Cicatrices

Si yo fuese un personaje borgiano diría que en un pasado perdido escribí este texto que ahora reescribo de memoria. Y que lo reescribo palabra por palabra y punto por punto exactamente como nació entonces, aunque algunas frases y razonamientos aparezcan cambiados. Recordar, al fin y al cabo, es reinventar. Lo cual no quiere decir que sea falso lo que se recuerda.  

El texto, escrito un miércoles de agonía —lo recuerdo bien—, era como sigue:

“Me acuerdo de que durante los primeros días ella me pasaba los dedos por las cicatrices de mi frente y me preguntaba cómo me las había hecho. Yo no sabía qué responder porque, la verdad, para mí que un día aparecieron de repente, como marcas prematuras de la pubertad o como un salvoconducto milagroso que me eximía de sufrir esas heridas en algún futuro próximo. Una mañana desperté y allí estaban. O al menos ese es el recuerdo que me he inventado y que me parece más probable que que un hechicero oscuro tratara de asesinarme cuando aún era un recién nacido. La cuestión es que desde entonces tengo una excusa perfecta para hacerme el interesante.

Con ella no lo hice, váyase a saber por qué, pero al cabo de unos años nos separamos y ahora tengo varias cicatrices más profundas de las que no me gustaría hablar. Alguna vez pienso mucho y creo llegar a recordar que podría ser que me las hiciese siendo muy pequeño, jugando en el parque. Aunque en realidad no lo tengo claro porque juraría también que tropecé y caí de cabeza contra un radiador en el colegio. Lo único que sé es que una mañana que he olvidado reparé en ellas. Y aún a veces, de repente, vuelvo a verlas en el espejo y me quedo intrigado con la vida alucinante que debió llevar algún yo mío del pasado. Puede que por aquel entonces apuntase maneras de hombre de mundo, pero que al olvidarme de todo me quedase en este apacible vago sedentario que soy hoy. Tampoco puedo estar seguro. Lo que no se recuerda no ha llegado a suceder, y yo sólo sé que tengo cicatrices.

¿Qué más puedo decir? Supongo que las cicatrices son heridas que nunca se van. Sin embargo, hay algo extraño en ellas: ya no duelen. 

A mí me parece engañoso que la palabra cicatriz encaje tan bien a la hora de describir las heridas del alma. Uno escucha esa expresión, oye a alguien mencionar que tiene cicatrices del pasado de las que no le gustaría hablar y lo entiende perfectamente. Todos tenemos cicatrices. Pero las cicatrices no generan reacciones inconscientes cuando pasamos el dedo sobre ellas. Yo lo que tengo es una herida abierta de la que mana un dolor inmaculado en cuanto hurgo un poco. Si digo que es una cicatriz es únicamente porque tiene que ver con el recuerdo. Las cicatrices son escombros de desmemoria incrustados en la piel y por eso debe ser que nos parece tan acertado usarlas para hablar de dolores que regresan de forma parecida a cuando surgieron por primera vez. En realidad son cosas contrapuestas. Unas se ven pero no existen y otras sólo existen donde no se pueden ver.

Es curioso que algunos lunáticos prefiramos vivir así, sin permitir que las heridas cicatricen, quizás llevados por la paranoia del erizo, ya sabéis, conscientes como él de que el dolor es mejor siempre que la nada. Parecemos los protagonistas tristes de una canción de Nacho Vegas. En la desesperanza del presente mentiroso leemos a Cernuda llenos de miedo y recitamos: “¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis”. Así que abrazamos sin pudor la sombra. Empuñamos toscamente sus espinas y nos forzamos a recordar los días en que sentimos aquellos dedos dibujar interrogaciones en nuestra frente. Eso es amor, pensamos. De otra forma no valdría nada. Nos retorcemos e intentamos reabrir la herida en cuanto empieza a marchitarse, porque sabemos que lo contrario significaría extender un manto sobre un mueble, igual que en una casa abandonada. Ocultar la vida que sucedió y cambiarla pobremente por su rastro tenue, por el negro color de su insondable inexistencia. Yo lo que siento es que si algo así puede morir nada nos niega la evidencia de que quienes estamos muriendo poco a poco somos nosotros mismos. Desde hace un tiempo miro las tumbas y lo único que veo son cicatrices sobre la tierra”.

Repaso con la yema de los dedos este texto casi extinto y siento el tacto rugoso de un pasado que es mentira aunque sea cierto. Que es verdad, aunque sea falso. Sonrío torpemente al comprender que debí intuir esto mismo entonces, mientras escribía acerca de otro pasado hoy más remoto y vacilante. Ya nada es como fue, pero ni siquiera importa. Ningún razonamiento me ha conseguido convencer de que el olvido es más real que lo olvidado. Lo sencillo es suponer que si escribimos es para abrirle cicatrices al tiempo.    

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