Goles en la intimidad

Un chaval que es todos los chavales sube por la calle sin saber que alguien le está observando. A su alrededor se arremolina una noche tibia y solitaria, típica de estos inviernos sin frío como domingos sin gol, pero el chaval que es todos los chavales no parece percatarse porque viene perseguido de algo tan amenazante como su imaginación. Quienes le hemos visto, quienes hemos sido él —¿he dicho ya que este chaval es todos los chavales?—, detectamos instantáneamente de qué color es la naturaleza de su batalla mental. Sabemos también que sólo puede perder. Al fin, lo inevitable sucede. El chaval que es todos los chavales arranca un amago en una baldosa y deja tirado, imaginamos, a su primer defensor. Continúa con unas cuantas bicicletas a la nada que ni el Robinho postcádiz. Esquiva, en un salto ágil y poderoso, lo que suponemos un barrido de Roy Keane. Controla el balón invisible con el pecho y, antes de que caiga otra vez al suelo, lo lanza al aire con un ligero toque de su pie. A esas alturas de la jugada, con el corazón en un puño, todos tenemos claro cómo va a terminar. Durante un segundo infinito, esa calle solitaria y esa noche eterna es la de unos cuartos en Turín. El chaval, que es todos los chavales, levanta una pierna suavemente y pega un brinco con la otra. Afilado y certero como una navaja de cristal, abofetea el cielo en un escorzo maravilloso y cae al suelo, boca abajo. Ha tenido que ser gol. El chaval que es todos los chavales se levanta y hace un gesto reconocible con el dedo. Trotando, se señala al pecho y pide calma. Después bota, gira sobre sí mismo, deja caer sus dos brazos con fuerza y grita: SIUUUU. Acto seguido se da la vuelta y emprende el camino a casa rodeado de silencio, con monótonos pasos de npc.

Esta escena yo la he visto porque alguien tuvo la fortuna de grabarla desde el balcón de su casa, lo que quiere decir que en este mundo milagroso una persona que no sabe la suerte que tiene ha coincidido de improviso, a las cinco de la mañana y con el móvil en la mano, con el autor del gol imaginario más legendario que se haya podido rodar jamás. Jugadas así no se pueden ensayar. 

También quiere decir que seguimos siendo humanos, después de todo. Y que basta una explanada solitaria y la aparente certeza de que nadie nos espía detrás de ningún visillo para que soltemos un poquito las riendas y nos permitamos ser nosotros de verdad. Lo mejor que le pudo suceder a ese chaval fue que el voyeur no delatase su presencia ni desnudase sus vergüenzas en mitad de la acrobacia. Yo lo sé porque lo he vivido, pero al menos aquella vez en que entré bailando I Want It That Way por la puerta de casa y me topé de bruces con la amiga más cachonda de mi hermana sólo se saldó con la ruptura definitiva de mi infancia, no con mis sesos esparcidos por el suelo por haber perdido la concentración en mitad de la chilena de nuestras vidas.

En la intimidad suele ocurrir lo mejor de cuanto somos. También lo peor. En más de una ocasión, en la soledad de mi cuarto, yo también me he convertido en Cristiano. Me avergüenza reconocer cuántas veces he fallado el gol.  

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