En el corazón del valle

Allí estaba Ramón. Las dos manos apoyadas en el cayado. Nos estaba esperando. Esperar era su forma de vida.

Llevamos años viniendo, pero ayer nos perdimos. Pudo ser el cansancio, la negrura del valle o la propia torpeza. No lo sé. El caso es que se nos hizo de noche y tuvimos que llamar a Luis. Le dimos tres referencias absurdas: una hilera de árboles, la anchura del camino y un cartel de «propiedad privada» clavado a un árbol. — No os mováis de ahí. — Dijo. En menos de cinco minutos aparecieron a lo lejos los focos del todoterreno. El camino se iluminaba y volvía a la penumbra conforme el viejo coche sorteaba curvas entre la maleza. Conducía Ramón, el padre de Luis. En la ventanilla que daba a nuestra vereda tenía Luis apoyado el codo. — Ya están aquí los guardianes del Valle de los Pedroches. Den la vuelta y sígannos.

Llegamos muy tarde, pero Ramón y Luis nos tenían preparados unos bocadillos maravillosos de panceta, tomate y queso. Estuvimos un rato charlando, pero nos venció el cansancio y nos subimos a dormir. Solo existíamos nosotros y la casa. Las escaleras, los muebles y las paredes. El resto era oscuridad. Vida intuida. Animales nocturnos y ruidos indescifrables.

A la mañana siguiente amanecimos al calor de los radiadores y las mantas de franela. Una luz naranja y pastosa rebotaba contra los muros del patio. Me acerqué a mirar por la ventana y todo me pareció más grande. Fascinado por la simple materialización del terreno y sus límites, me dejé guiar por el olor a café y bajé a desayunar. Me encontré a Luis fumando en los escalones del patio. Mirando fijamente un punto indeterminado del suelo. No quise estropear su paz, pero nuestra presencia era un estrépito para aquella casa solitaria. — Hay pan y café. — Me dijo. — Coged lo que queráis de la nevera. Me preparé una tostada con aceite y jamón y me senté junto a la enorme mesa del salón. Luis apuró el cigarro y vino a charlar conmigo mientras fregaba los platos de ayer. —¿Cómo habéis dormido? — Me preguntó. — Muy bien. Bueno, Marta ahí sigue roncando. — Tiene que estar muerta, la pobre. — Sí, tío, yo igual. Estábamos deseando parar unos días. Llevamos un ritmo que no es normal. — Pues estáis en el sitio perfecto. Desayuna tranquilamente y cuando os apetezca, si queréis, os llevo a dar un paseo y a ver los animales. — Gracias, Luis. Tú qué tal lo llevas. — Bien, bueno, ya sabes, para mí venir aquí es volver a casa. Y desde que pasó lo que pasó, cada vez me cuesta más.

Lo que pasó es que su madre murió el año pasado por estas fechas y su padre no consigue aceptarlo. Esa mujer era el alma de la casa. Era fácil imaginarla entrar y salir de cualquier habitación. Siempre resuelta. Canturreando. Insuflando vida a los objetos que todavía la esperan desinformados. Luis ha sido siempre su vivo reflejo. Con esa capacidad de mejorarlo todo a su alrededor. De crear buen ambiente, de anteponer el bienestar de los demás al suyo propio. Luis es mi mejor amigo, y por eso no necesito que me explique las cosas. Sé leer cada gesto de su cara. Antes de subir las escaleras, me ofrecí para lo que necesitara. Él me tocó el hombro, pero no dijo nada.

Al llegar a la habitación me encontré la cama vacía y la puerta del baño cerrada. El sonido amortiguado del agua contra la losa. El olor a champú. Sentí la pulsión de entrar, pero conseguí reprimirla. Pensé en Marta y en su cansancio. En cómo estaría disfrutando esa ducha. Siempre es mejor faltar que sobrar. La esperé sentado en la cama, mirando las nubes blancas tras la ventana. Salió envuelta en una toalla y dejé que me descubriese sin asustarse. Luego le dije «te quiero» y ella me correspondió con un beso. Caímos en la cuenta de que era nuestro primer viaje en mucho tiempo. Nos miramos desnudos al espejo y nos acordamos de nosotros mismos. Nos tocamos como dos ciegos. Redescubriendo con nuestras manos el cuerpo del otro. El último sol de la mañana nos buscó tras los cristales empañados.

Un rato después, bajamos al patio y nos reencontramos con Luis. Seguía de aquí para allá. Hacendoso como una hormiga. Había montado un pequeño aperitivo en el centro del patio, junto a la fuente cubierta de verdín. Había aceitunas partidas, patatas fritas, un poco de queso y cervezas de lata. El suelo estaba caliente y la helada se había derretido hace horas. — ¿Dónde está tu padre? — Se me ocurrió preguntar. — En el campo, como siempre. — Contestó Luis. — Luego si queréis os puedo llevar a buscarlo y vemos las vacas. — Nos encantaría. Nos habíamos quedado en camiseta y el color empezaba a subirse a nuestras caras. Nos terminamos las cervezas y salimos al campo. A esa hora las ciudades y las preocupaciones eran inconcebibles.

Por el camino que se adentraba en el prado éramos observados por los pájaros y las ovejas. Luis iba delante marcando el paso. Nuestra conversación pretendía incluirlo, pero él solo se sentía realmente cómodo escuchando. Los árboles, cada vez en menor número, nos conducían hasta el claro, donde las vacas reunidas comían el pasto fresco. Allí estaba Ramón. Las dos manos apoyadas en el cayado. Nos estaba esperando. Esperar era su forma de vida. Lo hacía de manera natural. Había en su rostro una calma que invitaba a la calma. Cuando nos vio llegar, aprovechó para descansar y se unió a nosotros. Miraba orgulloso el rebaño. Satisfecho del esfuerzo diario. Me fijé en las arrugas de sus manos, en su cuerpo duro pero encorvado, en las botas sucias y en su cara curtida. En sus ojos cansados había matices que se me escapaban. Él solo miraba sus vacas y, como su hijo, prefería el silencio. Las vacas habían dejado hace un rato de mirarnos. No éramos más interesantes que los árboles o el viento.

Emprendimos el camino de vuelta, pero el padre de Luis se quedó donde estaba. Pertinaz en sus labores. No se dejaba seducir por la novedad. Necesitaba estar allí — ¿Qué edad tiene tu padre, Luis? — Pregunté. — Setenta y dos cumple el mes que viene. — Y sigue bregando. No para, ¿eh? — No quiere parar. No puede. Dice que si deja de hacer todo esto y se encierra en la casa, se le cae encima. Yo quiero llevármelo a vivir conmigo, pero no hay manera. Se lo he dicho mil veces.

El resto del día lo pasamos descansando. A eso habíamos venido. Estuve leyendo un rato a la sombra de un toldo mientras Marta acariciaba a los perros. Íbamos de un lado a otro de la finca charlando y fumando. Tomamos café y luego vino. Entregados a la contemplación, nos encontramos a oscuras sin darnos cuenta. A eso de las ocho llegó Ramón, saludó desde la entrada y subió a ducharse. Parecía cansado.

Cuando bajó por fin, nos encontró cortando salchichón y rodajas de pan. Estábamos un poco borrachos y nos dijo que nos apartásemos. Tenía algo mejor para nosotros. Venía con una olla de venado en salsa que le había dado Segis el del bar. — Si aguantáis el hambre, os frío una fuente de papas. Quién se va a negar a eso. Movimos la mesa para alejarla un poco de la chimenea. Había pan de verdad y vino y carne guisada. El calor se apoderaba de los cuerpos. Conversábamos animadamente de todas las cosas que merecen la pena. La cena, la sobremesa y un poco de música. Marta bailaba con Luis. Ramón y yo los mirábamos sonriendo desde el otro lado de la mesa. Cuando salí del pasmo, miré a mi izquierda y ya no estaba. Fui a buscarlo. Me vino bien el aire fresco. Lo encontré fumando junto al antiguo gallinero. Apoyado de espaldas sobre la pared gris. Fumaba mirando el cielo. Sin saber si lo que le preocupaba era una duda o una certeza. Hubiese preferido mirarlo de lejos, pero una vez más, no medí el estruendo que suponía mi presencia: — ¿Qué haces ahí? — Me preguntó. — Perdona. No quiero molestar. — Al contrario. Vente aquí. ¿Tú fumas? — Solo si es necesario. — Pues toma. Ramón sacó otro cigarrillo y lo encendió usando el suyo. Imposible distinguir el humo del vaho. Después de unos segundos, volvió a romper el silencio: — ¿Lo habéis pasado bien? — Me preguntó. — Mucho, pero no te vayas a ir todavía. — Mañana los animales tienen que comer. Hay mucho trabajo. Dejé que su frase reposara en el aire, pero fui incapaz de contener mi pregunta — ¿Por qué tanto trabajo, Ramón?, ¿no crees que ya es hora de descansar? — ¿Quieres que te sea sincero? Sí que estoy cansado, pero tengo miedo a dejarlo. — ¿Miedo por qué? Tienes a tu hijo. — Miedo precisamente a ser un estorbo para él. Miedo a enfrentarme a mis propios pensamientos. A cambiar de vida después de tanto tiempo. Sus palabras aún reverberaban cuando oímos la voz de Luis a lo lejos: — ¿Qué hacéis? Venid aquí, que vamos a enchufar el micrófono. De repente, supe lo que decir y lo dije sin pensar. — Parar, a veces, es la mejor manera de avanzar. Ramón me miró con una expresión indescifrable. Tiró el cigarro, lo pisó con su bota derecha y dijo — Vamos adentro.

Dentro había humo. Mucho humo. Primero pensé que había algún problema con la chimenea, pero no. Estaba Luis pletórico, al fondo, accionando el pedal de una máquina de esas que llenan el contexto de bruma. Marta estaba completamente enloquecida cantando una canción de Camilo Sesto. La letra iba apareciendo en un viejo televisor de tubo que alguien había colocado en una repisa, pero, en realidad, no hacía falta la letra. Todo el mundo sabe que vivir así es morir de amor. Era una sorpresa. Luis la tenía preparada y Marta lo sabía todo desde el principio. Habían convertido el salón de una casa rural en un karaoke casposo de polígono. Ramón se puso a servir copas como si fuera Tom Cruise. Escanciando los rones y las ginebras. Jugando al perfect served. Marta vino hacia a mí con claras actitudes integradoras y de repente empezaron a sonar los acordes de «Bailar pegados». Solo había un micrófono, así que nos repartimos las estrofas. No escatimamos en pompa. Ella era una diva. Yo un baladista italiano trasnochado. Tremenda acogida tuvimos. Las risas brotaban. La noche encajó todas sus piezas. Se nos quedaba pequeño el salón. El valle entero. La vida.

Marta salió a fumar y yo entendí que era el momento perfecto para propiciar una conversación entre Luis y su padre. Me escabullí hacia el patio. Ella fumaba mirando la oscuridad del otro lado de la verja. El campo, como el mar, es inmensurable por la noche. Estábamos borrachos, pero lúcidos. El cigarro cambiaba de mano y parecía una estrella más de aquel cielo imposible. — A veces tengo la tentación de mandarlo todo a la mierda y largarme a vivir a un sitio como este. — Me dijo sin dejar de mirar el vacío. — Montar una granja escuela o un hotelito rural — Yo la escuchaba sin interrumpirla. Después nos quedamos los dos callados. Oyendo a los grillos y la música remota. Marta le dio una última calada al cigarro y me lo pasó. — Yo la rodeé por los hombros, la besé en la cabeza y contesté cuando la escena parecía ya agotada. — Sería maravilloso.

Volvimos al salón y encontramos a Luis y a su padre acodados en la barra y riéndose a carcajadas. El cambio de temperatura y el ritmo de la música nos hacían sentir como alienígenas recién llegados. Esos cinco minutos fuera nos habían cambiado el pie. Ellos se dieron cuenta y pretendieron animarnos. Estaban felices. Era su momento. Supimos darnos cuenta y nos retiramos. Los dejamos allí sentados recordando cosas que no habíamos vivido y fumándose dos puros secos que llevaban años en un armario. Nunca sabremos las cosas que se dijeron. Subimos las escaleras como pudimos y nos pusimos rápidamente el pijama. Usamos las mantas y los abrazos para secar el frío de los huesos. Poco a poco encontramos la postura. Estuvimos un rato hablando. Luego advertí que Marta estaba dormida y yo hablando solo. Me dormí pensando en la elasticidad de las conversaciones que no presenciamos. En las palabras potencialmente dichas. En los silencios que no existen. En todos los silencios.

A la mañana siguiente nos despertó el gallo del vecino a eso de las diez. Ese gallo cantaba cuando le daba la gana. Marta se duchó primero y yo me quedé tranquilo en la cama un buen rato. No había ruidos en la casa. Me levanté y me asomé al pasillo. La puerta de Luis estaba cerrada. Ramón a esa hora ya iría por la mitad de su jornada. Oí la voz de Marta que me cedía el baño, pero yo me moría de hambre, así que preferí bajar e ir preparando el desayuno. Llegué al salón aún cálido por las ascuas y vi las sombras largas de los cacharros de la cocina y las ventanas enormes proclamando el día. Algo me resultaba familiar en aquella escena, pero tardé unos segundos en percibir el olor. Alguien había comprado churros y los había dejado en la encimera de la cocina. Justo cuando agarré la bolsa, apareció Marta salivando a mi espalda — Mmmm qué ganas. Y unos segundos más tarde también Luis comenzó a bajar la escalera. — ¿A qué huele? — Venía diciendo. — Tu padre ha traído churros — Que mi padre ¿qué? — Mira, mira, y están calentitos todavía. — Pero, ¿él está aquí? — Yo no lo he visto. — Estará trabajando. — ¿Dónde va a estar si no? — No lo sé.

Terminamos de devorarlo todo y nos fuimos a la habitación. Yo me di una ducha rápida mientras Marta metía la ropa sucia en la maleta. Me apetecía llegar a casa, pero la presión del chorro de agua caliente me quitó las prisas. Los músculos del cráneo. El vacío en las plantas de los pies. Las imágenes contra los párpados cerrados. Salí y agarré la toalla. Me la eché por encima y me quedé allí un rato de pie. Como un niño al borde de una piscina. Luego me vestí con lo único que me quedaba limpio, terminé de recoger mis cosas y bajamos juntos al salón. Luis estaba allí preparado para despedirnos. Nos dimos un abrazo y me dio las gracias. No le pregunté por qué. La luz del mediodía no tenía piedad. Estábamos cansados, pero satisfechos. Al atravesar la cancela, toqué dos veces el claxon y luego me sentí absurdo. La casa se hizo pequeña en el retrovisor y nosotros volvimos a atravesar la tierra. Los caminos serpenteantes custodiados por los perros. Las escuálidas carreteras nacionales con sus orillas verdes de pastos y olivos. Las vacas naranjas como atardeceres prematuros. Los dos mirábamos el paisaje con los ojos muy abiertos. Intentando retener cada centímetro de luz. Nadando inevitablemente hacia la boca del domingo. Siendo el alimento de otro día que se termina.

Llegamos con las fuerzas justas para echarnos en el sofá y cenar un yogur y una pera. Vimos un rato la tele y nos fuimos a la cama. Marta estuvo un rato leyendo y yo poniéndome al día en Twitter. Debían ser casi las once cuando llegó el mensaje de Luis:

«Mi padre dice que quiere vender la casa, así que si sabes de alguien interesado, me dices. Mañana te cuento».

No dije nada. Solo le acerqué la pantalla a Marta. Tardó unos segundos en ubicarse, pero luego se le encendieron los ojos. La mirada que intercambiamos después se pareció a nuestra primera mirada. Los dos supimos claramente lo que queríamos hacer. Preferí no contestar de cualquier manera. Dejar que las palabras crecieran con la noche. Apagué la luz y Marta se arrimó a mí. Nos dormimos haciendo planes. Reconstruyendo piedra a piedra la felicidad derruida. Imaginándonos juntos en otra habitación. En el corazón del valle. Comprendiendo que la vida es lo que aún no ha ocurrido.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Ficciones

En el corazón del valle

Allí estaba Ramón. Las dos manos apoyadas en el cayado. Nos estaba esperando. Esperar era su forma de vida.

Llevamos años viniendo, pero ayer nos perdimos. Pudo ser el cansancio, la negrura del valle o la propia torpeza. No lo sé. El caso es que se nos hizo de noche y tuvimos que llamar a Luis. Le dimos tres referencias absurdas: una hilera de árboles, la anchura del camino y un cartel de «propiedad privada» clavado a un árbol. — No os mováis de ahí. — Dijo. En menos de cinco minutos aparecieron a lo lejos los focos del todoterreno. El camino se iluminaba y volvía a la penumbra conforme el viejo coche sorteaba curvas entre la maleza. Conducía Ramón, el padre de Luis. En la ventanilla que daba a nuestra vereda tenía Luis apoyado el codo. — Ya están aquí los guardianes del Valle de los Pedroches. Den la vuelta y sígannos.

Llegamos muy tarde, pero Ramón y Luis nos tenían preparados unos bocadillos maravillosos de panceta, tomate y queso. Estuvimos un rato charlando, pero nos venció el cansancio y nos subimos a dormir. Solo existíamos nosotros y la casa. Las escaleras, los muebles y las paredes. El resto era oscuridad. Vida intuida. Animales nocturnos y ruidos indescifrables.

A la mañana siguiente amanecimos al calor de los radiadores y las mantas de franela. Una luz naranja y pastosa rebotaba contra los muros del patio. Me acerqué a mirar por la ventana y todo me pareció más grande. Fascinado por la simple materialización del terreno y sus límites, me dejé guiar por el olor a café y bajé a desayunar. Me encontré a Luis fumando en los escalones del patio. Mirando fijamente un punto indeterminado del suelo. No quise estropear su paz, pero nuestra presencia era un estrépito para aquella casa solitaria. — Hay pan y café. — Me dijo. — Coged lo que queráis de la nevera. Me preparé una tostada con aceite y jamón y me senté junto a la enorme mesa del salón. Luis apuró el cigarro y vino a charlar conmigo mientras fregaba los platos de ayer. —¿Cómo habéis dormido? — Me preguntó. — Muy bien. Bueno, Marta ahí sigue roncando. — Tiene que estar muerta, la pobre. — Sí, tío, yo igual. Estábamos deseando parar unos días. Llevamos un ritmo que no es normal. — Pues estáis en el sitio perfecto. Desayuna tranquilamente y cuando os apetezca, si queréis, os llevo a dar un paseo y a ver los animales. — Gracias, Luis. Tú qué tal lo llevas. — Bien, bueno, ya sabes, para mí venir aquí es volver a casa. Y desde que pasó lo que pasó, cada vez me cuesta más.

Lo que pasó es que su madre murió el año pasado por estas fechas y su padre no consigue aceptarlo. Esa mujer era el alma de la casa. Era fácil imaginarla entrar y salir de cualquier habitación. Siempre resuelta. Canturreando. Insuflando vida a los objetos que todavía la esperan desinformados. Luis ha sido siempre su vivo reflejo. Con esa capacidad de mejorarlo todo a su alrededor. De crear buen ambiente, de anteponer el bienestar de los demás al suyo propio. Luis es mi mejor amigo, y por eso no necesito que me explique las cosas. Sé leer cada gesto de su cara. Antes de subir las escaleras, me ofrecí para lo que necesitara. Él me tocó el hombro, pero no dijo nada.

Al llegar a la habitación me encontré la cama vacía y la puerta del baño cerrada. El sonido amortiguado del agua contra la losa. El olor a champú. Sentí la pulsión de entrar, pero conseguí reprimirla. Pensé en Marta y en su cansancio. En cómo estaría disfrutando esa ducha. Siempre es mejor faltar que sobrar. La esperé sentado en la cama, mirando las nubes blancas tras la ventana. Salió envuelta en una toalla y dejé que me descubriese sin asustarse. Luego le dije «te quiero» y ella me correspondió con un beso. Caímos en la cuenta de que era nuestro primer viaje en mucho tiempo. Nos miramos desnudos al espejo y nos acordamos de nosotros mismos. Nos tocamos como dos ciegos. Redescubriendo con nuestras manos el cuerpo del otro. El último sol de la mañana nos buscó tras los cristales empañados.

Un rato después, bajamos al patio y nos reencontramos con Luis. Seguía de aquí para allá. Hacendoso como una hormiga. Había montado un pequeño aperitivo en el centro del patio, junto a la fuente cubierta de verdín. Había aceitunas partidas, patatas fritas, un poco de queso y cervezas de lata. El suelo estaba caliente y la helada se había derretido hace horas. — ¿Dónde está tu padre? — Se me ocurrió preguntar. — En el campo, como siempre. — Contestó Luis. — Luego si queréis os puedo llevar a buscarlo y vemos las vacas. — Nos encantaría. Nos habíamos quedado en camiseta y el color empezaba a subirse a nuestras caras. Nos terminamos las cervezas y salimos al campo. A esa hora las ciudades y las preocupaciones eran inconcebibles.

Por el camino que se adentraba en el prado éramos observados por los pájaros y las ovejas. Luis iba delante marcando el paso. Nuestra conversación pretendía incluirlo, pero él solo se sentía realmente cómodo escuchando. Los árboles, cada vez en menor número, nos conducían hasta el claro, donde las vacas reunidas comían el pasto fresco. Allí estaba Ramón. Las dos manos apoyadas en el cayado. Nos estaba esperando. Esperar era su forma de vida. Lo hacía de manera natural. Había en su rostro una calma que invitaba a la calma. Cuando nos vio llegar, aprovechó para descansar y se unió a nosotros. Miraba orgulloso el rebaño. Satisfecho del esfuerzo diario. Me fijé en las arrugas de sus manos, en su cuerpo duro pero encorvado, en las botas sucias y en su cara curtida. En sus ojos cansados había matices que se me escapaban. Él solo miraba sus vacas y, como su hijo, prefería el silencio. Las vacas habían dejado hace un rato de mirarnos. No éramos más interesantes que los árboles o el viento.

Emprendimos el camino de vuelta, pero el padre de Luis se quedó donde estaba. Pertinaz en sus labores. No se dejaba seducir por la novedad. Necesitaba estar allí — ¿Qué edad tiene tu padre, Luis? — Pregunté. — Setenta y dos cumple el mes que viene. — Y sigue bregando. No para, ¿eh? — No quiere parar. No puede. Dice que si deja de hacer todo esto y se encierra en la casa, se le cae encima. Yo quiero llevármelo a vivir conmigo, pero no hay manera. Se lo he dicho mil veces.

El resto del día lo pasamos descansando. A eso habíamos venido. Estuve leyendo un rato a la sombra de un toldo mientras Marta acariciaba a los perros. Íbamos de un lado a otro de la finca charlando y fumando. Tomamos café y luego vino. Entregados a la contemplación, nos encontramos a oscuras sin darnos cuenta. A eso de las ocho llegó Ramón, saludó desde la entrada y subió a ducharse. Parecía cansado.

Cuando bajó por fin, nos encontró cortando salchichón y rodajas de pan. Estábamos un poco borrachos y nos dijo que nos apartásemos. Tenía algo mejor para nosotros. Venía con una olla de venado en salsa que le había dado Segis el del bar. — Si aguantáis el hambre, os frío una fuente de papas. Quién se va a negar a eso. Movimos la mesa para alejarla un poco de la chimenea. Había pan de verdad y vino y carne guisada. El calor se apoderaba de los cuerpos. Conversábamos animadamente de todas las cosas que merecen la pena. La cena, la sobremesa y un poco de música. Marta bailaba con Luis. Ramón y yo los mirábamos sonriendo desde el otro lado de la mesa. Cuando salí del pasmo, miré a mi izquierda y ya no estaba. Fui a buscarlo. Me vino bien el aire fresco. Lo encontré fumando junto al antiguo gallinero. Apoyado de espaldas sobre la pared gris. Fumaba mirando el cielo. Sin saber si lo que le preocupaba era una duda o una certeza. Hubiese preferido mirarlo de lejos, pero una vez más, no medí el estruendo que suponía mi presencia: — ¿Qué haces ahí? — Me preguntó. — Perdona. No quiero molestar. — Al contrario. Vente aquí. ¿Tú fumas? — Solo si es necesario. — Pues toma. Ramón sacó otro cigarrillo y lo encendió usando el suyo. Imposible distinguir el humo del vaho. Después de unos segundos, volvió a romper el silencio: — ¿Lo habéis pasado bien? — Me preguntó. — Mucho, pero no te vayas a ir todavía. — Mañana los animales tienen que comer. Hay mucho trabajo. Dejé que su frase reposara en el aire, pero fui incapaz de contener mi pregunta — ¿Por qué tanto trabajo, Ramón?, ¿no crees que ya es hora de descansar? — ¿Quieres que te sea sincero? Sí que estoy cansado, pero tengo miedo a dejarlo. — ¿Miedo por qué? Tienes a tu hijo. — Miedo precisamente a ser un estorbo para él. Miedo a enfrentarme a mis propios pensamientos. A cambiar de vida después de tanto tiempo. Sus palabras aún reverberaban cuando oímos la voz de Luis a lo lejos: — ¿Qué hacéis? Venid aquí, que vamos a enchufar el micrófono. De repente, supe lo que decir y lo dije sin pensar. — Parar, a veces, es la mejor manera de avanzar. Ramón me miró con una expresión indescifrable. Tiró el cigarro, lo pisó con su bota derecha y dijo — Vamos adentro.

Dentro había humo. Mucho humo. Primero pensé que había algún problema con la chimenea, pero no. Estaba Luis pletórico, al fondo, accionando el pedal de una máquina de esas que llenan el contexto de bruma. Marta estaba completamente enloquecida cantando una canción de Camilo Sesto. La letra iba apareciendo en un viejo televisor de tubo que alguien había colocado en una repisa, pero, en realidad, no hacía falta la letra. Todo el mundo sabe que vivir así es morir de amor. Era una sorpresa. Luis la tenía preparada y Marta lo sabía todo desde el principio. Habían convertido el salón de una casa rural en un karaoke casposo de polígono. Ramón se puso a servir copas como si fuera Tom Cruise. Escanciando los rones y las ginebras. Jugando al perfect served. Marta vino hacia a mí con claras actitudes integradoras y de repente empezaron a sonar los acordes de «Bailar pegados». Solo había un micrófono, así que nos repartimos las estrofas. No escatimamos en pompa. Ella era una diva. Yo un baladista italiano trasnochado. Tremenda acogida tuvimos. Las risas brotaban. La noche encajó todas sus piezas. Se nos quedaba pequeño el salón. El valle entero. La vida.

Marta salió a fumar y yo entendí que era el momento perfecto para propiciar una conversación entre Luis y su padre. Me escabullí hacia el patio. Ella fumaba mirando la oscuridad del otro lado de la verja. El campo, como el mar, es inmensurable por la noche. Estábamos borrachos, pero lúcidos. El cigarro cambiaba de mano y parecía una estrella más de aquel cielo imposible. — A veces tengo la tentación de mandarlo todo a la mierda y largarme a vivir a un sitio como este. — Me dijo sin dejar de mirar el vacío. — Montar una granja escuela o un hotelito rural — Yo la escuchaba sin interrumpirla. Después nos quedamos los dos callados. Oyendo a los grillos y la música remota. Marta le dio una última calada al cigarro y me lo pasó. — Yo la rodeé por los hombros, la besé en la cabeza y contesté cuando la escena parecía ya agotada. — Sería maravilloso.

Volvimos al salón y encontramos a Luis y a su padre acodados en la barra y riéndose a carcajadas. El cambio de temperatura y el ritmo de la música nos hacían sentir como alienígenas recién llegados. Esos cinco minutos fuera nos habían cambiado el pie. Ellos se dieron cuenta y pretendieron animarnos. Estaban felices. Era su momento. Supimos darnos cuenta y nos retiramos. Los dejamos allí sentados recordando cosas que no habíamos vivido y fumándose dos puros secos que llevaban años en un armario. Nunca sabremos las cosas que se dijeron. Subimos las escaleras como pudimos y nos pusimos rápidamente el pijama. Usamos las mantas y los abrazos para secar el frío de los huesos. Poco a poco encontramos la postura. Estuvimos un rato hablando. Luego advertí que Marta estaba dormida y yo hablando solo. Me dormí pensando en la elasticidad de las conversaciones que no presenciamos. En las palabras potencialmente dichas. En los silencios que no existen. En todos los silencios.

A la mañana siguiente nos despertó el gallo del vecino a eso de las diez. Ese gallo cantaba cuando le daba la gana. Marta se duchó primero y yo me quedé tranquilo en la cama un buen rato. No había ruidos en la casa. Me levanté y me asomé al pasillo. La puerta de Luis estaba cerrada. Ramón a esa hora ya iría por la mitad de su jornada. Oí la voz de Marta que me cedía el baño, pero yo me moría de hambre, así que preferí bajar e ir preparando el desayuno. Llegué al salón aún cálido por las ascuas y vi las sombras largas de los cacharros de la cocina y las ventanas enormes proclamando el día. Algo me resultaba familiar en aquella escena, pero tardé unos segundos en percibir el olor. Alguien había comprado churros y los había dejado en la encimera de la cocina. Justo cuando agarré la bolsa, apareció Marta salivando a mi espalda — Mmmm qué ganas. Y unos segundos más tarde también Luis comenzó a bajar la escalera. — ¿A qué huele? — Venía diciendo. — Tu padre ha traído churros — Que mi padre ¿qué? — Mira, mira, y están calentitos todavía. — Pero, ¿él está aquí? — Yo no lo he visto. — Estará trabajando. — ¿Dónde va a estar si no? — No lo sé.

Terminamos de devorarlo todo y nos fuimos a la habitación. Yo me di una ducha rápida mientras Marta metía la ropa sucia en la maleta. Me apetecía llegar a casa, pero la presión del chorro de agua caliente me quitó las prisas. Los músculos del cráneo. El vacío en las plantas de los pies. Las imágenes contra los párpados cerrados. Salí y agarré la toalla. Me la eché por encima y me quedé allí un rato de pie. Como un niño al borde de una piscina. Luego me vestí con lo único que me quedaba limpio, terminé de recoger mis cosas y bajamos juntos al salón. Luis estaba allí preparado para despedirnos. Nos dimos un abrazo y me dio las gracias. No le pregunté por qué. La luz del mediodía no tenía piedad. Estábamos cansados, pero satisfechos. Al atravesar la cancela, toqué dos veces el claxon y luego me sentí absurdo. La casa se hizo pequeña en el retrovisor y nosotros volvimos a atravesar la tierra. Los caminos serpenteantes custodiados por los perros. Las escuálidas carreteras nacionales con sus orillas verdes de pastos y olivos. Las vacas naranjas como atardeceres prematuros. Los dos mirábamos el paisaje con los ojos muy abiertos. Intentando retener cada centímetro de luz. Nadando inevitablemente hacia la boca del domingo. Siendo el alimento de otro día que se termina.

Llegamos con las fuerzas justas para echarnos en el sofá y cenar un yogur y una pera. Vimos un rato la tele y nos fuimos a la cama. Marta estuvo un rato leyendo y yo poniéndome al día en Twitter. Debían ser casi las once cuando llegó el mensaje de Luis:

«Mi padre dice que quiere vender la casa, así que si sabes de alguien interesado, me dices. Mañana te cuento».

No dije nada. Solo le acerqué la pantalla a Marta. Tardó unos segundos en ubicarse, pero luego se le encendieron los ojos. La mirada que intercambiamos después se pareció a nuestra primera mirada. Los dos supimos claramente lo que queríamos hacer. Preferí no contestar de cualquier manera. Dejar que las palabras crecieran con la noche. Apagué la luz y Marta se arrimó a mí. Nos dormimos haciendo planes. Reconstruyendo piedra a piedra la felicidad derruida. Imaginándonos juntos en otra habitación. En el corazón del valle. Comprendiendo que la vida es lo que aún no ha ocurrido.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES