Estuve en Múnich y me acordé de ti

Ayer vi al Madrid. Lo hago poco últimamente.

La Liga me parece infumable y la Champions se juega entre semana y suelo tener cosas mejores que hacer. 

El caso es que ayer me senté a ver al Madrid y lo hice en plan disfrutón; una rica cena, el volumen alto y todos los sentidos puestos en el espectáculo que iba a ver. Y es que yo cuando veo al Madrid es para eso, para disfrutar. 

No soy de los que lloran ni de los que gritan. Ni me enfada ni me entristece. Muchos clamaréis “¡esto no vale!” y argumentaréis que ser de un equipo consiste en tocar fondo en las malas para que las buenas te sepan mejor. Pues seguramente tengáis razón y yo no sea del Madrid, o al menos no tanto como muchos de vosotros, pero mi madurez me hizo recolocar al Madrid en un lugar muy lejano a las cosas que pueden llegar a hacerme sufrir.

Well I guess this is growing up, que dirían mis adorados Blink-182.

Y estuve bien disfrutón hasta el minuto 70, cuando un gol de un jugador que pensaba que solo existía en el FIFA provocó un extraño fenómeno en mi salón: mi televisión, en vez de actuar como tal, se convirtió en una especie de máquina del tiempo que me indujo en una vívida regresión. 

Estaba en casa de mi madre - la de mi infancia - sentado en el suelo a menos de un metro de una tele de tubo de pocas pulgadas. Lloraba desconsolado viendo cómo unos tipos con una camiseta roja en la que ponía Opel en letras muy grandes celebraban un gol que habían conseguido gracias a una perspicaz y efectiva jugada ensayada en una falta no muy cercana a la frontal. 

Perspicaz y efectiva, muy alemán todo. 

El Bayern se había puesto 3-1 en la eliminatoria de semis de 2001 y esa era una montaña demasiado elevada para el Madrid y para cualquier equipo del planeta. 

Fue entonces cuando hice mío el cabreo de un barbilampiño Iker Casillas y, como si pudiesen oírme, me puse a gritarle a los chicos de blanco convencido de que mi ira podría conseguir, al menos, sonrojar aquellas mejillas que estaban haciendo el ridículo en Baviera.

Pronto la ira dio paso a la tristeza. Empecé a sollozar desconsolado hasta que mi madre, que se asomaba al salón de vez en cuando, se vio superada por la imagen de aquel niño de 9 años llorando como si le acabaran de contar que los reyes son los padres. La frase que dijo a continuación se me clavó en el corazón:

“Si ves el fútbol es para disfrutarlo, no para sufrir por ello”.

Cuánto agradezco esa frase ahora mismo, pero qué mal la encajó el Adrián de 9 años; dejé la cena a medias, me pegué una carrerita poco elegante hasta mi cuarto, di un portazo y lloré las penas en la cama hasta la mañana siguiente.

Y cuando más ensimismado estaba en mi nostalgia y en aquel nítido y nefasto recuerdo del Olímpico de Múnich, la regresión se interrumpió repentinamente porque resulta que un tipo llamado José Luis decidió ir a un rechace de Neuer que solo existía en su cabeza y lo empujó a la red. 

Y pensé que quizás no es que yo haya madurado tanto ni que el fútbol haya perdido importancia en mi vida. Lo que pasa es que no me pongo triste porque el Madrid no me deja. 

Joder, es que igual no he dejado de ser tan del Madrid, sino que este equipo ha mutado en una especie de ente invencible que no hace más que ganar hasta cuando nadie sería capaz de apostar un duro por él. 

Y luego cogió el José Luis este y, una vez más, estuvo donde tenía que estar para empujar otro balón y desatar una especie de éxtasis en dos tiempos y confirmar lo que todos sabíamos que iba a pasar y que, por recurrente que haya sido en los últimos tiempos, volvió a derivar en ochentaypicomil becerros gritando como si fuera la primera vez que salían de su casa en décadas y en 25 jugadores festejando como si fuera la primera vez que conseguían tamaña gesta. 

Yo ya no lloro ni grito ni me voy a la cama sin cenar. A mí me la suda el Madrid.

Pero como tiendo a ser un insoportable panenkita y busco trazos de fútbol modesto en este deporte de atletas, expected goals y postureo, reconozco que al apagar la tele y quedarme a oscuras, solo, en mi salón, se me humedecieron los ojos pensando que esta vez el héroe había sido un tipo de 34 años llamado José Luis que antes de ayer descendió a segunda con en el Espanyol.

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