revisase. Ya se habían dado los buenos días, pero sin recrearse, funcionarialmente: ella no barajaba la posibilidad de perder el tiempo. El quiosquero sonreía, encantado con aquella rutina.
La señora, que desprendía un vigor contagioso, debía de rondar los noventa. Su muerte, como es lógico, revestía inminencia, pero eso no parecía importarle, esas son preocupaciones de jóvenes. Apoyó su codo sobre las portadas de los periódicos, se inclinó ligeramente y acercó la oreja al quiosquero, que no empezó a informarle de los resultados hasta que ella no estuvo lista; con los boletos agrupados en las manos, la miraba como un astuto jugador de póker. «A ver», dijo ella: esas palabras constituyeron el pistoletazo de salida.
El quiosquero iba anunciando, apesadumbrado, los resultados: «Nada», «Este tampoco», «Este tampoco». Él parecía afectado por la mala suerte de ella; ella, con cada resultado, repetía el mismo lamento: «¡Qué miseria!». Pero se mantenía entera, daba gusto verla quejarse. Qué bien interpretaba cada lamento, qué bien marcaba el tono y los tiempos, con qué gracia pronunciaba aquel mantra. Así puede uno quejarse cuando quiera, con la mezcla perfecta de retranca y solemnidad. Era un verdadero espectáculo. Tanto es así que no quería que se acabasen sus apuestas, casi pido una prórroga, cinco minutos más. El nivel de virtuosismo que requiere lamentarse con arte está al alcance de muy pocos, de los genios.
El hombre rompió los papelillos y preguntó si lo mismo para mañana, ante lo que ella respondió que claro. La verdad es que a veces se preguntan unas cosas tremendas. Mientras él hacía su trabajo, ella guardó la cartera en el bolso y se recompuso. «Aquí tiene. Igual mañana hay más suerte», le dijo. Ella respondió que un día iba a tocarle algo de verdad y que quería verle la cara a él. «Hala, marcho». Pagó y se fue como entró, dando unos pasitos colosales.
Cuando nos preguntaron lo que queríamos nos quedamos en blanco. Nos habíamos quedado pasmados con aquella nonagenaria voluptuosa. Muy amablemente, el quiosquero nos entregó la revista dentro de una bolsa y nos deseó un buen día. Al salir, pasamos al lado de la terraza de un bar, y la vi. Se sentó con otra señora de unos sesenta años, una chavala, y parecía comentarle sus resultados. Mostraba un levantamiento de cejas de resignación perfecto, meridiano.
Seguimos nuestro paseo y le perdí la pista. No sé lo que se pidió, le pegaba un vino. Aunque hace algunos años conocí a una nonagenaria gallega muy aficionada a la cerveza; le gustaba hasta templada. En cualquier caso, allí se quedó, y nosotros continuamos caminando. A saber cuántas apuestas le quedarán. Seguro que ella no se lo pregunta nunca. Lo que tengo claro es que el quiosquero la echará de menos cuando no aparezca por la puerta, tan imperial. Impresiona cuando ves a una persona tan viva a las puertas del abismo. Qué manera de lamentarse, qué brío.