En la carretera

A las seis y cuarto el mundo ya se está poniendo en marcha.

Cuatro cuervos picotean las vísceras de un conejo sobre el asfalto. Parecen cirujanos sádicos y elegantes. Me acerco con el coche y alzan el vuelo. No son pájaros pequeños ni enclenques. Son un caso aparte en su especie, tienen empaque. Esquivo el montón de tripas, pelo y sangre y continúo mi camino. Son las tres y diez del medio día, y es viernes, pero mi fin de semana no empieza hasta que no aparque el coche, dentro de una hora y veinte minutos. La carretera forma parte de mis obligaciones.

Ya es verano. El azul del cielo resulta inverosímil, como editado con exceso de saturación. Con los campos de girasoles sucede lo mismo; ya no son ejércitos de zombis, sino explanadas vivas, amarillísimas. Los olivos mantienen su circunspección habitual, nunca cambian, y el trigo pide ya cosechadora.

Al salir del trabajo prefiero la música. El género varía, pero siempre busco algo que subraye mi sensación de libertad. La primera gasolinera está a unos quince minutos, así que aprovecho ese primer tirón para decidir qué disco me va a espolear de vuelta a casa.

Descubrí que el símbolo del salpicadero tiene una flecha que indica el lado en el que está la boca del depósito. Fue un hallazgo que aligeró mi vida. Aun así, el trámite me sigue incomodando, no pasa como con los bares: que los empleados te conozcan no marca la diferencia. Ojalá no tuviera que repostar nunca.

Solicité la tarjeta de cliente habitual, y cada cierto tiempo tengo puntos suficientes como para ahorrarme un pellizquito. Sobre este tema hay mucha literatura. Supongo que todos tenemos un compañero de trabajo que tiene tarjetas de varias gasolineras y conoce todas las ofertas. A mí no me compensa llegar a ese punto; si tengo que hacer un estudio de mercado, no me parece estar ahorrando. Pero reconozco que soy de temperamento huidizo. Allá cada uno con sus cuitas.

Retomo la marcha y cruzo el pueblo antes de incorporarme a la siguiente nacional. Los pueblos de la zona son bonitos y se come bien. A veces quedo con algún compañero al salir del trabajo y probamos tabernas nuevas, así no tengo que comer en casa, es decir, a las cuatro y media de la tarde. En cuanto a las afueras, todo está recubierto por una pátina de polvo; hay caballos solitarios en descampados, material de labranza oxidado, perros tullidos: desde el primer día pensé que aquí podría grabarse un western. Hace poco me enteré de que Enrique Urbizu trama algo.

La llegada a casa alivia e incomoda al mismo tiempo: por un lado, por fin puedo descansar; por otro lado, me he acostumbrado tanto a conducir por carreteras nacionales y zonas poco pobladas que la ciudad se me antoja insufrible, una pelea cuerpo a cuerpo contra la ansiedad generalizada.

Durante el fin de semana me olvido de la carretera. Me despido con gusto del coche, sin mirar atrás. Pero no tarda en volver el siguiente ciclo laboral, y el despertador estalla a las cinco y cuarenta de la mañana. Sorprendentemente, me levanto sin gran dificultad. Me costaba más levantarme cuando mis obligaciones no estaban tan bien marcadas.

A las seis y cuarto el mundo ya se está poniendo en marcha. La dueña del bar de la esquina ha empezado a sudar sacando mesas y sillas. El frutero descarga cajas de la furgoneta. El zumbado con mascarilla ya ha salido a correr, es decir, a darle vueltas al edificio en el que vive (lo suyo son tropiezos, no zancadas). El mendigo duerme, pero su perro me mira cuando paso al lado. A veces me cruzo con alguien en el garaje, y nos saludamos como dos sicarios suspicaces. Cerrar la puerta del coche reconforta.

De camino al trabajo, en lugar de música, prefiero las entrevistas. No soy exigente. Lo único que me empuja a cambiar de programa es la petulancia: el estómago todavía está muy sensible a esas horas. Intento no acomodarme, y me lo reprocho si lo hago; no me gusta recorrer kilómetros sin darme cuenta, mecánicamente. Además, los conejos empiezan a asaltar la carretera en la segunda parte del viaje. A veces me dejan pasar educadamente, veo sus ojos resplandecientes en las cunetas, pero otras veces saltan como locos al asfalto. Afortunadamente, todavía no he matado a ninguno.

Se agradece que amanezca antes. Los focos del coche ya no iluminan la cruz con flores, siempre renovadas, de la cuarta curva, y es de día cuando paso al lado del cementerio y de su ristra de cipreses. Aun así, los pensamientos lúgubres son inevitables. En la carretera son un mantra del que nadie puede deshacerse. Me alegraré cuando no tenga que recorrer tantos kilómetros. Pero guardaré un buen recuerdo de estas jornadas sin cobertura. No sé si esto es una nueva etapa o su antesala: es difícil saberlo cuando no paras de moverte.

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Costumbres

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A las seis y cuarto el mundo ya se está poniendo en marcha.

Cuatro cuervos picotean las vísceras de un conejo sobre el asfalto. Parecen cirujanos sádicos y elegantes. Me acerco con el coche y alzan el vuelo. No son pájaros pequeños ni enclenques. Son un caso aparte en su especie, tienen empaque. Esquivo el montón de tripas, pelo y sangre y continúo mi camino. Son las tres y diez del medio día, y es viernes, pero mi fin de semana no empieza hasta que no aparque el coche, dentro de una hora y veinte minutos. La carretera forma parte de mis obligaciones.

Ya es verano. El azul del cielo resulta inverosímil, como editado con exceso de saturación. Con los campos de girasoles sucede lo mismo; ya no son ejércitos de zombis, sino explanadas vivas, amarillísimas. Los olivos mantienen su circunspección habitual, nunca cambian, y el trigo pide ya cosechadora.

Al salir del trabajo prefiero la música. El género varía, pero siempre busco algo que subraye mi sensación de libertad. La primera gasolinera está a unos quince minutos, así que aprovecho ese primer tirón para decidir qué disco me va a espolear de vuelta a casa.

Descubrí que el símbolo del salpicadero tiene una flecha que indica el lado en el que está la boca del depósito. Fue un hallazgo que aligeró mi vida. Aun así, el trámite me sigue incomodando, no pasa como con los bares: que los empleados te conozcan no marca la diferencia. Ojalá no tuviera que repostar nunca.

Solicité la tarjeta de cliente habitual, y cada cierto tiempo tengo puntos suficientes como para ahorrarme un pellizquito. Sobre este tema hay mucha literatura. Supongo que todos tenemos un compañero de trabajo que tiene tarjetas de varias gasolineras y conoce todas las ofertas. A mí no me compensa llegar a ese punto; si tengo que hacer un estudio de mercado, no me parece estar ahorrando. Pero reconozco que soy de temperamento huidizo. Allá cada uno con sus cuitas.

Retomo la marcha y cruzo el pueblo antes de incorporarme a la siguiente nacional. Los pueblos de la zona son bonitos y se come bien. A veces quedo con algún compañero al salir del trabajo y probamos tabernas nuevas, así no tengo que comer en casa, es decir, a las cuatro y media de la tarde. En cuanto a las afueras, todo está recubierto por una pátina de polvo; hay caballos solitarios en descampados, material de labranza oxidado, perros tullidos: desde el primer día pensé que aquí podría grabarse un western. Hace poco me enteré de que Enrique Urbizu trama algo.

La llegada a casa alivia e incomoda al mismo tiempo: por un lado, por fin puedo descansar; por otro lado, me he acostumbrado tanto a conducir por carreteras nacionales y zonas poco pobladas que la ciudad se me antoja insufrible, una pelea cuerpo a cuerpo contra la ansiedad generalizada.

Durante el fin de semana me olvido de la carretera. Me despido con gusto del coche, sin mirar atrás. Pero no tarda en volver el siguiente ciclo laboral, y el despertador estalla a las cinco y cuarenta de la mañana. Sorprendentemente, me levanto sin gran dificultad. Me costaba más levantarme cuando mis obligaciones no estaban tan bien marcadas.

A las seis y cuarto el mundo ya se está poniendo en marcha. La dueña del bar de la esquina ha empezado a sudar sacando mesas y sillas. El frutero descarga cajas de la furgoneta. El zumbado con mascarilla ya ha salido a correr, es decir, a darle vueltas al edificio en el que vive (lo suyo son tropiezos, no zancadas). El mendigo duerme, pero su perro me mira cuando paso al lado. A veces me cruzo con alguien en el garaje, y nos saludamos como dos sicarios suspicaces. Cerrar la puerta del coche reconforta.

De camino al trabajo, en lugar de música, prefiero las entrevistas. No soy exigente. Lo único que me empuja a cambiar de programa es la petulancia: el estómago todavía está muy sensible a esas horas. Intento no acomodarme, y me lo reprocho si lo hago; no me gusta recorrer kilómetros sin darme cuenta, mecánicamente. Además, los conejos empiezan a asaltar la carretera en la segunda parte del viaje. A veces me dejan pasar educadamente, veo sus ojos resplandecientes en las cunetas, pero otras veces saltan como locos al asfalto. Afortunadamente, todavía no he matado a ninguno.

Se agradece que amanezca antes. Los focos del coche ya no iluminan la cruz con flores, siempre renovadas, de la cuarta curva, y es de día cuando paso al lado del cementerio y de su ristra de cipreses. Aun así, los pensamientos lúgubres son inevitables. En la carretera son un mantra del que nadie puede deshacerse. Me alegraré cuando no tenga que recorrer tantos kilómetros. Pero guardaré un buen recuerdo de estas jornadas sin cobertura. No sé si esto es una nueva etapa o su antesala: es difícil saberlo cuando no paras de moverte.

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