Gambusino sin fe

La monotonía no es inquebrantable: a veces pasan cosas. Se llama Pablo Carrascal, y su disco, Come to realize.

Aquel día tuve que pararme en mitad de la calle y quitarme los cascos. La música que estaba sonando no era la de los grupos habituales. No era ninguna versión de Adele. No era la de alguien que sueña con participar en un programa de televisión. Aquello era folk, era country. Un hombre, encogido sobre su guitarra, interpretaba una canción sin aspavientos. La voz, grave, portentosa, llenaba la calle, prevalecía sin aparente esfuerzo. La monotonía no es inquebrantable: a veces pasan cosas.

Fue un día raro. Después me tomé un café con un amigo y me presentó a un poeta que tenía aspecto de poeta. Se despidió de nosotros con suavidad y urgencia, como si no quisiera que se le escapase una idea de la cabeza. Seguimos a lo nuestro y le conté a mi amigo que me había llamado la atención un músico callejero. No lo dudó. Automáticamente, me dijo que acababa de darle dinero, algo que no solía hacer. La anécdota derivó en una conversación sobre música. El músico callejero quedó como una historia inaccesible, inevitablemente finita.

Quizá era un viajero, un trotamundos, que había hecho parada en Córdoba. Sería americano, puede que de Tennessee o Kentucky. No reconocí las canciones, pero pensé que serían de Johnny Cash, Woody Guthrie o alguno más joven, como Colter Wall. Sonaba a western, a siluetas de caballos al atardecer. Pasó el tiempo y no volví a verlo. Di por hecho que había continuado su viaje.

El fin de semana pasado se casaron unos amigos, y coincidí con Alfon Aguilera, un músico que graba vídeos de bodas. Entre otros instrumentos, toca el steel guitar, y hace poco colaboró en la grabación de un disco. Me lo habían contado en el autobús, y le pregunté por eso. Estaba entusiasmado. A finales de mes iban a dar un concierto. Pero lamentaba que el cantante estuviese decidido a irse de Córdoba. Iba a probar suerte en Irlanda. No fue una conversación larga; Alfon estaba trabajando. Tan solo nos saludamos, lo que con él significa hablar de música, del mismo modo que con otros supone, no sé, hablar del Betis.

Al día siguiente me levanté bien. Cada vez controlo mejor los derrapes. En un alarde de vitalidad, hasta me fui al gimnasio, y allí, sentado en la máquina de remo, busqué el disco del que me habían hablado la noche anterior. Empecé a escucharlo y me resultó familiar, así que investigué un poco sobre el tipo que cantaba. Lo busqué en Instagram y tuve que dejar la máquina de remo. Era el músico callejero que vi aquel día, del que le hablé a mi amigo. No era americano, contestaba a los comentarios en español, aunque quizá tenga familia en Oklahoma. Se llama Pablo Carrascal, y su disco, Come to realize. El próximo 28 de noviembre da un concierto en Hangar. Después, según cuentan, se irá a probar suerte a Irlanda.

Iba a ser una mañana de domingo normal. Purgaría mis pecados con un poco de deporte y después iría a comer a casa de mis padres. Pero la monotonía no es inquebrantable: a veces pasan cosas. Al volver del gimnasio, además, vi al poeta que me presentaron aquel día. Juro que no miento.

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Gambusino sin fe

La monotonía no es inquebrantable: a veces pasan cosas. Se llama Pablo Carrascal, y su disco, Come to realize.

Aquel día tuve que pararme en mitad de la calle y quitarme los cascos. La música que estaba sonando no era la de los grupos habituales. No era ninguna versión de Adele. No era la de alguien que sueña con participar en un programa de televisión. Aquello era folk, era country. Un hombre, encogido sobre su guitarra, interpretaba una canción sin aspavientos. La voz, grave, portentosa, llenaba la calle, prevalecía sin aparente esfuerzo. La monotonía no es inquebrantable: a veces pasan cosas.

Fue un día raro. Después me tomé un café con un amigo y me presentó a un poeta que tenía aspecto de poeta. Se despidió de nosotros con suavidad y urgencia, como si no quisiera que se le escapase una idea de la cabeza. Seguimos a lo nuestro y le conté a mi amigo que me había llamado la atención un músico callejero. No lo dudó. Automáticamente, me dijo que acababa de darle dinero, algo que no solía hacer. La anécdota derivó en una conversación sobre música. El músico callejero quedó como una historia inaccesible, inevitablemente finita.

Quizá era un viajero, un trotamundos, que había hecho parada en Córdoba. Sería americano, puede que de Tennessee o Kentucky. No reconocí las canciones, pero pensé que serían de Johnny Cash, Woody Guthrie o alguno más joven, como Colter Wall. Sonaba a western, a siluetas de caballos al atardecer. Pasó el tiempo y no volví a verlo. Di por hecho que había continuado su viaje.

El fin de semana pasado se casaron unos amigos, y coincidí con Alfon Aguilera, un músico que graba vídeos de bodas. Entre otros instrumentos, toca el steel guitar, y hace poco colaboró en la grabación de un disco. Me lo habían contado en el autobús, y le pregunté por eso. Estaba entusiasmado. A finales de mes iban a dar un concierto. Pero lamentaba que el cantante estuviese decidido a irse de Córdoba. Iba a probar suerte en Irlanda. No fue una conversación larga; Alfon estaba trabajando. Tan solo nos saludamos, lo que con él significa hablar de música, del mismo modo que con otros supone, no sé, hablar del Betis.

Al día siguiente me levanté bien. Cada vez controlo mejor los derrapes. En un alarde de vitalidad, hasta me fui al gimnasio, y allí, sentado en la máquina de remo, busqué el disco del que me habían hablado la noche anterior. Empecé a escucharlo y me resultó familiar, así que investigué un poco sobre el tipo que cantaba. Lo busqué en Instagram y tuve que dejar la máquina de remo. Era el músico callejero que vi aquel día, del que le hablé a mi amigo. No era americano, contestaba a los comentarios en español, aunque quizá tenga familia en Oklahoma. Se llama Pablo Carrascal, y su disco, Come to realize. El próximo 28 de noviembre da un concierto en Hangar. Después, según cuentan, se irá a probar suerte a Irlanda.

Iba a ser una mañana de domingo normal. Purgaría mis pecados con un poco de deporte y después iría a comer a casa de mis padres. Pero la monotonía no es inquebrantable: a veces pasan cosas. Al volver del gimnasio, además, vi al poeta que me presentaron aquel día. Juro que no miento.

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