Lo peor de enamorarse de una Cristina uno lo descubre con el tiempo. Cuando ella ya te haya olvidado (probablemente haya olvidado también al encargado de hacerte olvidar, incluso la tal Cristina, desmemoriada como ella sola, a aquel con el que olvidó a este), cuando en su memoria tú (y de paso los dos o tres siguientes) seas reducido a mera anécdota, a batallita entre sus guerras, a un la toco y me voy que nada tiene que ver con el dueño de la pelota, cuando llegue ese día, a ti todas las canciones te seguirán recordando a ella.
No sé a quién ni cómo ni cuándo le pareció buena idea que el hipocorístico de Cristina habría de ser Cris y no Tina, ni siquiera por qué era necesario recortar el nombre y no pronunciarlo como Dios manda, todo junto y de carrerilla, con la solemnidad de los padres no enfadados sino decepcionados, así, Cristina, con sus tres sílabas, dando el empaque y la importancia que merece un nombre harto de bautizar a regentas y reinas del pop.
Porque luego así pasa, que en todas las canciones que incluyan un “ti”, un “mí” o un “sí”, tu cerebro endogámico y tendiente al masoquismo emocional ya se encargará de sustituirlos sigilosamente por “Cris”, como esos matrimonios que les hablan a los niños con voz de tonto y luego, entre ellos y con otros adultos, el hábito les impide cambiar de registro y se ven obligados a dirigirse a los amigos como si estos tuvieran seis años, en una de las escenas más desagradables que cualquier ser humano puede presenciar nunca.
Y así pasa, que el verano más tonto te sorprendes a ti mismo en el primer festival de provincias cantando “todo lo que siento por Cris sólo podría decirlo así”. Y cuando al verano se le haya puesto cara de otoño y ya no frecuentes escenarios principales sino karaokes sórdidos, será inevitable sentirse un poco ridículo cuando empalmes un “enamorado de la moda juvenil, enamorado de Cris” con un “me alimenté de Cris por mucho tiempo, nos devoramos vivos como fieras”, y mirarás a una cámara invisible con cara de Jim Halpert, como diciendo os prometo que no soy tan imbécil, de verdad que lo puedo explicar.
Qué absurdamente importante es no obsesionarse con un grupo al mismo tiempo en el que se produce el momento mágico del inicio del romance, en esa experiencia entre salvaje y febril y no necesariamente recíproca de las primeras semanas de enamoramiento, que no hay nada ni medianamente comparable a eso, como mucho un gol en el 92, y no siempre. Me ha pasado, lo juro. Yo tenía ganas de enamorarme pero ella sólo tenía ganas de bailar.
Porque uno, sin saberlo, se está condenando para siempre. A sí mismo y, lo que es peor, al grupo en cuestión. Porque raro será si el enamoramiento no tiene fecha de caducidad, y ese futuro despecho se verá inevitablemente reflejado en el cariño al correspondiente grupo.
Porque cada vez que suene esa canción, esa puta canción, caeré en la cuenta de que fue esa una de las tantas escogidas para compartir con ella en esos febriles y salvajes primeros días, y por todos es sabido que compartir canciones es la manera más bonita de decirle te quiero a una persona sin decirlo.
Y si el momento en el que esa canción pasó de ser mía para luego ser nuestra fue de las cosas más locas que he vivido nunca, como de una felicidad adolescente, estúpida pero sincera, igual de cierto es que el proceso en el que esa puta canción dejó de ser primero suya y ya nunca más nuestra y temo que algún día deje incluso hasta de ser mía fue algo largo, doloroso, agónico. Y entonces qué más da haberla olvidado si todas y cada una de las canciones de las tres playlist que ya sólo escucho me recuerdan a ella.
Vivir sin estar enamorado es aburridísimo, pero sigue siendo el mejor remedio para que a uno le dejen escuchar tranquilo a Rocío Jurado.